sábado, 8 de marzo de 2008

A la sombra de los árboles de mango

La que sigue es una reseña del libro Figuras de agradable demencia, de Roberto Castillo, escrita por uno de los críticos que más y mejor conoce su obra. Fue publicada una sola vez el 25 de mayo de 1985 en el entonces suplemento cultural de diario "Tiempo" dirigido por Roberto Sosa cuyo nombre era "El ciempiés cojo".
Hernán Antonio Bermúdez
“No seguían hacia el centro, sino que agarraban por las calles laterales donde la penumbra que caía de los árboles de mango, las risas y las pláticas que siempre llevaban con ellas, la frescura de sus rostros y el calor de sus cuerpos las convertían en fantasmas graciosos que le daban una vida extraña a la ciudad calurosa”.
Con la publicación de su tercer libro en menos de cinco años, Roberto Castillo muestra que ha logrado imponerse una disciplina de trabajo, fenómeno más bien escaso en la literatura hondureña. Cualquier lector que haya seguido de cerca la producción del autor de El corneta (1981) y se haya dejado cautivar por sus textos, encontrará en Figuras de agradable demencia material apetecible que amplía y enriquece el universo narrativo iniciado en Subida al cielo y otros cuentos (1980).
En efecto, en los relatos agrupados en su obra más reciente Roberto Castillo afina sus obsesiones temáticas, se alimenta de sus ficciones anteriores y correlaciona los elementos de unas y otras de modo tal que todos sus trabajos constituyen un tejido de fijaciones y líneas recurrentes.
Así, en la trama de Figuras de agradable demencia vuelven a despuntar tópicos ya trajinados como el sexo, los sueños, los ambientes de burdel y cantina, la demonología, los arrebatos místicos, acompañados de los correspondientes curas, militares, orates y prostitutas. Existen cuentos que comienzan con una historia específica y, a la postre, se desbocan en ramificaciones que van más allá del relato mismo. A veces se establece un contrapunto entre lo personal y lo distanciado, y el narrador se incluye en –y se aleja de- la fábula como si pudiese entrar y salir a su antojo.
Hay asimismo una búsqueda por darle caza a giros casi que exclusivos de la palabra hablada, sobre todo de expresiones típicamente juveniles y/o rurales.
El encanto literario de este libro proviene de la densidad del provincianismo, del desciframiento de la épica local. A ello se le suma el talento para crear un mundo imaginario, propio de quien sabe captar la veta de maravilla que a menudo se desprende de las cosas más domésticas. Estas facultades perceptivas de Castillo van acompañadas de una notable soltura expresiva, visible en la agilidad del ritmo y en la limpidez de la frase. El hilo argumental fluye diestramente, y las inflexiones de la prosa discurren con el tono desenfadado de la conversación. Aquí los recursos del lenguaje oral (sobre todo de la procacidad sin límite) se integran con naturalidad en el torrente verbal de la obra.
Ajeno a cualquier especie de introspección, el único temple subjetivo que se permite el autor es la saeva indignatio del satírico, y la actitud de empatía con la materia narrada se halla mediatizada por una distancia crítica. Resulta claro que buena parte de Figuras de agradable demencia alude a alguna gestión vivencial que ejerció en el cuentista un efecto perdurable. La intensidad de esas experiencias le condujo a emprender una elaboración literaria capaz de ajustar cuentas con las intrigas de la memoria y, por supuesto, de verbalizarlas. En tal sentido, el libro no puede evitar un cierto aire de bildungsroman colmado de material autobiográfico, de fragmentos de lo que Pavese llamaba la “mitología privada” del autor.
Al margen del afán escolástico de inventariar los ecos de otros narradores en la obra creativa de Castillo, es preciso señalar la impronta vargasjoyceana, o sea, su coincidencia con escritores que han trabajado el tema de la infancia y de la adolescencia. Al lado del Vargas Llosa de La ciudad y los perros y de Los cachorros estarían Alfredo Bryce Echenique, José Agustín, Gustavo Sáinz y, de manera especial, el colombiano Andrés Caicedo. Pues qué duda cabe de que en “El atarantado” (el relato de mayor extensión y eje central de este libro) hay extraordinarias similitudes con las voces de aquellos jóvenes de la ciudad de Cali que Caicedo supo recoger fervorosamente en sus narraciones.
