Zona roja de Ámsterdam.
Por Giovanni Rodríguez
Ámsterdam, en un primer momento, me pareció un pueblecito: casas pequeñas y calles estrechas. Pero a medida que iba adentrándome y dejando que mis sentidos fueran invadidos por todo alrededor, la ciudad se me revelaba como lo que verdaderamente es: una gran y hermosa ciudad. Bajé del tren en la Central Station, al lado del puerto, y luego de quedarme contemplando durante un par de minutos un curioso reloj cuyo mecanismo funciona con el viento, lo primero que me llenó la mirada fue un enorme parking de bicicletas contiguo al hotel Ibis, donde tenía reservación para una sola noche. Había llovido y estaba todo mojado y reluciente, y alcancé a respirar, más con mi olfato imaginario que con otra cosa, un leve olor a cannabis venido desde donde supuse estarían ubicados los primeros coffe shops de la ciudad.
Ya en mi habitación del hotel, experimenté de nuevo esa sensación de levedad que se apodera de mi cuerpo siempre que visito un lugar desconocido. Desde el balcón de mi ventana en el tercer piso me quedé un rato disfrutando del paisaje, compuesto básicamente por las pequeñas embarcaciones –algunas de ellas hogares para sus ocupantes- sobre los canales de agua marrón cuyas orillas estaban forradas de hierba muy verde y las casas, casi siempre de tres o cuatro plantas, con el tejado gris, las paredes rojas y unas ventanas muy grandes.
Pero no contaba con demasiado tiempo como para malgastarlo en ese éxtasis contemplativo; la ciudad, con su oferta de libertad y placer, con sus coffe shops y su zona roja, reclamaba mi reconocimiento. Saqué de la mochila mi cámara, mi grabadora y mi libreta de notas y me lancé a la primera de mis exploraciones.
A 500 metros al interior de las primeras calles, en pleno centro histórico, ahora sí que pude confirmar las exactas propiedades del aire. Es el aroma de Ámsterdam, me dije, mientras pasaban por mi mente, en un orden extrañamente cronológico, mis primeros recuerdos con la marihuana, cuando tenía unos cinco o seis años y veía al más joven de mis tíos fabricarse aplicadamente unos cigarros diminutos que al encenderlos despedían más humo que un cigarro normal y ese aroma dulzón que ahora estaba respirando en la capital de Holanda. La ciudad, en ese momento, no difería mucho de la que había visto por la televisión o Internet y las sensaciones que producía eran similares a las que manifestaban esos jóvenes actores de las películas hollywoodenses que habían explotado el tema Ámsterdam: droga y sexo.
En el Blue Bird, un pequeño coffe shop con una fachada de vidrio y luces de neón, quise informarme acerca de los productos del cannabis y sus precios. El color amarillo, que siempre he relacionado con la enfermedad, esta vez, al comprobar que el interior del local estaba pintado casi absolutamente de ese color, no me causó desagrado sino más bien una cierta predisposición a la felicidad.
Dos o tres mesas a la izquierda y dos o tres mesas a la derecha. En el centro una escalera en espiral que conduce a una ventana. Ahí una muchacha rubia y bajita que aparenta unos 16 años pero que debe tener al menos 28. Ahí también la carta, con la oferta del establecimiento, que me la entrega la muchacha con una sonrisa nada impostada pero tampoco excesiva. A la izquierda, en la carta, el hachís; el más caro: el hachís de Marruecos: 5 gramos a 10 euros. A la derecha, las hierbas: Shark Attack, Blue Hash, Purple Haze, White Widow, Santa Sativa… Abajo, galletas naturales y de chocolate con marihuana: 3.50 euros cada una; setas y galletas de setas. Y en la oferta de bebidas: únicamente té: té de esto, té de lo otro, té de aquello, etc., nada de cerveza ni otras bebidas alcohólicas. Supuse que esto último se debía a lo desaconsejable de combinar alcohol y marihuana, porque lo primero inhibe a lo segundo, como yo había podido comprobar en muchas ocasiones cuando con mis amigos, entre cervezas y más cervezas, nos fumábamos unos porros sin que estos nos causaran el mínimo efecto. Pedí un té de menta caliente de un euro y me fui a una mesa de esquina, de las diez o doce repartidas detrás de la ventana, y mientras me lo tomaba me dediqué a observar a los parroquianos. Una buena parte eran franceses. Todos se veían relajados, sonrientes, felices, libres, algunos fumando y casi todos tomando un té parecido al mío. La música era bossanova y jazz básicamente y el ambiente tranquilo, sin nadie que alzara mucho la voz ni demasiados movimientos que alteraran la paz y una deliciosa somnolencia que parecía apoderarse de las cabezas de todos.
Imaginé entonces un mundo en donde todos estuviéramos permanentemente bajo el efecto de la marihuana o el hachís, y me gustó imaginarlo, pero sólo por un par de minutos. Después, pensé que lo mejor en la vida es saber elegir esos momentos y dosificarlos, para no volverlos parte de lo cotidiano.
Vaya!, si que recuerdo esa ciudad, aparte de lo que contas, también recuerdo la plaza Leidseplein,con sus espectáculos callejeros, marionetas, comedores de fuego, músicos, ilusionistas, Break-Dance, contorsionistas,etc.
ResponderEliminarexcelente elección.
Encarò tu relato. Lo leì re loco y me copè porque ademàs tengo ganas de ir algùn dìa. Arriba. Saludos desde Montevideo
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