viernes, 27 de abril de 2012

Autobiografías


Ni Paul Auster ni Gunter Grass salen indemnes de este artículo de la poeta colombiana Piedad Bonnett, tomado de El Espectador, que habla de las autobiografías:
Tengo un amigo que opina que las biografías les gustan sobre todo a los viejos.
Aunque estoy a punto de entrar en esta última categoría, debo decir que frecuento este género desde hace mucho, sobre todo en la que considero su versión más interesante, los libros de carácter autobiográfico. Los hay de toda naturaleza: las memorias intelectuales, que prescinden casi totalmente de datos íntimos, como Errata, de George Steiner, que ahonda con agudeza en su relación con los idiomas, sus maestros, la música, Dios, el judaísmo; los brutalmente confesionales, como El acontecimiento, libro en el que Annie Ernaux cuenta cómo se practicó un aborto en Francia, siendo muy joven, en total desamparo y corriendo todo tipo de riesgos, porque era ilegal; o los muy finos, a veces líricos, como El libro de mi madre, de Albert Cohen, o Patrimonio, de Philiph Roth, un relato conmovedor sobre los últimos días de su padre. Joya especial es Verano, donde Coetzee acude a un recurso imprevisto para pintarse a sí mismo: imagina cómo lo debieron ver algunos seres cercanos, amigos, mujeres que amó o lo amaron.
Sobra decir que casi toda literatura se nutre de datos autobiográficos. Pero en toda autobiografía hay también algo de ficción, pues la imperfecta memoria acomoda las cosas o las reinventa al seleccionar entre los innumerables hechos de una vida lo que conviene a los fines que persigue, a veces hasta llegar a la “auto-ficción”, género que se ha multiplicado en los últimos años y que imbrica hechos reales y ficticios en deliberado juego para confundir al lector.
Ahora bien: ¿qué es lo que hace que a un lector le interesen la intimidad del escritor, ciertas anécdotas de su vida, sus sentimientos más personales y entrañables? La respuesta más obvia y sencilla es que la experiencia de otro puede iluminar y ampliar nuestra propia experiencia del mundo, siempre y cuando esté expresada en un lenguaje original, agudo y conmovedor. Reflexiono sobre esto a partir de Diario de invierno, de Paul Auster, un autor con libros buenos, regulares y malos, pero universalmente traducido y con gran reconocimiento. En este texto autobiográfico, que logra por momentos conmovernos, el autor nos cuenta, entre otras cosas, qué presas se ha partido o golpeado, en qué sitios, con dirección exacta, ha vivido, cuando compró casa, dónde conoció a su mujer y sobre qué tema hizo ella su tesis de grado. Mientras lo leía recordé la pregunta que atinadamente se hace Doris Lessing en su abultada y apasionante autobiografía: ¿cuánta verdad contar? Pues ser famoso o reconocido no le da derecho a pensar a un escritor que su vida merece ser contada, o que todo lo que narra de ella debe resultarnos interesante.
No basta una escritura brillante, si expresa algo banal. Así como no basta una idea interesante si se expresa de cualquier manera. La buena prosa de Auster está puesta en su último libro al servicio de una realidad meramente anecdótica. Caso contrario es el de Grass, que para denunciar el silencio de su país frente a Israel optó sagazmente por un poema, con un doble resultado: eficaz, porque encontró la resonancia que buscaba; y atroz, porque su mediocridad panfletaria hace creer a los muchos que jamás la leen, que poesía es el ejercicio de poner ideas en versitos pendejos. Pero tanto Auster como Grass se saben grandes figuras. Y creen, desde esa convicción, que pueden hacer lo que les dé la gana. Lo que se les olvida es que los buenos lectores no perdonan.

