Por Giovanni Rodríguez
“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”, dice Albert Camus en uno de sus ensayos del libro El mito de Sísifo. Si bien Camus, desde la posición de un observador acucioso, situaba el suicidio en la categoría de “problema filosófico”, para los que representan el objeto de su indagación –los suicidas- probablemente el asunto sea algo menos metafísico, más simple.
La mayoría de quienes han estudiado este fenómeno coinciden en que un suicida no es alguien que se niegue a la voluntad de vivir sino que, por el contrario, en el momento previo a la muerte, confirma categóricamente esa voluntad. ¿Por qué? Pues porque el individuo llega a ese momento convencido de que es mejor abandonar el barco que mantenerse en él en medio de una tempestad y sin posibilidades de distinguir tierra a lo lejos. La vida, si no es como la deseamos, no es una vida buena, y si además está llena de reveses diarios y no da muestras de cambio, ni siquiera es vida.
Es obvio que los tiempos han cambiado, que ya para los escritores contemporáneos ni la vida es un fastidio ni el suicidio es un deber. Hay que buscar otros motivos para mitificar ahora a los escritores, y generalmente es la gran maquinaria de las editoriales la que se encarga de hacerlo, y no tanto los lectores, que era quienes lo hacían antes, cuando a los escritores la idea del suicidio los seducía obsesivamente, ya fuera para instaurar su propio mito o porque de verdad en su época no se sentían lo suficientemente cómodos como para empeñarse en seguir viviendo.
La semana pasada murió David Foster Wallace, un escritor norteamericano todavía joven (46 años) pero con una obra que, al parecer, ya lo había acreditado como una de las voces más importantes de la más reciente generación de escritores estadounidenses. “Suicidio”, dicen las necrológicas en los periódicos, y dan cuenta de la vida y obra de Foster Wallace, como si de una vuelta de página se tratara, como si fuera absolutamente normal que él, por ser escritor, por ser artista, se haya suicidado.
Es extraño –reflexiono en este momento- porque es la primera vez, en mi vida conciente como lector, que se suicida un escritor situado en la órbita de mis posibles lecturas actuales, un escritor contemporáneo.
No he leído aún la obra de David Foster Wallace, y si hablo de él en este texto no es por una especial admiración que le tenga sino solamente porque me ha sorprendido leer en los periódicos la noticia de su suicidio, como si no esperara yo que el tema de la muerte por propia mano entre los escritores pudiera reeditarse ahora, después de que lo hicieran Cesare Pavese (1950), Ernest Hemingway (1962), Alejandra Pizarnik (1972) o Reinaldo Arenas (1990), para citar sólo algunos de los que he leído.
¿Cobrará la obra de David Foster Wallace una atención mayor que la que tenía hasta este momento? Probablemente sí. Probablemente los agentes de Random House Mondadori, la editorial que le publicaba, estén ya hurgando entre sus papeles para ver si descubren textos inéditos. Probablemente muchos empecemos pronto a leerlo. Quizá en sus libros encontremos las huellas de su pasado y las señales de lo que, por estos días de crisis financiera y bancos en quiebra en Estados Unidos, habría de hacer para decir adiós a todo.
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