Está por aparecer Lengua adversa, el último libro de poesía de Rigoberto Paredes, del que conocemos algunos poemas publicados en la ya extinta sección literaria "Orbis" de El Heraldo. El prólogo del libro fue escrito por un viejo conocido nuestro hace más de un año, cuando aún vivía en Quito. Ahora vive en Bogotá y desde allá nos envía la primicia.
Hernán Antonio Bermúdez
“Darío te daría unas profanas prosas
y Neruda esa cursi canción desesperada”.
(de “Lapsus”)
“Muerdo por vos, el polvo,/trago mi lengua adversa,/rumio estas cenizas./ Marcho a mi soledad,/madre del yermo,/ me voy, me voy/a idear, como Thor, otras batallas”.
(de “Letanía del que volverá”)
Con renovada confianza en sí mismo, propia de un poeta en plena forma, Rigoberto Paredes publica hoy Lengua adversa. En sus últimos dos poemarios, La estación perdida (2001) y Obra y gracia (2005), había pasado (para decirlo de manera simplificada) de la melancolía a la euforia. Pero ahora ha encontrado el equilibrio justo: estoico en la adversidad, y epicúreo cuando no, Paredes entrega a los lectores una nueva colección de poemas tersos, traslúcidos, cristalinos.
En Lengua adversa el título actúa como espuela: controla la atmósfera del conjunto y afecta el significado y contexto de varios de los poemas incluidos:
“Lengua adversa será, vilipendiada,/ viperina, procaz y tabernaria”.
La lengua se vuelve un leitmotiv y, así, aparece como “Tacos de lengua” (una serie) y como “Lengua franca” (título de un poema); las “adversas lenguas” de “la lotería literaria” en “Cuentas claras”; “esa lengua /despreciable, malnacida”, referida al castellano en “Otro discurso para nunca ingresar a la academia”[1], “lenguas académicas y fijamente puras”, (…) “Lengua adversa/ y ladina y plebeya y mordicante”/(…) “mundana y desbocada”/(…) “miembra de número/ de la Academia Triniteca de la Lengua”, en referencia a Trinidad, Santa Bárbara, pueblo natal del poeta, como se sabe. Para no mencionar la “lengua griega” de Safo, y otras alusiones lingüísticas en “Letanía del que no volverá” y en “Post” (“Perversa, aviesa lengua”), que culminan en esas rotundas líneas: “mi lengua, por adversa,/plato del día sea/ en Paradiso”.2
En medio de una poesía de cadencia fluida, hay una búsqueda constante, laboriosa, de la palabra precisa, de la imagen exacta. Prolija tarea en la que el poeta sabe hacer acopio de maestría técnica sobre las herramientas de su oficio.
De ahí que a pesar de su intensidad, la poesía de Paredes resulte relajada y fluya, a veces, con las inflexiones del habla natural, acompasada al ritmo de la conversación.
Su uso imaginativo de las palabras viene imbuido de un hálito erótico cuyo efecto es fecundo y liberador. Pues sin el deseo la imaginación se atrofia. En tal sentido, en Lengua adversa se respira un clima de licencia, goce y energía libidinal. Mejor dicho, lujuria de buena ley, sobre todo en algunos poemas de “Tacos de lengua” y en la sección intitulada “Catulinarias”. Allí el narrador es un maestro en el campo de la seducción, mujeriego incansable, modelo de inconstancia, infiel pretendiente que no busca sino hincar el diente. Emparentado, sin duda, con “el solitario” de La estación perdida, otro “salteador de alcobas”, sensualista, de irrefrenables apetitos carnales.
Eliot (para mencionar a uno de los poetas predilectos del autor: ver la lista de su panteón en “De vates con lisonja (im)propia”) una vez definió el humor como el arma con la cual la inteligencia se defiende a sí misma.
Tal es el caso en Lengua adversa, pues aquí prolifera el divertimento y el juego maestro con las palabras, el sarcasmo elegantemente venenoso, el ingenio cáustico, la descarnada mordacidad. Es más, el humor está allí para quienes lo puedan apreciar y de manera tal que no ofenda a quienes no lo capten.