miércoles, 25 de abril de 2012

Melancolía inútil


Hace pocos días salió de imprenta y se instaló en las librerías sampedranas Liser y Caminante mi último libro, Melancolía inútil, un libro que Bayron Benitez (diseñador de la cubierta y diagramador) y yo habíamos preparado desde principios de 2010 pero que por algunas circunstancias adversas no llegó entonces a ver la luz. Lo que sigue es el prólogo que escribí para ese libro:
De la melancolía a la inacción, en tres estaciones
Una vez una periodista de Guatemala me pidió que le hablara de mi “carrera literaria”, y le hablé, de la mejor manera que pude, de lo aventurado que resultaba llamarle “carrera literaria” a la simple acumulación de años, lecturas, tropiezos y sinsabores que se dan en alguien que, cargado de excesivo valor, se dedica al oficio de escribir en cualquier punto geográfico del llamado Tercer Mundo. Le hablé de los trabajos que se ve uno obligado a realizar para sobrevivir en ese medio casi estéril para el cultivo de las artes, mientras se andan en la cabeza nuevos proyectos literarios. Le hablé de la desconfianza que, como dice Óscar Collazos, genera quien vive al fiado, atrasado en el pago del alquiler, cansando a sus amigos con el producto de sus desvelos. Y le hablé a Flor de María Pérez –es el nombre de la periodista– de mis inicios como lector, de mi participación más adelante en un grupo literario que llegaría a publicar, después de tres años, una recopilación de los supuestos mejores poemas de sus miembros; le hablé de las interminables conversaciones con los amigos y de sus bibliotecas particulares; de uno que otro modesto premio ganado aquí y allá a lo largo de unos ocho años; y le hablé, por último, de mi primer libro de poesía publicado en noviembre de 2005 por la editorial Letra Negra de Guatemala. En suma, le hablé de una serie de eventos afortunados y desafortunados que muy poco tienen que ver con eso que podría llamarse “una carrera literaria”, pero que sí constituyen la necesaria “experiencia vital” para cualquier escritor o aprendiz de escritor.
Quizá todo eso que le dije a Flor de María podría haberse resumido en dos o tres palabras, o en unas tres frases cuando mucho, pero lo cierto es que necesitaba en ese momento justificar de alguna manera mi condición de poeta con una muestra de ese temperamento melancólico que nos caracteriza. Necesitaba decirle que en un país como
Honduras, y en una ciudad como San Pedro Sula –que es donde vivo actualmente–, que ni siquiera cuenta con una verdadera biblioteca pública, ni con librerías que ofrezcan lo último del mercado editorial, ni con un público capaz de identificar la diferencia entre una obra literaria y un manual de jardinería, no se concibe que una persona que se dedique a escribir pueda, al cabo de cierto tiempo, presumir de tener una carrera literaria.
En otra ocasión me preguntaron por mi “poética”. Era Amalia Iglesias quien preguntaba, y le dije que si acaso tenía alguna poética, esa era la poética de la inacción. “Soy un Bartleby de la poesía”, le dije, “prefiero no intentarlo más”. No sabría definir lo que en el principio fue para mí la poesía. Cuando intento recordarlo, apenas logro imaginarme como un muchacho tímido, ingenuo, melancólico, y siempre con un libro de poemas en cualquier lugar en el que me encuentre; lo que vivía, lo que percibía, lo que me ayudaba a sobrellevarlo todo, era traducido (o intentaba ser traducido) por mi subconsciente al lenguaje poético. Recuerdo que al caminar por la calle trataba siempre de pensar en imágenes y no en conceptos. ¡Vaya manía! Era como si mirara la vida a través de un filtro y no de frente; pretendía que cada uno de mis actos fuera la metáfora de algo. Así es como creo ahora que era yo cuando escribía poesía, o cuando al menos lo intentaba. Ya no escribo poesía. La poesía es para mí ahora como una de esas novias de la adolescencia que dejamos atrás pero que no podemos evitar recordar con cariño y hasta con cierta nostalgia. Únicamente eso, lo cual, supongo, debe interpretarse entre los poetas como una traición al oficio.
Intenté ser un poeta muchas veces, pero creo que nunca lo fui, o al menos nunca lo fui como yo hubiese querido serlo. Creo, como dijo alguna vez Wislawa Symborska, que para escribir poesía hay que tener un temperamento melancólico. Yo ya no creo poseer ese temperamento melancólico que me empujaba a intentar escribir poesía en el pasado. Si acaso, ésta de la inacción es mi poética. No descarto, sin embargo, recaer en la melancolía en cualquier momento.
Este libro es la versión resumida de un viaje con escalas en tres puertos. Habrá empezado todo allá por 1999, cuando tenía 19 años, con algo que llegó a titularse Morir todavía, un librito de poemas fúnebres que publicó en 2005 la editorial Letra Negra de Guatemala. “Escribe sin parar sobre aquello que te obsesione”, me había aconsejado un amigo, y como lo que me obsesionaba desde mis 19 años era la muerte, me puse a escribir sobre la muerte. ¿Habrá alguien que empiece a intentar escribir poesía y no se sienta seducido por ese tema tan trillado? En fin, de esa obsesión con el temita trillado decidí incluir en este libro unos pocos poemas.
La segunda parada de mi viaje tuvo lugar en 2006, cuando un generoso jurado calificador compuesto por mexicanos en Guatemala decidió otorgarme un premio por mi libro Las horas bajas. Todavía recuerdo lo emocionado que estaba al recibir la llamada con la noticia, y lo nervioso y ridículo que me sentía cuando los organizadores de ese premio me obligaron a meterme en un traje y desfilar por la pasarela instalada en un teatro, todo sonrisa y felicidad, algo que era contrario al espíritu del libro con el que había ganado. Apareció una edición local con mis poemas y con los textos ganadores en las ramas de cuento y teatro de ese certamen literario, y un año después la editorial de la Secretaría de Cultura, Artes y Deportes de Honduras los publicó también en su colección Premios. En este libro aparecen enteras esas horas bajas.
La tercera estación podría llamarse Réquiem, pero su nombre es algo que no importa demasiado. Hice aquí una parada prolongada durante los últimos años, y es donde sigo, entre breves rachas de melancolía inútil, todavía dudando si continuar o no el viaje, tratando de convencerme de que la Poesía es una carga que deberían llevar otros.
 
  • Algunos comentarios de la crítica literaria catracha:
“Sus trabajos revelan exigencia formal y capacidad de volcarse hacia el autoanálisis, también se percibe desazón existencial al sentirse atado por aspectos inherentes a la condición humana” (Helen Umaña).
“Poesía intensa y comprometida con la mejor tradición universal, sin suspirar por lo solemne ni rebajarse a lo trivial” (Mario Gallardo).
“Los registros de su léxico y la frescura de sus composiciones lo sitúan en un nivel que brilla con luz propia entre los creadores de su generación en Honduras” (Fausto Leonardo Henríquez).
“Leyendo Las horas bajas logramos tocar un hombre en el sentido de que, tras las palabras leídas, no hallamos una mera retórica sino la voz de una sensibilidad que, trascendiendo su espacio físico y su individualidad, abraza lo universal” (Óscar Mejía).