El protagonista de “El atarantado” es un alumno a primera vista distraído y displicente, que “aprendió desde el principio todas las mañas que deben manejarse en un colegio de curas” (p. 91) y que, tras su aspecto bobalicón, posee una respetable capacidad de inmunización frente al medio circundante. Así, sale indemne no sólo de las mortificaciones de sus condiscípulos sino de los rigores de los “retiros espirituales” promovidos por las autoridades escolares. A través de su pasión por el ciclismo conoce a las pica-hielo (1), cuya aparición, “febril e inesperada” (p. 126), conmueve al alumnado (2), y con la mayor de las cuales, la Ana Julia, conocerá el sexo por primera vez. Otro personaje es Jimmy, un compañero de clase, reincidente seductor de meseras que, tras las secuelas expiatorias del “retiro espiritual”, experimenta un sueño-pesadilla (3) que se troca en un delirante descenso a los infiernos de la zona roja. La travesía onírica de Jimmy le induce al desenfreno y a la temible concupiscencia execrada por el padre Almeida. La escena del strip-tease (4) a la que asiste allí el estudiante es uno de los episodios de mayor humor de la obra y representa un detonante cultural sin paralelo en la narrativa hondureña.
Tales lances carnales enriquecen este fresco, cómico y a la vez certero, sobre los jóvenes de cierta extracción social de mediados de la década del 60, cuando aún no se fumaba marihuana ni se comían hongos, porque “en ese tiempo a nadie le había pegado por andar en esas ondas”. (p.101). Castillo describe los aturdimientos, hábitos y motivaciones que animan a esa juventud situada y fechada (de ahí la conexión histórica de lo narrado). Se trata de una generación que, en ese entonces, no llegó a politizarse ni conoció las acechanzas de la contracultura ni padeció desgarramientos de tipo alguno. Pareció darse por satisfecha con los deportes, el alcohol y, por supuesto, el desfogue sexual. “El atarantado” deriva en una crónica entrañable de quienes arribaron a la pubertad en los años 63-67, dentro de un ámbito semiurbano.
En efecto, estos colegiales deambulan en la misma ciudad donde se escenificó la saga de “Anita, la cazadoras de insectos”, la cual no es otra que la “capital industrial” del país, cuyo rastro (el boulevard, el casino, los árboles de mango) es reconocible en ambos relatos. El autor se resiste, empero, a llamarla por su nombre. Ahora bien, si en “Anita” subsistía alguna ambigüedad y era dable evitar nombrarla, en “El atarantado” las señas proliferan (el Merendón, el Jardín Acuático, El Cumajón, El Hotel Sula, etc.), y tal silencio deviene no solamente insostenible sino inexplicable. Es, pues, esa ciudad calurosa, oxigenada por la nostalgia, la que sirve de marco para evocar el paso de la edad desde un perspectiva adolescente, que aquí equivale a una mezcla de humor con cierta amargura, de curiosidad y desarraigo, de calidez y desencanto.
Veamos ahora, muy someramente, los cuentos que de alguna manera, se remontan a etapas anteriores. Para el caso, los muchachos de “Después del Iscariote” y de “La laguna” pertenecen al linaje de Tivo, el célebre protagonista de El corneta: trátase de una picaresca de tesitura rural, proyectada sobre el fondo de atraso y carencias imperante en el campo. “La laguna” que, como se sabe, mereció el premio Plural de narrativa en México a principios de año (5), posee una estructura acabada y relata las andanzas de tres pilluelos de un caserío que no sólo tendrá que lidiar con una hambruna (6) sino que sus pobladores serán exterminados (presumiblemente en masa) por el fuego de helicópteros artillados. La asociación retrospectiva con los campesinos baleados de Subida al cielo es inevitable, nada más que si en ese cuento la idea en juego era la ascensión, en el caso que nos ocupa los proyectiles descienden del cielo. Pese a las notas de humor agreste, “La laguna” gira sobre un motivo más bien patético, para nada divertido, y, sin embargo, no contiene ni una hebra de sentimentalismo (salvo el final, donde se efectúa otra inversión de trayectorias: si en Yoro la lluvia de peces se precipita, según se dice, desde el cielo, aquí los “tinguros” brotarán, un tanto mesiánicamente, del suelo).
