Fig. 2: Pablo Zelaya Sierra. La muchacha del huacal. 1932. Oleo sobre lienzo, 94.6 x 80.3 cm
Por Gustavo Larach
La recepción del trabajo de Zelaya Sierra en Europa
En 1922, León Pacheco, un intelectual costarricense que estudiaba en La Sorbona durante la década de 1920, vio las pinturas de Zelaya en una exhibición en París y expresó mucha admiración por sus habilidades. León Pacheco vio a Zelaya como alguien que buscaba libertad dentro del desarrollo estético (López & Becerra, Pablo Zelaya Sierra: vida y trayectoria artística, 1991, p. 23). Es muy probable que a Zelaya le hayan agradado los comentarios que el crítico Abel Romero Castillo hiciera de su trabajo, luego de observarlo en una exhibición individual realizada en el Salón Heraldo de Madrid en 1929. Romero Castillo exaltó a Zelaya por vaciar sobre el lienzo, al regresar al estudio, las sensaciones que recolectaba en la cuenca española. El crítico describió el método de Zelaya como el proceso de reunir, colocar y ordenar dichas sensaciones sobre la superficie del lienzo (López & Becerra, Pablo Zelaya Sierra: vida y trayectoria artística, 1991, pp. 24-25).
Zelaya decidió regresar a Honduras en 1932, y en febrero de ese año realizó su última exhibición en Europa, en el Ateneo de Madrid. Los trabajos más aclamados en esta muestra fueron aquellos que, como La mujer y el niño, mostraban mujeres nativas en un ambiente rural. Otras dos pinturas con temática similar que se incluyeron en la exhibición fueron Campesinas (Figura 1), también conocida como Dos muchachas, y La muchacha del huacal (Figura 2). El prominente crítico español Gil Fillol subrayó el carácter precolombino de estos trabajos: “El carácter americano—precolombino, mejor dicho—tan patente en “Dos muchachas”, “Muchacha del guacal”, “La aldea”, “Mujer y niño”, etc., es matiz de sensibilidad del que, a mi juicio, [el artista] no debe desprenderse, cualquiera que sea su orientación definitiva” (Gil Fillol, citado en López & Becerra, Pablo Zelaya Sierra: vida y trayectoria artística, 1991, pág. 25).
A inicios de 1927, el filósofo peruano José Carlos Mariátegui escribía en defensa del indigenismo, una corriente vigente en la literatura latinoamericana de aquel momento, y que Mariátegui comparaba con el mujikismo ruso, una tendencia literaria que portó las semillas espirituales para la eventual socialización de la tierra iniciada por la Revolución Bolchevique. En aquel momento Mariátegui escribió: “El problema indígena tan presente en la política, la economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y el arte” (Mariátegui, 1976, pág. 32). Mariátegui encontraba un valor cosmopolita en el indigenismo, ya que diferentes autores de distintos países latinoamericanos podrían interpretar a su propia gente a través de su práctica literaria o artística. Al mismo tiempo, el filósofo advertía en su texto contra la práctica de cierto exoticismo, síntoma de decadencia en la cultura europea, según Mariátegui. Una de las formas de practicar este exoticismo era exigir a los artistas americanos que visitaban Europa que trabajasen temas nativos (Mariátegui, 1976, pág. 33).
A finales de la década de 1920, Mariátegui percibió que la nacionalidad peruana se encontraba aún en proceso de formación: “Se conviene, unánimemente, en que no hemos alcanzado aún un grado elemental siquiera de fusión de los elementos raciales que conviven en nuestro suelo y que componen nuestra población” (Mariátegui, 1976, pág. 34); lo mismo podía decirse no solamente de Honduras sino de muchos países latinoamericanos. En el mismo párrafo, Mariátegui argumentaba que la tierra indigeniza al mestizo, quien es absorbido por el espíritu indígena, mientras que en los centros urbanos la predominancia de lo colonial extiende la presencia del espíritu heredado de España. Según Mariátegui, lo que le da al nativo peruano, y por extensión a los nativos de América, el derecho a ser el elemento principal de la conciencia literaria y artística de su nación es el contraste y conflicto entre su predominancia sobre la tierra y su servidumbre social y económica (Mariátegui, 1976, pág. 36).
La recepción positiva de las pinturas de Zelaya de 1932 en Madrid fue sintomática, ya que pinturas como Campesinas y La muchacha del huacal presentan un mundo idílico, una utopía de perfecta dicha rural. En una pintura como Campesinas, no percibimos la extensiva labor significada por las imágenes de Cândido Portinari, por no decir la cruel explotación de las poblaciones nativas plasmada por un artista como Eduardo Kingman. El mundo gestado en estas imágenes de Zelaya se encuentra lejos de la atmósfera sombría y de sufrimiento vista en el trabajo de David Alfaro Siqueiros u Oswaldo Guayasamín, quienes tan crudamente representaron las condiciones devastadoras sufridas por las poblaciones indígenas.
En el primer plano de Campesinas, dos mujeres mestizas intercambian miradas alegremente, se detienen al borde de un pozo natural y sostienen las vasijas de barro en las que cargan el agua que se encuentra disponible en la naturaleza. Un niño observa distraídamente su reflejo sobre la superficie del agua. La escena toma un carácter más bien lúdico. Las figuras femeninas son robustas y muestran satisfacción, las formas de la imagen son rítmicas y armoniosas, y la labor se percibe solamente en la distancia, dependiendo más del buey que tira del arado que del hombre que lo sostiene.
La figura femenina de La muchacha del huacal es enorme en relación a los elementos que se observan en el fondo próximo, y la vasija de barro a su lado es también monumental. En su mano derecha sostiene un huacal, pero no realiza con él ninguna acción. La figura está absorta en sus pensamientos, en su propio mundo, y no tiene conciencia del espectador, quien tal vez mira la imagen para echar un vistazo a los elementos que constituyen su mundo: ella, la mujer nativa o mestiza en el centro y la fuente justo frente a ella; vegetación, colinas, animales, otra gente a su alrededor y, en el fondo, la casa.
Mientras Zelaya, como hubiera gustado a Mariátegui, colocó a un nativo, una mujer en este caso, en el centro del mundo que construyó con pintura, este mundo excluye muchos de los aspectos que constituyen la realidad de los indígenas. Las aclamadas pinturas que Zelaya exhibió en 1932 no representaban con fidelidad al nativo hondureño, y creaban una imagen de Honduras moldeada más por el deseo y el anhelo que por un reconocimiento de su realidad profunda. Estas pinturas constituyen una visión idealizada de la vida rural, distante de las privaciones y adversidades que enfrentan los hondureños que se mantienen cerca de la tierra y la trabajan por su fruto, quienes constituyen la gran mayoría de la población del país. Zelaya, quien provenía de la esfera rural, había estado distanciado por doce años de la tierra que no había podido ofrecerle la oportunidad de realizarse como artista.
Traducción: Adalberto Toledo y Gustavo Larach
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