Fotograma de la película Andrei Rublev, de Tarkovski
Por Dennis Arita
Un monje cuya vocación es pintar iconos para exaltar la fe cristiana vaga por la violenta Rusia medieval en busca de temas para sus cuadros y en el trayecto intuye que Dios ha abandonado a sus criaturas: es testigo de saqueos, profanaciones, desolación y muerte. Un muchacho sin experiencia ni vocación se hace pasar por un curtido forjador y recibe del emperador el encargo de fundir la inmensa campana de la iglesia que será el emblema de su imperio.
Estas dos historias -la del monje que viaja hacia la incredulidad y la del mozalbete que cree demasiado en sí mismo- forman la médula argumental de una película de 1966, Andrei Rublev, dirigida por el ruso Andrei Tarkovski.
Es sabido que dos elementos suelen distinguir a una obra cinematográfica: el interés que provoca el relato que nos cuenta y el poder de sus imágenes. El relato en Andrei Rublev no deja de ser interesante aunque Tarkovski, que también escribió el guión, se deja llevar por su conocida tendencia a la disgregación onírica y nos cuenta una historia que se parte en largos episodios, de brillante técnica y magnífica puesta en escena. De hecho, cada sección tiene su propio título, "El juglar", "Teófanes el griego", "La fiesta", "El juicio final", "El asedio", "La caridad", "La campana", como para mostrar o justificar la naturaleza episódica del filme.
Otra cosa son las imágenes. Filmada en un blanco y negro que sólo cede su lugar a los colores al final de la película, cuando la cámara de Tarkovski recorre amorosamente los iconos de Rublev, cada sombra y cada destello es importante y hermoso. Dos secuencias me vienen a la mente de inmediato. Aquella en que la cámara registra el movimiento de las ramas y de la maleza mecidas por la tormenta cuando Rublev se encuentra con otro monje en una encrucijada y otra en que contemplamos las antorchas clavadas en canoas, cuyo fuego se refleja y tiembla en las negras aguas de un río. Y aún otra: la bandada de gansos que vuela sobre los vestigios de una ciudad en llamas, saqueada por hordas de mongoles.
En Andrei Rublev, sin embargo, lo más importante es la fe. Ignoro si Tarkovski fue creyente o no y tal vez eso interese menos que el poderío de sus imágenes. En el desenlace del filme, el muchacho inexperto que se ha arriesgado a ser ejecutado si no satisface las exigencias del emperador se echa a llorar en brazos del monje Rublev cuando de su campana salen sonidos dulces y puros que cautivan al pueblo y a la comitiva imperial.
Nada más poderosamente religioso que este encuentro: el del hombre que salió al mundo en busca de la fe y el muchacho que viajó hacia sí mismo para encontrarla.
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