Una vez más, la poesía depende de la concentración: el poeta retoma el lenguaje común y lo moldea para que calce a la medida de su sensibilidad. Digámoslo de nuevo, los versos de Paredes son virtuosos: cada línea está elaborada, pulida y puesta en su sitio con cuidado microscópico.
Y todo ello “in articulo amoris”, tras los favores de Eros, en el bazar sexual, desde “esta cama de viejo cazador”, “nido de diosas”, sabedor de que toda pasión se convierte, eventualmente, en cenizas, pero dispuesto siempre a volver a amar si las ninfas y los dioses del placer así lo disponen (ver “Petición de parte”).
En efecto, en Lengua adversa se está de continuo ante la inminencia del escarceo erótico, al calor de la intoxicante expectativa del juego sexual. Al fin y al cabo el buen sexo -según se dice- enriquece la sensibilidad estética (y viceversa, se presume). Pues, como afirma el húngaro Sándor Márai, “La vida no es simplemente una cuestión de reglas, prohibiciones y cadenas, sino de pasiones”, de saberse y sentirse vivo. De ahí el resplandor del deseo, producto de una vena libertina y libertaria, no exenta de cierto regusto cínico.
Ciertamente para Paredes el mundo es un lugar de interrogantes e interrogaciones, apto para el cuestionamiento y la ironía. Fiel al aserto de Aldo Busi de que el artista debe desembarazarse de los clichés de la sociedad salvo para estigmatizarlos y burlarse de ellos (ver “Letra para un himno” y “Acusaciones”).
Con todo, a mí me gusta el tono íntimo del poema “Martes trece”, donde el autor hace un recuento de los hitos memorables de su vida (“Un día como hoy murió mi padre(…)/ Un día como hoy rondaba yo los veinte,/ y publiqué mi libro, primero, de poemas,/ del cual yo mismo, ni nadie/ tiene que acordarse./ A los cuarenta, ese día,/ me casé con la única muchacha de ver/ de La Plazuela./ ¡Ese día, ese día no toqué madera!”. O bien el repaso reposado de sus obras en “Autocrítica”. De nada cabe arrepentirse. El único remordimiento válido parecería ser el de los amores esquivos o inconclusos, el de las “asignaturas pendientes”, o, como diría Joaquín Sabina, “de lo que pudo haber sido, y que nunca será”.
Habría que anotar finalmente la manera en que el poeta transfiere expresiones de su contexto habitual a otro en el que aparecen fuera de lugar y, por tanto, cobran un tinte fresco y original: “Y yo te digo, amor,/ sin pelos en la lengua,/hagamos ese amor que más nos gusta”.
Dislocaciones semánticas aparte, Rigoberto Paredes evita como la peste la auto-conmiseración, fuente común de humanos sinsabores, pero no por ello se pavonea de sus triunfos verbales (consciente del grado en que ha sabido consolidar su reputación literaria): “Dolor cuesta decirlo: fuí vencido./ En mala lid perdí/ ese reino de poesía y gloria/ que algún pequeño dios/ me hubo deparado./ (…) De mí queden, no más/ estas palabras con música del mar/de Samotracia, la encantada”.
Ya lo dijo, mejor que nadie, S. Márai: “El poder de la escritura es mayor que el del tiempo. Lo que hacemos, lo que deseamos, lo que amamos, lo que decimos, todo se acaba. Las mujeres pasan, los amoríos terminan. El polvo del tiempo se asienta sobre todo lo que hemos hecho, sobre todo lo que nos atrajo alguna vez. Pero las palabras permanecen”. Por eso, el poeta en “Tercera edad” (“Mañana cumpliré cien años. /O los cumplí hoy mismo, o ayer, sin darme cuenta”), afirma, fiel sólo consigo mismo:
“Que despreciable edad!, gruñía Quevedo, (…)
Despreciada o mal tenida a menos;
pero edad de dioses, como yo,
que amaron y vencieron, pese a todas”.
Quito, 3 de diciembre de 2007
Notas:
[1] Ya había habido un primer “Discurso para nunca ingresar a la academia” en Las cosas por su nombre (1978).
2 Para una curiosa correspondencia con otro tipo de alusiones a “las lenguas” (aunque de cariz del todo diferente) en la narrativa hondureña, ver Figuras de agradable demencia (1985) y Traficante de ángeles (1997) de Roberto Castillo.
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