miércoles, 19 de octubre de 2011

Poff o la muerte de Bukowski


“Considerado y elegante hasta en el último momento, mi abuelo puso el colchón de su cama en el suelo para que su sangre no hiciera tanto reguero”. Así suena Poff, la primera novela de Darío Cálix, de la que dejo una reseña a continuación:
¿Podría resumir el contenido de Poff? Debía intentarlo y lo hice para el texto de la contraportada del libro, en el que se lee: “Darío Cálix ha decidido imaginar a otro joven llamado Santiago García, quien realiza un inventario minucioso de sus pesadillas con el objeto quizá de identificar la materia de la que está hecho. Y en este proceso de auto identificación, el personaje Santiago pasa gradualmente de preguntarse por sí mismo como individuo a preguntarse por sí mismo como creador de ficciones, en un ejercicio de escritura paródica que apunta a Bukowski (para matarlo) y a una nueva generación de lectores”.
¿Es justo y efectivo este resumen? Sí y no. Sí, porque satisface la curiosidad de esos lectores que para comprar un libro se dejan llevar por lo que dice la contraportada. Y no, porque no es posible resumir una obra que no se construye sobre la base de un argumento sino sobre la base de una voluntad de estilo, aunque esta voluntad de estilo no sea del todo premeditada sino tan sólo la inocente y torrencial escritura de su autor.
Y la que evidencia esta opera prima de Darío Cálix, aún siendo una obra que podríamos considerar púber, es una voluntad transgresora que podría estar emparentada con la de la obra de uno de los primeros ídolos literarios de Cálix (y además personaje en este libro): Charles Bukowski, pero prefiero citar a otros autores si de relacionarla estilísticamente se trata, aunque para efectos de esta reseña sólo cite a uno de ellos. Porque Poff no es sólo el “sonido” que puede percibirse del desprendimiento de una parte de Bukowski en estas páginas sino también el sonido que produce la caída hacia atrás del autor cuando se da cuenta de que en su obra no debía imitar disciplinadamente a su ídolo sino más bien parársele enfrente para retarlo. Es de esta manera como logra escribir una parodia de sí mismo como autor: asegurándose de que lo suyo hacia Bukowski ya no sea devoción sino feliz y carcajeante sepultura.
Aunque nacido en 1987, lo cual supondría pertenecer a la generación iPod, escuchar reguetón y ser fan de Crepúsculo, Santiago es un espíritu más bien instalado en una época anterior, una época que sin embargo reedita constantemente en compañía de sus amigos, cuando se reúnen a escuchar a Lou Reed, a John Cale y a Leonard Cohen o a ver documentales sobre Bob Dylan.
En Dublinesca, la novela de Enrique Vila-Matas, el narrador dice en determinado momento: “Después de todo, la vida es un grave y ameno recorrido por los más diversos funerales”. La cita, aplicada a este libro de Darío Cálix, resumiría muy bien su poética, porque después de todo, ¿qué es Poff sino un recorrido, a veces grave y a veces ameno, por el funeral que su protagonista le dedica a su ídolo Bukowski? Y puede aplicarse la cita también a un tipo de narrativa que, con ironía y en clave de parodia, responde a la narrativa de corte realista, que a estas alturas se nos antoja inútilmente seria y en algunos casos forzada y hasta pedante.
Poff es una alegre autopsia de una juventud rebelde y sin embargo culta, ubicada en la cola del Sistema pero también librepensadora, regida por los principios del hedonismo e igualmente afectada por las pequeñas calamidades cotidianas. No será difícil que se convierta en una obra de culto entre estos jóvenes, pero, considerando su frescura, su desparpajo y su ambición estilística, también dará de qué hablar entre aquellos lectores todavía acostumbrados a las propuestas de las anteriores generaciones de la narrativa hondureña.