La estructura del “El loco divino” en cambio, se resiente con la irrupción del gurrumino que, de narrador de los extravíos de don Juan Diego, pasa a contar sus propias hazañas como agente policial. “Desaparecido” en el último tramo del cuento, don Juan Diego reaparecerá, diríase en desquite, en “El inventor”, en tránsito, eso sí, hacia su definitiva demonización. Las turbas no del todo divinas (“pícaros, demonios, gallinas, ángeles”) que acompañan al loco divino forman también el cortejo de los sueños provocados por la máquina de Carlitos, el inventor. Tal combustión de diablos y sueños tiene sus raíces en “Genoveva”, cuyo protagonista era una versión femenina, lealmente beatífica, de don Juan Diego. Para acabar con las transmigraciones, Chico, personaje de “después del Iscariote”, formaba parte del elenco del “El ángel” (en Subida al cielo…), y en ambos relatos, empapados de la misma atmósfera religiosa, el narrador participa en la acción narrativa. Esa atmósfera da lugar aquí a un incidente político (el enfrentamiento entre el padre Manuel y doña Erlinda), cuyo bosquejo, breve e incisivo, constituye uno de los mejores aciertos del libro.
Con todo, confieso que el texto que más me gusta es el que le da nombre a la obra. Allí, en “Figuras…”, se delinea, con pericia estilística, un delicioso ambiente decadente (pero no por ello menos provinciano). Está escrito en plan de regodearse con el tema, como si el autor jugara con sus propias filias y fobias. La construcción de la escala jerárquica de lenguas escorpías y viperinas, presidida por los supremos oficiantes de la chismografía y perfidia, Lengua Santa y Tapatranca, es un logro contundente de la escritura de Castillo.
Pocos libros de la narrativa hondureña están dotados de la consistencia y brillantez de éste. Su libertad expresiva, su tono desinhibido y, con frecuencia, abiertamente divertido, su vitalidad en suma, han de ejercer un impacto decisivo sobre los nuevos escritores del país. Por su parte, el lector que sepa apreciar la apropiación del idioma exacto de la vida diaria y las revelaciones que ello trae consigo, presentes en Figuras de agradable demencia, esperará con impaciencia a que Roberto Castillo, como Carlitos el inventor, tome su cuaderno de notas, se ponga a escribir las observaciones del día y haga tronar de nuevo (las teclas de) su máquina.
Nueva York, 14 de abril del 1985.
Notas
  1. Las pica-hielo ya habían sido mencionadas en “Anita, la cazadora de insectos” (el texto más memorable de Subida al cielo y otros cuentos), sólo que en contraplano, del otro lado de la fiesta. También se asoman, de refilón, al final de “Tatareto”, ese aperitivo para la lectura de “El atarantado”.
  2. “Con frecuencia las habían visto rondando por el colegio. Llegaban a ciertas horas y compraban raspados en el portón de la entrada; y cuando había juego se quedaban detrás de la verja, colgadas como monos, en vestido o en shorts, enseñando las pantorrillas. Al poco tiempo ya se acercaban en bicicleta y en cada descuido del guachimán se colocaban hasta el patio. Se dejaban venir las tres bicicletas y ¡fuuuuuuum!, pasaban de un solo para adentro”. (p. 126).
  3. Los sueños habían formado parte no despreciable de “Genoveva” y de “Selene y los espejos” de Subida al cielo y otros cuentos. Es más, tanto Genoveva y Selene como Jimmy en cierto momento sueñan lo mismo: caminar como fantasmas por la calle, invisibles ante los ojos ajenos.
  4. El strip-tease es otra de las recurrencias ya abordada por Castillo en su primer libro (cf. “Blanca navidad” y, de soslayo, “La muerte literal”).
  5. Este hecho, sumado a la adjudicación del premio Plural de poesía al trabajo de otro hondureño, José González, marca el mayor reconocimiento internacional de nuestra literatura desde que, en 1971, Roberto Sosa ganara el premio Casa de las Américas.
  6. Para alusiones previas a la hambruna véase “Viaje” (en Subida al cielo…).

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