martes, 3 de febrero de 2009

Historial de estupideces

Por Gustavo Campos

Hace tres años le escribí un correo a mi muy buena amiga Saramaga. En él le confiaba algunas de mis preocupaciones personales, entre ellas la de en qué momento debía encaminarme y seguir la senda correcta. Debía corregirme. ¿Pero de qué senda correcta hablaba? La de una vida sin excesos, seguramente. Me es difícil imaginarme correcto. Inconscientemente me rige un proverbio de Blake: “los caminos del exceso conducen al palacio de la sabiduría”. Hoy me pregunto, después de sumar una experiencia más a mi historial de estupideces, ¿por qué razón continúo cometiéndolas? ¿Acaso no basta para mí? ¿Cuándo diré que no? ¿Cuándo será suficiente? Parece que aquellos versos de Ferrater –que con poco tenemos bastante- no simpatizan con mis actos. Y mi voluntad, ¿en qué momento se hará responsable? Todas estas preguntas surgen después de la última parranda de fin de semana: junto a un amigo nos salvamos de la muerte en tres ocasiones. Veníamos en su motocicleta negra en la carretera de San Pedro Sula - El Progreso, regresábamos de la posta de Tránsito después de que nos retuvieran por conducir en estado de ebriedad. Eran las ocho de mañana y viajábamos a casi 60 millas por hora. Veníamos a gran velocidad rebasando los carros. Chimamos uno y nos dimos a la fuga. Yo usaba un casco anaranjado de construcción que me habían prestado en la posta. Fuimos a Lipa Bar. Lipa siempre atiende divinamente a sus clientes cuando son hombres y llegan solos. Cuida a los hombres de las perras que suelen ser las mujeres. Si vienen con ellas, se van con ellas, nos advierte Lipa cada vez que llegamos a visitarla y tomarnos unos tragos a las ocho, diez de la mañana. A cada cerveza, una boca. Así se deben tratar a los del gremio. ¿Sopita o tortillas con quesillo?, ambas, decimos y la joven que nos atiende sonríe mientras Lipa se encuentra al fondo y sólo atiende llamados para decidir quién entra o sale. Era casi mediodía y decidimos visitar a Mario, a ganarnos un memorándum, decíamos riendo. Y repetíamos la conversación absurda de la obra de Beckett: Vámonos. No podemos. ¿Por qué? Esperamos a Godot. Y no nos íbamos a dormir. Y seguíamos bebiendo. Buena paja nos teníamos. Antes un par de viejas nos invitaron donde Luis a comprender a María. Estábamos tentados, pero dije no, esas cabronas solo quieren bajarnos. ¿A María, como si no la conociésemos? Además, fijo no sueltan el calzón. A tontear va uno. Las conozco. Majes no somos. Nos bebimos un par de cervezas más y cuando era casi mediodía decidimos visitar a otro amigo, quien nos recibió con sopita, boquitas y bloody mary. (Cómo nos hacemos creer que por más que pensemos en la bondad de las personas no puede surgir, a su par, un pensamiento que contiende con el anterior. Digamos que no hay nada bello y hermoso que no deba corromperse. Que no hay nada dulce que no se deba arruinar o amargar. Y digamos que este pensamiento ataca a cualquier ser humano, o a ninguno, y que emerge cíclicamente de las profundidades desconocidas del alma humana, y aparece tipo Alberich, un pensamiento alberich, para después ser desposeído de su tesoro más preciado.)

Íbamos rumbo a casa de Mario por la avenida Junior que desemboca en la prolongación al segundo anillo periférico. En el segundo anillo rebasábamos todo y entonábamos una canción de Héroes del silencio “larguémonos, chica hacia el mar…”. Iban desapareciendo las neuronas sensatas y la brisa del próximo frente frío nos atacaba como enjambre furioso nuestras caras apenas protegidas por un casco. Las rastras casi nos rozaban de frente y entre dos carriles, el de salida a Puerto Cortés y salida a La Lima, maniobrábamos a una velocidad de la que nadie sale vivo. Borrachines y libres, inconscientes, sin un carril para nosotros lo ebrios, íbamos tentando la muerte como si la vida estuviera en la obligación de protegernos y seguir brindándonos nuevas oportunidades. Una piedra, un bache, el mínimo desperfecto u obstáculo podía someternos a la ley de la gravedad tantas veces ultrajada por nosotros. Nos habíamos salvado por segunda vez. ¿A quién debíamos agradecerle nuevamente esa armonía de la imprudencia? ¿Quién o qué nos había salvado? A veces soñamos que Mario Santiago viene a buscarnos con su moto negra. Gritábamos: “Papasquiaro, no peeeja!” Y partimos rumbo al norte, rumbo a los pueblos fantasmas, siempre al norte, sin resentimientos ni amarguras… (Pienso en el pensamiento que probablemente aparezca y robe en breves momentos al consciente. Digamos que hay una cima de la bondad y del amor y en ese lugar extraño algo ha dejado una maldición latente: la de destruir lo que se ama o aquello puro. No hay mayor pureza que aquella que decide impurificarse. No hay mayor pureza que la de aquél que se impurifica, sin saberlo. Y es un ciclo. Es cuestión de ciclos. Digamos que tal ser humano descubre que a medida ocurren sus impulsos, los controla. Y aparece un límite. El individuo traza un límite, y por un extraño afán o voluntad ajena que detesta, lo transgrede. En su cansancio, después de alcanzado el clímax, el individuo descubre nuevamente otro límite. No puede pasarlo. No hay manera de transgredirlo. Pero cuando vuelven esos impulsos, meses después, días después, semanas después u horas después, el límite que antes había sido límite es el primer nivel de una escalera infinita de límites.)

