lunes, 11 de febrero de 2008

Lectura de Archimboldi

Fue un texto del francés Jan Claude Pelletier, publicado en la revista madrileña Estudios Literarios, lo que me remitió por primera vez a la obra de Benno von Archimboldi (Alemania, 1920). El texto correspondía a una ponencia que el crítico leyó en un congreso dedicado a la obra del escritor alemán y celebrado en la ciudad de Maastricht en 1991. Se titulaba “Heine y Archimboldi: caminos convergentes” y trataba, por supuesto, sobre la estrecha relación que el autor había descubierto entre la obra del poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856) y este narrador hasta ese momento desconocido para mí: Benno von Archimboldi. Me sorprendió primeramente que Archimboldi fuera un escritor alemán con apellido que sonaba a italiano. En ese momento sólo alcancé a relacionarlo con el pintor manierista italiano Giuseppe Arcimboldo, que me gusta mucho por sus retratos compuestos por frutas, animales, flores u otros objetos, pero entonces me dejé llevar por lo que el francés decía del alemán. Hablaba de las convergencias del mal, de la locura y sus manicomios, del concepto de novela como un puzzle que había que desarmar y rearmar constantemente. Hablaba de cementerios futuros y de un párpado muerto, de la literatura como un oficio peligroso y de meter la cabeza en la mierda y por si fuera poco abrir los ojos. Este feliz descubrimiento ocurrió el 2005, y a partir de entonces empezó la búsqueda exhaustiva.
A la fecha, casi tres años después, he encontrado –y leído- casi todas las novelas de Benno von Archimboldi y acabo de terminar Los bajos fondos de Berlín, su único libro de cuentos. De toda su obra me ha gustado especialmente la trilogía conformada por El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, y D’arsonval, de tema francés. Hay en estas tres novelas, aparte de su evidente continuidad temática y punto de vista, unos rasgos muy particulares que convierten a Archimboldi en un escritor fuera de serie. Aquí el alemán satisface plenamente a los lectores ávidos de historias, de acontecimientos; pero estos acontecimientos tienen la particularidad de no conducirnos, en apariencia, a ninguna parte. Cada una de las tres novelas es una explosión de múltiples historias, contadas a un ritmo vertiginoso y desprovistas de alardes retóricos. A mi parecer, en ellas consolida Archimboldi el estilo que habría de llamar la atención de Manuel Espinoza, Jan Claude Pelletier, Piero Morini y Liz Norton, los cuatro críticos que le descubrieron en la década de los ochenta, cuando parecía que sus libros no saldrían nunca de las lúgubres bibliotecas en que se encontraban confinados.
Les dejo a continuación la bibliografía –quizá incompleta- de Archimboldi para que continúen con la búsqueda:
La trilogía compuesta por El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, y D’Arsonval, de tema francés. Ríos de Europa, publicada en 1971, Herencia, una novela de más de quinientas páginas, en 1973, y La perfección ferroviaria en 1975. Antes se había publicado, en 1964, la selección de cuentos titulada Los bajos fondos de Berlín. También están Letea, una novela de apariencia erótica, Bitzius, una novelita de menos de cien páginas, El vendedor de lotería, que narra la vida de un lisiado alemán que vende lotería en Nueva York, y El padre, en la que un hijo rememora las actividades de su padre como psicópata asesino. Otras novelas son El tesoro de Mitzi, Santo Tomás, La ciega, La rosa ilimitada y Bifurcaria bifurcata.

