Hace 50 años, 5 de septiembre de 1957, se publicó On the road, novela de Jack Kerouac que para muchos se convirtió en una especie de Biblia y que ahora es un clásico de la Generación Beat. Este año la editorial Viking ha publicado el manuscrito original y deja atrás las ediciones retocadas. Literatura y experiencia vital: viajes enloquecidos, amistad, sexo, drogas, alcohol, jazz, mucho jazz, y soledad; un grito desde lo subterráneo contra el establishment. Kerouac, escritor indispensable para conocer la buena literatura norteamericana. En su décimosexta entrega en La Prensa, mimalapalabra les presenta un fragmento de En el camino.
En el camino
Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto.
Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca.
Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los Angeles.
Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México. Las cartas me interesaron porque en ellas, y de modo ingenuo y simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía. En cierta ocasión, Carlo y yo hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al extraño Dean Moriarty... Luego, llegaron noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou.
Un día yo andaba por el campus y Chad y Tim Gray me dijeron que Dean estaba en una habitación de mala muerte del Este de Harlem, el Harlem español.
Había llegado la noche antes, era la primera vez que venía a Nueva York, con su guapa y menuda Marylou; se apearon del autobús Greyhound en la calle Cincuenta y doblaron la esquina buscando un sitio donde comer y se encontraron con la cafetería de Héctor, y desde entonces la cafetería de Héctor siempre ha sido para Dean un gran símbolo de Nueva York.
Todo este tiempo Dean le decía a Marylou cosas como éstas: "Ahora, guapa, estamos en Nueva York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos Missouri y especialmente en el momento en que pasamos junto al reformatorio de Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes específicos de trabajo... y así seguía del modo en que era aquellos primeros días.
Fui a su cuchitril con varios amigos, y Dean salió a abrirnos en calzoncillos. Marylou estaba sentada en la cama; Dean había despachado al ocupante del apartamento a la cocina, probablemente a hacer café, mientras él se había dedicado a sus asuntos amorosos, pues el sexo era para él la única cosa sagrada e importante de la vida, aunque tenía que sudar y maldecir para ganarse la vida y todo lo demás.
Se notaba eso en el modo en que movía la cabeza, siempre con la mirada baja, asintiendo, como un joven boxeador recibiendo instrucciones, para que uno creyera que escuchaba cada una de las palabras, soltando miles de «Síes» y «De acuerdos.»
Mi primera impresión de Dean fue la de un Gene Autry joven —buen tipo, escurrido de caderas, ojos azules, auténtico acento de Oklahoma—, un héroe con grandes patillas del nevado Oeste, de hecho, había estado trabajando en un rancho, el de Ed Wall, en Colorado, justo antes de casarse con Marylou y venir al Este. Marylou era una rubia bastante guapa con muchos rizos parecidos a un mar de oro; estaba sentada allí, en el borde de la cama con las manos colgando en el regazo y los grandes ojos campesinos azules abiertos de par en par, porque estaba en una maldita habitación gris de Nueva York de aquellas de las que había oído hablar en el Oeste y esperaba como una de las mujeres surrealistas delgadas y alargadas de Modigliani en un sitio muy serio. Pero, aparte de ser una chica físicamente agradable y menuda, era completamente idiota y capaz de hacer cosas horribles. Esa misma noche todos bebimos cerveza, echamos pulsos y hablamos hasta el amanecer, y por la mañana, mientras seguíamos sentados tontamente fumándonos las colillas de los ceniceros a la luz grisácea de un día sombrío, Dean se levantó nervioso, se paseó pensando, y decidió que lo que había que hacer era que Marylou preparara el desayuno y barriera el suelo.
—En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o cristalización de nuestros planes.
Entonces yo me largué.
Durante la semana siguiente, comunicó a Chad King que tenía absoluta necesidad de que le enseñase a escribir; Chad dijo que el escritor era yo y que se dirigiera a mí en busca de consejo.
Entretanto, Dean había conseguido trabajo en un aparcamiento, se había peleado con Marylou en su apartamento de Hoboken —Dios sabe por qué fueron allí—, y ella se puso tan furiosa y se mostró tan profundamente vengativa que denunció a la policía una cosa totalmente falsa, inventada, histérica y loca, y Dean tuvo que largarse de Hoboken. Así que no tenía sitio adónde ir. Fue directamente a Paterson, Nueva Jersey, donde yo vivía con mi tía, y una noche mientras estudiaba llamaron a la puerta y allí estaba Dean, haciendo reverencias, frotando obsequiosamente los pies en la penumbra del vestibulo, y diciendo:
—Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a escribir.