Regresábamos a casa después de visitar a nuestro amigo. En la carretera del norte salida a Puerto Cortés estallamos la llanta de un carro con el pedal de la moto negra, y en el notable y etílico esfuerzo de mi amigo de no perder el equilibrio y darnos vuelta por la velocidad en que veníamos, quebramos el retrovisor derecho de un turismo y yo me golpeé la rodilla, que no fue tan doloroso, por fortuna no pasó a más. No hubo sangre, por lo tanto fuimos indignos de un cuadro de Bacon o de ser la noticia del día en horas de almuerzo en el morboso canal 6. Nos encontrábamos cerca del palenque. Mi amigo no pensó en detenerse así que el carro nos persiguió y bajaron de él un par de tipos con pistola unos metros más adelante. Le quitaron la llave a la moto y el sujeto llamó a la policía. Hola, comisario, tenga buenos días, dijo el desgraciado, que tenía, por supuesto, toda la razón. Nos quedamos un par de horas detenidos en ese lugar hasta que llegó la policía. (Y este aventurero espiritual en una quijotesca broma no definible, impuesta, descubre sus nuevos límites. Pero nada puede hacer contra ello. Y esta es la forma en que digiere la realidad el individuo o es la forma en que su pensamiento procesa toda información: si alguien o algo permitió una transgresión, el aventurero piensa que se creará un nuevo canon de transgresiones, y el impulso transgresor, en su receso, atacará nuevamente pero ya no desde el primer límite conocido sino desde el último lugar o peldaño en el que estuvo. Y así construye nuevos lugares de los cuales partir. Qué razón. Nuevos lares que transgredir, no por una sola necesidad de hacerlo, sino por una necesidad desconocida. Tamaño imbécil. Igual dinámica en su antagonismo. El inconsciente en automatismo pérfido buscará otros caminos. ¿Donde accidentarse? Y el aventurero piensa y se promete que dejará de beber, pero algo más lo hace preguntarse cómo lo tolerará. Si no bebes, ¿cuándo estarás alegre? La bebida lo aleja de lo insoportable que él es, de su vida, de estar con él o de ser él. Borracho es que es. Lo alivia. Y el individuo con su “agujero océano en el pecho”, como el personaje en las “Las virtudes de Onán”, sólo espera. ¿Espera qué? ¿Morir o hacer sufrir a quienes lo aman? ¿Quedarse untado en el pavimento? ¿Mutilarse? ¿Dedicarse a cojear por el resto de su vida como un Molloy? El aventurero busca soluciones. Es su inocencia en automático la que busca algún tipo de bienestar. Renunciar no es posible cuando no se tienen las agallas para hacerlo, pero vivir es una forma de renunciar. Los Estragón y Vladimir solidarizándose ante el suicidio, ¿y qué tal si bajo la rama uno vive y el otro muere? No hay moral que no lo joda. No hay hipocresías que no lo jodan. Ni seres queridos que lo soporten.

Desde ese momento le perdí la pista a mi amigo. Comparto la irresponsabilidad de nuestros actos. Desapareció en su moto negra mientras yo me subí a un taxi. Entré al Yahoo Messenger y le conté a mi beba del vestido azul lo sucedido. Le escribí unos mensajitos a la colochita para despreocuparla, ya que un par de horas antes del accidente me había quedado sin saldo y no pude responderle para aceptar su invitación a cenar para celebrar mi cumpleaños. Y eso que no hablé de Wilmer Bar. Ni de las hermanas amigas mías, y casi novias, y del buen Wilmerio con su dinosauria. Esa es otra historia.

Hoy me pregunto, después de sumar más experiencias a mi historial de estupideces, ¿por qué razón continúo cometiendo más pendejadas? ¿Acaso no basta para mí? ¿Cuándo diré que no?, ¿cuándo será suficiente? Y leo La niña del pelo raro de Foster Wallace y no me diferencio en lo absoluto de los personajes de sus historias. Ojalá agarren consejo.
(Foto de Raymond Depardon)