domingo, 16 de octubre de 2011

Houellebecq por sí mismo


Michel Houellebecq. El mapa y el territorio. Traducción de Jaime Zulaika, Barcelona, Anagrama, 2011, 384 pp.
Jorge Carrión, uno de los críticos literarios fetiche de este blog, publica en Letras Libres esta reseña de la última novela de Michel Houellebecq, El mapa y el territorio, con la que ganó el Goncourt. La autoficción, de la que se vale el autor francés esta vez, vuelve con fuerza.
El origen de la autoficción es tan antiguo e imposible de datar como el de la primerísima modernidad (Dante, Petrarca, Cervantes, Montaigne). Pero su giro posmoderno tiene, según parece, lugar y fecha: París, 1977. Se publicó entonces la novela Fils, de Serge Doubrovsky, una respuesta directa a la teoría enunciada poco antes por Philippe Lejeune en El pacto autobiográfico.
La autoficción nace, pues, de modo autoconsciente y con una gran carga de ironía: identificando al narrador con el autor y distanciando al mismo tiempo ambas instancias, reflexionando sobre el nombre propio como ancla arbitraria y sobre la identidad como mascarada, confundiendo al lector con un espíritu lúdico heredado de Pirandello, Borges y Nabokov. Pero, sobre todo, la autoficción nace en 1977 como “autoficción”. Es decir, como etiqueta o marca.
Nueve años más tarde Philip Roth publicó La contravida, donde leemos: “Incluso Nathan, que nunca antes había escrito sobre sí mismo como él mismo, aparecía con el nombre de Nathan, de ‘Zuckerman’, aunque todo lo que contaba en el libro era pura mentira o ridículo disfraz de los hechos.” Zuckerman, alter ego de Roth, experimenta en la ficción, entre otras experiencias, una exploración rectal practicada por un policía israelí. Una de las vías autoficcionales más remarcables de las últimas décadas es precisamente esa: la humillación o autodestrucción. Podemos rastrearla en la obra de, entre otros, Peter Handke, W. G. Sebald y J. M. Coetzee. En literatura española, tenemos los ejemplos del cadáver de “J. G.” con que comienza El sitio de los sitios (1995), de Juan Goytisolo, o la muerte de la familia del narrador en La velocidad de la luz (2005). Vueltas de tuerca de una tendencia o estrategia paradigmática de la literatura internacional de nuestro cambio de siglo.
En el despiadado y burlesco retrato de sí mismo que Michel Houellebecq lleva a cabo en El mapa y el territorio encontramos a un misántropo alcohólico, a un turista sexual en Tailandia (“donde al menos te la chupan sin condón”), adicto a los somníferos, que “parecía una vieja tortuga enferma”, y está aquejado de “micosis, infecciones bacterianas, un eccema atópico generalizado, es una verdadera infección, estoy pudriéndome aquí y a todo el mundo se la suda”. La soledad y el abandono van a encontrar dos vías, si no de reinserción, al menos de escape: por un lado, la mudanza al paisaje de su infancia después de una temporada de exilio voluntario en Irlanda; por el otro, la relación personal con Jed, el artista que protagoniza la novela, que contacta a Michel con el objeto de pedirle un texto para el catálogo de una exposición, y a quien posteriormente retrata. Parodiando el lenguaje de textos como este mismo, Houellebecq se refiere una y otra vez a sí mismo como “el autor de Las partículas elementales” y de otros libros, para no repetir su nombre. Ese alejamiento de la propia identidad, aunque se produzca mediante un mecanismo humorístico, es fundamental para llevar a cabo [atención: spoiler] el acto brutal que convierte la novela en una nueva vuelta de tuerca de la historia de la autobiografía ficcionalizada como práctica de la autodestrucción: “Michel Houellebecq” es asesinado y descuartizado. Tal vez el escritor no sea consciente de la genealogía de esa veta autoficcional que he esbozado, pero lo que sí tiene claro es que todo artista está sometido a “la exigencia de novedad en estado puro”. Su decapitación responde a esa necesidad de lo nuevo.
Aunque constantemente “Michel Houellebecq” hable en el interior de la ficción de su propio trabajo –e incluso afirme que el tema central de toda su obra son los procesos industriales–, el rasgo principal del libro es la intersección constante entre la poética de Jed y la del autor. La compartida “voluntad de describir por medio de la pintura los diversos engranajes que contribuyen al funcionamiento de la sociedad”. Es decir, la vocación sociológica de la narrativa de Houellebecq, cuya exploración constante de las costumbres contemporáneas y del mercado se traduce tanto en la descripción de las revistas, programas de televisión y sitios web que a cada momento dictan los modos de sentir y de vivir de la gente, como en la introducción –como iconos o como personajes secundarios– de los auténticos gurús del siglo XXI (Steve Jobs, Bill Gates, Roman Abramóvich, Carlos Slim: aquellos que con sus diseños y sus compras inventan los patrones de valor de los objetos y las representaciones que nos rodean). Porque todas sus novelas se saben históricas y por eso asumen los gestos, las marcas, el lenguaje del presente en que se infieren. Como telón de fondo común, la reflexión sobre la circulación de las ideas (el pensamiento y su consumo, cuando todos los grandes filósofos franceses han desaparecido ya), de la pornografía (el sexo, los cuerpos, la ostentación física y económica de la belleza, encarnada en el personaje Olga, una ejecutiva rusa que se convierte en amante de Jed) y el turismo (el significado profundo de la industria Michelin, en este caso).
La historia de Jed, aunque tenga puntos en común con personajes anteriores de Houellebecq, es fascinante precisamente porque vehicula una indagación sobre el significado del arte. Personaje desapegado, inválido emocional, dedica sin aspavientos ni armadura teórica toda su vida a la creación. Las tres fases de su obra (que se narran desde un futuro en que se ha convertido en un artista canónico, profusamente estudiado) se corresponden con tres herramientas o lenguajes: la fotografía, la pintura y el videoarte. Lo que vincula sendas etapas es la mirada individual como fenómeno inserto en el tiempo colectivo. Aunque las fotografías de mapas Michelin y el registro en video de imágenes expuestas a la erosión natural también son descritos con detalle, insistiendo en las características técnicas de su realización, el proyecto que más páginas ocupa en la novela es el de retratos de profesionales de índole diversa. “Lo que define ante todo al hombre occidental es el puesto que ocupa en el proceso de producción”, leemos. El oficio, la profesión: cuál es el lugar del artista en los sectores productivos y cómo trabaja y manipula los materiales que le son propios. Cómo se relaciona con el dinero y con la artesanía. En el caso del escritor: las biografías ajenas, el momento histórico que le es propio, las palabras leídas, escuchadas, recreadas o extraídas de Wikipedia. Porque a diferencia de tantos otros escritores empecinados en ensalzar la Tradición y en alejarse inútilmente del presente, Michel Houellebecq es consciente –como Baudelaire– de que solo mediante el tenso y exigente diálogo con tu tiempo, en toda su complejidad técnica y semiótica, tu obra tiene alguna posibilidad de sobrevivir a tu cadáver y su inexorable destrucción.