—¿Dónde está Marylou? —le pregunté, y Dean dijo que al parecer Marylou había reunido unos cuantos dólares y había regresado a Denver.
—¡La muy puta!
Entonces salimos a tomar unas cervezas porque no podíamos hablar a gusto delante de mi tía, que estaba sentada en la sala de estar leyendo su periódico.
En el bar le dije a Dean:
—No digas tonterías, hombre, sé perfectamente que no has venido a verme exclusivamente porque quieras ser escritor, y además lo único que sé de eso es que hay que dedicarse a ello con la energía de un adicto a las anfetas.
Y él dijo:
—Sí, claro, sé perfectamente lo que quieres decir y de hecho me han pasado todas esas cosas, pero el asunto es que quiero comprender los factores en los que uno debe apoyarse en la dicotomía de Schopenhauer para conseguir una realización interior... —y siguió así con cosas de las que yo no entendía nada y él mucho menos [...].
No se olvide, sin embargo, que no era tan ingenuo para sus otros asuntos y que sólo necesitó unos pocos meses con Carlo Marx para estar completamente in en lo que se refiere a los términos y la jerga. En cualquier caso, nos entendimos mutuamente en otros planos de la locura, y accedí a que se quedara en mi casa hasta que encontrase trabajo, además de acordar que iríamos juntos al Oeste algún día. Esto era en el invierno de 1947.
Una noche que cenaba en mi casa —ya había conseguido trabajo en el aparcamiento de Nueva York— se inclinó por encima de mi hombro mientras yo estaba escribiendo a máquina a toda velocidad y dijo:
—Vamos, hombre, aquellas chicas no pueden esperar, termina en seguida.
—Es sólo un minuto —dije—. Estaré contigo en cuanto termine este capítulo —y es que era uno de los mejores capítulos del libro.
Después me vestí y volamos hacia Nueva York para reunimos con las chicas. Mientras íbamos en el autobús por el extraño vacío fosforescente del túnel Lincoln nos inclinábamos uno sobre el otro moviendo las manos y gritando y hablando excitadamente, y yo estaba empezando a estar picado por el mismo bicho que picaba a Dean. Era simplemente un tipo al que la vida excitaba terriblemente, y aunque era un delincuente, sólo lo era porque quería vivir intensamente y conocer gente que de otro modo no le habría hecho caso. Me estaba exprimiendo a fondo y yo lo sabía (alojamiento y comida y «cómo escribir», etc.) y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la base de nuestra relación), pero no me importaba y nos entendíamos bien: nada de molestarnos, nada de necesitarnos; andábamos de puntillas uno alrededor del otro como unos nuevos amigos entrañables. Empecé a aprender de él tanto como él probablemente aprendió de mí. En lo que respecta a mi trabajo decía:
—Sigue, todo lo que haces es bueno.
Miraba por encima del hombro cuando escribía relatos gritando: —¡Sí! ¡Eso es! ¡Vaya! ¡Fuuu! —y secándose la cara con el pañuelo añadía—: ¡Muy bien, hombre! ¡Hay tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cuánto se necesita, incluso para empezar a dar cuenta de todo sin los frenos distorsionadores y los cuelgues como esas inhibiciones literarias y los miedos gramaticales...
—Eso es, hombre, ahora estás hablando acertadamente —y vi algo así como un resplandor sagrado brillando entre sus visiones y su excitación. Unas visiones que describía de modo tan torrencial que los pasajeros del autobús se volvían para mirar «al histérico aquel». En el Oeste había pasado una tercera parte de su vida en los billares, otra tercera parte en la cárcel, y la otra tercera en la biblioteca pública [...]
Jean-Louis Lebris de Kerouac nació en Lowell, Massachussets, el 12 de marzo de 1922. En la adolescencia destacó como deportista, pero una lesión y la pelea con su entrenador en la Universidad de Columbia minaron una prometedora carrera en el fútbol americano. Lo expulsaron del ejército por demencia precoz y se enroló en la marina mercante. Luego se instaló en la Nueva York e hizo amistad con Allen Ginsberg, Neal Cassady y Williams Borroughs. La cirrosis lo condujo al otro lado del camino el 21 de octubre de 1969, cuando aún no había cumplido los 48 años.