sábado, 9 de febrero de 2008

Sobre Roberto Castillo, un recuerdo precipitado

Por Horacio Castellanos Moya

Como presagio fatídico del año que comienza, Roberto Castillo murió en la mañana del 2 de enero. Tenía 57 años. Un día de septiembre pasado le descubrieron un tumor en el cerebro, hubo cirugía, pero enseguida le ganó la muerte.
Era el narrador hondureño de mayor reciedumbre.
Nació en San Salvador, en el Hospital de Maternidad. La explicación que daba a este hecho era sencilla: en 1950, desde la población de Erandique, en el occidente de Honduras, donde vivían sus padres, era más fácil llegar a la capital salvadoreña que a la hondureña.
Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica. Y a eso se dedicó durante muchos años: a enseñar rudimentos filosóficos a los alumnos de nuevo ingreso en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH).
Así lo conocí, un día de marzo de 1980: yo llegaba desde San Salvador, de huída, y busqué la ayuda del poeta Roberto Sosa, entonces director de la Editorial Universitaria, y el poeta Sosa me contactó con el cuentista Eduardo Bahr, y éste con el crítico Tony Bermúdez. Tony me dio trabajo en la UNAH y me presentó a Roberto Castillo.
En aquellos días, cuando comíamos casi a diario en un cafetín universitario, Roberto ya tenía la barba que siempre usaría, los lentes de aro de carey y la incipiente barriga; también el tacto y las buenas maneras. Era siete años mayor que yo, y había leído muchísimo más: se movía a través de las diversas literaturas con pasión, gozo, contundencia; yo lo escuchaba con sed de aprendiz. Y caminábamos, entusiastas, un día sí y el otro también, hacia los talleres de la Editorial Universitaria, donde imprimían su primer libro, Súbida al cielo y otros cuentos, la salida del cual pronto celebraríamos. En las noches, a veces, me llevaba de gira por lupanares y cantinas de mala muerte en la vieja Comayagüela; su consigna era beber una sola cerveza y al camino.
Ese primer semestre de 1980 fue de mucha agitación en Centroamérica, incluso en Tegucigalpa. Roberto, Tony y el poeta Rigoberto Paredes fundaron la revista Alcaraván y luego la editorial Guaymuras, donde sería publicada, un año más tarde, la primera novela de Roberto, El corneta, un texto que marcaría un hito en Honduras. Yo ya no estuve para celebrarlo; sólo permanecí tres meses en esa ciudad, pues el dios de la guerra me puso de nuevo en la ruta.
En 1984, Roberto obtuvo el Premio de Cuento de la Revista Plural en México. Como muy pocas veces sucede en esas latitudes, lo ganó a las limpias, sin padrinos ni "grillas", sólo gracias a la calidad de su obra. Lo recuerdo en una habitación de hotel en las cercanías de la Alameda en la Ciudad de México, rebosante de contento, impresionado por la magnitud de la metrópoli. En esa ocasión ya venía acompañado por Leslie, quien sería su mujer el resto de su vida. Generoso como siempre, me traía ejemplares de mi primer libro de relatos, publicado por Guaymuras, gracias a su apoyo y al de los otros amigos. El cuento que ganó ese premio, "La laguna" (si mi memoria no me falla), lo incluyó luego en el volumen Figuras de agradable demencia, publicado en 1985.
En los últimos años de la década de los 80, lo vi con alguna frecuencia. Vivía con Leslie en El Hatillo, en la cumbre de la montaña, en una especie de cabaña grande escondida entre los pinares, a un par de kilómetros de la casa donde yo pernoctaba cuando visitaba Honduras. En las tardes, bebíamos un par de copas en la terraza de la cabaña y luego salíamos a caminar por el bosque, bajo la niebla y el zumbido del viento. Era un placer escucharlo: tenía la sabiduría del hombre ajeno a la jactancia y las vanidades fáciles, la sabiduría de aquellos pocos para quienes el conocimiento es placer, asombro, misterio; y también tenía un humor agudo, pícaro, pero sin resentimientos, el humor de quien ya se ha resignado ante la tontería del género humano. En esos años, trabajaba con pasión en su novela mayor, La guerra mortal de los sentidos, que sería publicada finalmente en 2002, luego de varias peripecias.
A principios de la década de los 90 hubo un cambio de look en Roberto: empezó a vestir formalmente, con saco y corbata, sin importar el día ni la circunstancia, como los escritores de la generación anterior, formados en el oficio del funcionariado. Yo me burlaba, le decía que parecía diputado hondureño; él sólo sonreía y enseguida aprovechaba para hacer escarnio de la cultura de provincia que tan bien conocía. Su vestimenta formal no varió en lo mínimo su carácter jocundo, perspicaz; su risa contagiosa; su comentario punzante, demoledor, dicho al vuelo, como si apenas importara.
Releo el último email que me envió y decía: "Lamento ser el que te da tan triste noticia: ayer murió nuestro querido amigo Enrique Ponce Garay". Enrique había sido librero, crítico de cine, censor cinematográfico, pero sobre todo un gran lector. No sabía Roberto que su turno pronto vendría.
Escribe el poeta Adam Zagajewski en recuerdo de Zbigniew Herbert: "En las primeras semanas y los primeros meses después de haber perdido a un gran amigo la memoria repite: aún es demasiado pronto, todavía no veo nada, esperemos". Este es pues un recuerdo precipitado, apenas unas líneas balbuceantes del retrato que Roberto merece.
Este texto fue publicado originalmente en la revista virtual Carátula, dirigida por Sergio Ramírez, en su edición 22.

