Por Enrique Vila-Matas
1- Las densas brumas de la calle, de madrugada, no han logrado llegar hasta donde me encuentro: leyendo en el confortable cuarto del Morgans Hotel. Sospecho un mundo tan infernal afuera que si ahora un cuervo negro golpeara los cristales, ni me inmutaría. Aun así, me acompañan ciertos temores cuando finalmente me aventuro a mirar a la calle. Voy despacio hacia la ventana y miro. Contemplo divertido la tan amenazante oscuridad. Pero, de pronto, en el rascacielos de enfrente se cierra el ala de una ventana, como si Nosferatu se envolviera en su capa en pleno Manhattan. Enarco una ceja y vuelvo al interior del interior del cuarto, regreso a la lectura del libro de Murakami. En la novela japonesa, hay una mujer llamada Mari, que en un bar interrumpe la lectura y se queda mirando hacia fuera y por la ventana ve, a sus pies, una calle concurrida. Me alegro de estar quieto, sin saber si voy a una parte u otra, tan sólo siguiendo los pasos de esa mujer.
Ahora Mari, que ha perdido el último tren de vuelta a casa, ha cambiado de lugar y está en el lavabo de la discoteca Skylark, donde le han dicho que puede pasar la noche. Por los altavoces del techo suenan los Pet Shop Boys. Mari se lava las manos y de vez en cuando alza la mirada y observa su rostro reflejado en el espejo. Cierra el grifo y se inspecciona los dedos de la mano. Los lleva pegajosos y actúa como si temiera haber perdido alguno. Luego aproxima su rostro al espejo. Se mordisquea los labios. Y de modo simultáneo la Mari del espejo también se los mordisquea. Se cuelga el bolso al hombro, sale del lavabo. La puerta se cierra. Nuestra mirada convertida en cámara permanece unos instantes en el lavabo. Ya no hay nadie. Sólo la música sonando por los altavoces del techo. Una melodía de Hall&Oates. Al mirar con atención, descubrimos que en el espejo todavía se refleja la imagen de Mari. Y la Mari del espejo está mirando hacia nosotros desde el otro lado. Con expresión grave. Pero a este lado no hay nadie. Sólo la imagen de Mari que permanece en el espejo.
No me altero ni medio segundo. La escena de Mari y el espejo me hace pensar en ese amigo al que le preguntábamos qué veía cuando se abismaba tanto. -Nada -nos decía-, sólo la realidad que nos mira.
Miro la realidad que me mira en este cuarto del Morgans, y trato de pensar en otra cosa. Pero acabo no quitando la vista del libro, por miedo a descubrir que algo haya podido modificar los dedos de mi mano izquierda, la única que tengo libre, porque la derecha sostiene a duras penas la japonesa novela.
2- Mari en su espejo del Skylark me recuerda el oscuro mal que se instaló en mi mano derecha cuando leí el primer cuento de Felisberto Hernández. Percibo evidentes puntos en común entre el mundo de Murakami y el de Felisberto, aunque es difícil que el japonés haya ni siquiera oído hablar del gran escritor uruguayo, cuyos cuentos en su momento fueron dejando en mí una sensación de raro extrañamiento, que se fue traduciendo en una modificación de los hábitos a través de los cuales contemplaba la realidad, o, mejor dicho, era observado por ella. Y no estoy hablando sólo de las modificaciones en mi mano derecha, que ya no volvió a ser la misma después de aquel libro de Felisberto, sino de la impresión que me quedó para siempre de que no se podía leer a este autor sin correr ciertos riesgos. Porque con él uno pasaba a ser observado por mundos quietos con vida propia. Murakami no es más que un involuntario sucesor de Felisberto en la creación de ese mundo de la realidad que nos mira.
En un genial cuento del uruguayo, "El balcón", una mujer se enamora de una especie de mirador en el que se pasa la vida imaginando historias sobre los transeúntes que ve a través de los cristales. Un día, el balcón se cae, pero lo que el lector percibe es que el balcón no se ha caído, sino que se ha suicidado porque la mujer le ha sido infiel con un hombre. O sea que era el balcón el que la observaba a ella. La literatura de Felisberto nos sitúa en muchas ocasiones al borde de un misterio perturbador. No conozco la vida de Murakami y ni tan siquiera si conserva los cinco dedos en cada mano, sólo sé que la vida de Felisberto fue desgraciada; persiguió el reconocimiento como escritor y no lo obtuvo y, sin embargo, vivió de los dedos de sus manos: fue compositor, pianista de cine y de cafetín, y dio conciertos en salones elegantes y casinos de mala muerte. Las notas de este artista compusieron un espacio fantasmal de ficciones, de espejos y balcones que capturan las imágenes y desde ellas observan la realidad. Se casó cuatro veces, pero siempre acababa regresando a la casa de su madre. Parece que no fue feliz un solo día de su vida, pero inventó un sistema taquigráfico que le sirvió para escribir más deprisa en los últimos años. Ya sólo por haber inventado ese método de lo fulminante, Felisberto habría pasado a la historia, pero es que, además, fue un cuentista excepcional, que controlaba muy bien la locura en sus relatos de premeditada, cabal rareza.
Siguen las densas brumas de la calle sin llegar adonde estoy tan perfectamente acomodado, mientras me acuerdo de Felisberto, que decía que la metáfora era un vehículo burgués, confortable, que iba a muchos lados, pero que antes, eso sí, teníamos que decirle siempre al conductor adonde íbamos, concretar el sitio, porque si le decíamos que queríamos ir a lo incognoscible sabía dónde llevarnos: al manicomio.
Tomado de ELPAIS.com
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