martes, 11 de octubre de 2011

Otra de "La Gran Novela Americana"

El tema de "La Gran Novela Americana" empezó en este blog con esta nota: (clic), continuó con esta otra: (nuevo clic) y, como no tiene pinta de parar, les va una más: (último clic), extraída del blog del Hay Festival Xalapa 2011 y escrita por el novelista peruano Iván Thays. Interesantes apuntes que animarán aún más el temita, como éste:
"Eduardo Lago se despachó sobre las tendencias generales de la literatura norteamericana: la conservadora y la experimental. La primera tiene a Jonathan Franzen como su principal exponente. La segunda, que tiene a Gaddis como precursor, tiene a Thomas Pynchon como exponente central y a David Foster Wallace como el último apóstol. La apuesta por Lago es por la experimentación. La literatura conservadora, las novelas escritas linealmente, dice, están condenadas a perecer".

Un autor de ficción poco fiable

Y para continuar con la entrada anterior de este blog, que reproduce un artículo de Eduardo Lago publicado en El País, vamos con esto que encuentro en el blog de Babelia, Papeles Perdidos, en donde se habla de Jonathan Franzen y de David Foster Wallace, precisamente. Franzen, se lee en la nota, que acaba de publicar Libertad (Salamandra) en España, habló con el director de The New Yorker, David Remnick, sobre la fiabilidad del narrador. Y, para sorpresa de muchos, la conclusión fue que el fallecido Foster Wallace no era precisamente de los fiables, más bien todo lo contrario.
A ver quién de los nuestros salta, indignado, por el hecho de que un autor de ficción se permita también hacer ficción en un libro supuestamente basado en hechos reales...
La nota completa en blogs.elpais.com/papeles-perdidos.