viernes, 8 de febrero de 2008

¿Sueña Fabricio con ser un replicante?

¿Yo Paíspoesible? ¡Ni loco! No me imagino, en primer lugar, llamándoles solemnemente “poetas” a mis amigos al tiempo que nos fundimos en uno de esos abrazos de hermanos dispuestos a cambiar el mundo con nuestra solidaridad. No puedo imaginarme tampoco escribiendo cada noche los versos humanísimos que habré de leer la mañana siguiente en un parque, un mercado, un colegio o una prisión para rescatar almas perdidas y afiliarlas a un supuesto ideal que todo lo cree posible. No, definitivamente no puedo imaginarme siquiera cómplice de alguna de las bufonadas de Paíspoesible.
La verdad es que me aburre pensarme poeta, pensar que la poesía –acaso muerta ya- es un arma obsoleta cargada de futuro, pensarme “pugnando con esternón y estilete”, pensar que todos los que están a mi alrededor son mis hermanos, que formo parte de un movimiento que representa la esperanza del mundo.
“He visto cosas que ningún ser humano ha visto”, dice el último de los replicantes en la memorable escena de Blade Runner, y algo parecido se le oye balbucear a Fabricio Estrada en su manifiesto cuando dice: “nosotros hemos visto el atorrante mundo del video clip y su hardcore”. Ahora sí que logro imaginar algo: a Fabricio y algunos de sus hermanos impoesibles con una paloma descendiendo a sus cabezas, mientras en el fondo un unicornio atraviesa quizá un arcoiris. ¿Qué hermoso, no creen?
Gracias, Fabricio, pero no, yo no soy Paíspoesible. Ni lo quiera Dios! Esa “poética” de ustedes, mitad Philip K. Dick y mitad Marinetti, que proclama que “no hay que seguir imaginando al nuevo ser humano desde la teoría del arte y su estética”, no va conmigo. Creo, Fabricio, que definitivamente no se puede imaginar “desde la teoría del arte y su estética” ninguna otra cosa que no sea a un artista, porque si quisiéramos imaginarnos a un ser humano, bastaría con la “teoría del abrazo y la palmadita en la espalda”, y ya sabemos que para esto no se necesita escribir un tan solo poema. Conozco muchos seres humanos que no escriben versitos para demostrar alguna cara de su humanismo.
Cómo voy yo a identificarme con eso de la “carcajada agónica que apenas se contiene” cuando la frase misma entraña una contradicción: ¿una carcajada que está muriendo pero que apenas se contiene? ¿Cómo entender semejante paradoja? O con aquella otra barbaridad de que Tegucigalpa es el ombligo de Honduras, cuando bien sabemos que es Olanchito (según declaraciones de Mando García), y cuando habría que decir más bien que Tegucigalpa es el hoyo de Honduras, el enorme agujero en cuyo fondo yacen el nombre de la patria y sus hundidos últimos patriotas.
Gracias, Fabricio, pero no, yo no soy Paíspoesible. Que se borre mi nombre de esa lista.