domingo, 28 de marzo de 2010

La historia según Rodrigo Fresán

Portada de Historia argentina, de Fresán, con esos comentarios de la crítica.
A algunos les molesta mi insistencia con algunos escritores en este blog, pero debo comunicarles que son libres de no visitarnos. Para los que sí tengan ganas de venir a tocar la puerta, les abren hoy, de nuevo, Juan Gabriel Vásquez y Rodrigo Fresán, con un artículo que el primero publica en El Espectador sobre el segundo. Pasen y lean:
"Únicamente son mías las cosas cuya historia conozco", escribe Ricardo Piglia en Respiración artificial. Para Rodrigo Fresán, que nació un par de décadas después, la cosa es muy distinta: la historia es algo que se deja quieto, un animal peligroso que es mejor no molestar, no sea que nos haga daño.
 
Pero eso no se ve a simple vista. Las novelas de Fresán se inscriben en esa arraigada tradición argentina que consiste en no ser reconociblemente argentino y por lo tanto ser convencidamente argentino. En otras palabras: nada hay tan argentino como una novela cuyo narrador es inglés, cuyo personaje principal es James Matthew Barrie, el autor de Peter Pan, y cuyo escenario es la ciudad de Londres en el cambio de siglo y también en los años sesenta. ¿No han leído Jardines de Kensington, la penúltima novela de Fresán? Háganlo ahora. Y enseguida busquen sus demás libros, y comiencen si pueden por el principio: por esa maravilla de debut que es Historia argentina. El libro tiene dos epígrafes (bueno, tiene varios, pero sobre todo dos). Uno es de Alfred Andersch: “La Historia cuenta cómo fue que ocurrió. Una historia cuenta cómo pudo haber ocurrido”. El otro es de Adolfo Bioy Casares: “Para sobrellevar la historia contemporánea, lo mejor es escribirla”.

Y a eso se dedican los cuentos del libro: a sobrellevar la historia contemporánea. No es una tarea fácil, todo hay que decirlo, precisamente porque en la historia reciente de Latinoamérica no hay nada fácil. Y además porque la historia de su país entró en franca enemistad con Rodrigo Fresán desde que Fresán era niño: a los diez años el Niño que quería ser escritor fue brevemente secuestrado por la “Triple A”, un grupo paramilitar de extrema derecha. Esto es ampliamente sabido: no cometo imprudencias ni impertinencias al contarlo, porque Rodrigo lo cuenta en uno de los mejores cuentos del libro. He vuelto a leerlo en estos días; me ha deslumbrado como la primera vez que lo leí. “La vocación literaria” arranca preguntándose cómo se forma un escritor, y pronto entendemos la relación entre el breve secuestro de un niño —el miedo, la soledad, la angustia— y el nacimiento de la vocación. El resto es una ficción donde los orígenes “reales” (ojo a las comillas) de la anécdota son lo menos importante o interesante de todo.

“Uno a menudo descubre”, dice el narrador del cuento, “que los escritores son aquellas personas que durante su infancia aprenden, en tiempos terribles, a refugiarse en sus propias fantasías o en la acción; en la voz de algún piadoso narrador, en lugar de las voces de los seres reales que lo rodean”. Pero luego es mucho más crudo y, también, mucho más preciso: “Un escritor es un mecanismo de defensa con nombre y apellido”. ¿Y de qué se defiende? Está claro, por lo menos en este cuento, que se defiende de la historia argentina, encarnada en esos dos matones que un día se aparecen en la casa del Niño que quería ser escritor con la visible intención de secuestrar a sus padres izquierdistas y, al no encontrarlos, se lo llevan a él. Más tarde, escondiéndose de los secuestradores, en el clímax del miedo, el Niño que quería ser escritor dice: “Descubrí cuál iba a ser el tema de mi primera novela: la historia de un hombre que puede cambiar la historia a voluntad”.

¿No es eso lo que quisiéramos todos?

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