lunes, 10 de octubre de 2011

La gran novela americana


Portada de la edición en inglés de la novela aludida por Eduardo Lago.
Un buen artículo éste de Eduardo Lago para asomarse a la narrativa norteamericana contemporánea, en la que "nadie pone en duda la superioridad del cuarteto integrado por Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon" y en la que David Foster Wallace, con su novela póstuma Pálido Rey, parece reclamar el mérito de haber escrito hasta ahora la única "gran novela americana":
John William DeForest fue un escritor realista, autor de numerosos artículos, medio centenar de relatos y una novela sobre la guerra civil estadounidense. Hoy nadie recuerda su nombre ni sus escritos, ni siquiera que fue él el autor de un ensayo publicado en 1898 cuyo título (La gran novela americana) y la tesis en él defendida (que la obligación de todo novelista nacido en su país es dar cuenta de la realidad social estadounidense en toda su complejidad) estaban destinados a convertirse en una maldición de la que ningún compañero de oficio nacido después ha podido librarse. Hay dos grandes novelas anteriores a la formulación de DeForest: La letra escarlata (1850), de Nathaniel Hawthorne, y Moby-Dick (1851), de Herman Melville. Estas dos obras junto con Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) son las grandes novelas americanas del siglo XIX.
En la primera mitad del siglo XX, el canon de la gran novela americana incluye a Scott Fitzgerald, con su radiografía de la era del jazz, y el legado mítico e inmenso de William Faulkner, a los que cabe agregar el conmovedor retrato de la inmigración que es Llámalo sueño (1935), de Henry Roth, la trilogía USA (1938), de John Dos Passos, y Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck. Por lo que se refiere la segunda mitad de la centuria, y centrándonos en quienes ya han fallecido, cabe destacar las figuras formidables de Saul Bellow, John Updike y William Gaddis. La inclusión de este último, maestro confeso de Jonathan Franzen y autor de Los reconocimientos (1955), supone la inclusión en el volátil canon que venimos describiendo, un canon de decidida vocación democrática, a un autor innegablemente difícil (con una mezcla de admiración y miedo, Franzen bautizó a Gaddis como "Mister Difficult"). Entre los novelistas norteamericanos vivos nadie pone en duda la superioridad del cuarteto integrado por Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon. Extraordinariamente difícil y misterioso en grado sumo, suscribo la opinión de Harold Bloom de que Pynchon es posiblemente el mejor de todos ellos.
El debate entre la voluntad de arriesgar y la apuesta por el fácil asidero de las convenciones realistas es una constante en la historia de la novela, no sólo estadounidense. Entre los autores más recientes de aquel país, los dos nombres más representativos de esta lucha son David Foster Wallace, autor de La broma infinita (1996), ambiciosa narración de más de mil páginas que revolucionó el arte de la novela y se ha convertido en uno de los textos más influyentes de la literatura universal de las últimas décadas, y Jonathan Franzen, declarado por la revista Time (entendida aquí como un reflejo de la anónima voz del público lector) como el primer gran novelista americano del siglo XXI. Las dos últimas obras de Franzen, Las correcciones (2001) y Libertad (2010) cumplen a la perfección con el cometido de dar cuenta de la realidad social norteamericana en la década inaugural del tercer milenio. Que Libertad es una novela excelente no lo niega nadie, aunque no sea una obra maestra a la altura de las que integran el elusivo canon de la gran novela americana. Ni siquiera es la mejor novela publicada en Estados Unidos en 2010 y, de hecho, no logró alzarse con ninguno de los grandes premios, todos ellos de una limpieza indiscutible. El Nacional se lo llevó Jaimy Gordon; el Pulitzer, Paul Harding, y el de la Crítica, Jennifer Egan (ganadora a su vez del Pulitzer en 2011 con la misma obra). Todo esto dicho con ánimo de poner un poco de cordura en el delirio hagiográfico generado por la novela de Franzen.
En todo caso, el pulso mayor no lo sostuvo Franzen con quienes le arrebataron los grandes premios literarios por los que compitió, sino con su amigo David Foster Wallace, quien se suicidó sin llegar a concluir una novela en la que llevaba trabajando más de una década. Franzen y Wallace iniciaron su andadura novelística casi a la vez y al principio sus posturas eran semejantes. Los dos eran conscientes de que la verdadera obligación de todo artista es adentrarse en el vacío, tratando de dar con formas que dieran nueva vida a la novela. Wallace jamás dejó de hacerlo, mientras que Franzen, ansioso por no perder de vista al gran público, optó por fórmulas sumamente conservadoras. El proyecto de Franzen es escribir como se hacía en el siglo XIX, aclimatando a nuestros días la lección de Tolstói. El resultado es magnífico, pero carece de visión de futuro y no durará. Por el contrario, Wallace mantuvo la mirada fija en zonas más lejanas y demoniacas, y como ocurre siempre con los genios, el lector necesita tiempo para llegar a captar el resultado de su esfuerzo, pero en arte sólo perdura quien arriesga de verdad. Con ser una obra truncada, fragmentaria y de una considerable dificultad, la inacabada Pálido Rey, la obra póstuma de David Foster Wallace, es, por ahora, la única gran novela americana del siglo XXI.

jueves, 6 de octubre de 2011

El Nobel del 2011 es para Tomas Tranströmer


Tomas Tranströmer toca a Mompou en su piso de Estocolmo, ante su esposa. Foto: Àlex Garcia.
A los poetas les alegrará mucho la noticia del Nobel de Literatura 2011 anunciado recientemente para el poeta sueco Tomas Tranströmer, sobre todo a Yorch, quien encontrará en él la complicidad de un trabajo común: la rehabilitación de delincuentes juveniles. ¡Qué joder con retrasarle ese premio a Philip Roth!
La nota completa en lavanguardia.com.