A Carlos Fuentes le pasa lo mismo que a Philip Roth: no logra seducir a la crítica con sus últimas novelas. A ambos los machacan en serio en las reseñas. Es el precio que se paga por empeñarse en seguir escribiendo en la vejez después de haberse convertido en un dios de la literatura en sus mejores años. Sin embargo, ahora que lo pienso, esto no le ocurre a J. M. Coetzee, por ejemplo, cuyos últimos libros son tan buenos como los primeros. Recuerdo algo que dijo Saramago en una entrrevista: "Espero tener la lucidez suficiente como para darme cuenta de que ya no tengo nada más que decir y saber parar a tiempo". Y esto de parar a tiempo al parecer es algo que no está dispuesto a hacer Fuentes. Leamos esta reseña a la última novela del escritor mexicano, Adán en Edén, de Fernando García Ramírez en Letras Libres:
El último libro –Sobre el estilo tardío– de Edward Said es deslumbrante. En él comenta que hay obras que abordan la creación de un mundo nuevo (Robinson Crusoe) y obras de formación, idealismo y decepción (La educación sentimental), pero su tema de análisis son las obras de estilo tardío. “¿Se vuelve uno más sabio –se pregunta Said– con la edad y existen acaso unas cualidades únicas de percepción y forma que los artistas adquieren como resultado de la edad en la fase tardía de su carrera?” Es el caso del Shakespeare de La tempestad y del Sófocles de Edipo en Colono. Hay obras tardías que “coronan una vida entera de esfuerzo estético”, como las de Rembrandt y Bach. Pero hay otros casos, como el de Ibsen y el Beethoven de sus últimos cuartetos y sonatas, que “rompen la carrera y el arte del artista”, dejando al público “más perplejo y descolocado que antes”. Este tipo de arte es el que le resulta más interesante examinar a Said, que así lo define: “El estilo tardío es lo que ocurre si el arte no abdica de sus derechos a favor de la realidad.”
Si el artista no sucumbe a las modas y a los modos de su tiempo, si el artista se aísla del mundo preocupado tan sólo de llevar a su límite las posibilidades expresivas de su arte, las obras resultantes, de estilo tardío, nos sobrecogen por su libertad, por la rebeldía de la vida ante la muerte que nos muestran. Sin embargo, cuando ocurre lo contrario, cuando el artista cede por completo a las realidades de su tiempo, a sus dichos y caprichos, a la actualidad de los periódicos y las telenovelas, cuando un artista, en fin, “abdica sus derechos a favor de la realidad”, lo que desarrolla no es un estilo tardío sino un arte envejecido, autoparódico y repetitivo, banal y anecdótico. Es el caso de Adán en Edén, la última novela de Carlos Fuentes.
Esta novela se inscribe dentro del plan general de la obra de Fuentes titulado “La edad del tiempo”, en el apartado XII (“El tiempo político”), en el casillero número 4. El número 1 lo ocupa La cabeza de la hidra (novela sobre la disputa del petróleo), el número 2 La silla del águila (sobre la sucesión presidencial), el número 3 “El camino de Texas” (que todavía no escribe) y el número 4 Adán en Edén (sobre la violencia producida por el narcotráfico y sus consecuencias).
Estamos, pues, ante una novela política. En ella se muestra un México sumido en el caos, en el descontrol gubernamental, donde los narcotraficantes (la nueva “clase criminal, nacida, como Venus, de la espuma del mar, de la espuma de una cerveza caliente derramada en una cantina de mala muerte”) han impuesto su ley; un México pobre y desgarrado por el azote neoliberal (donde “el mercado se ocupa de resolver los problemas de la oferta y la demanda laboral ¡sí cómo no! [...] El Estado es malo, el mercado es bueno, el Estado es un ogro, el mercado es un hada”), sin solución a la vista y rebasado, ya que “el Ejército nacional hace labores propias de la fuerza armada, un ejército dedicado a labores de policía y derrotado por los criminales, mejores armados que ellos”. ¿La situación parece conocida? Muy burdamente simplificada, es la que tenemos a la vista, la que los diarios nos ofrecen. En ese escenario surgen dos adanes. El primero, Adán Gorozpe, es un multimillonario; el segundo, Adán Góngora, un jefe policiaco, desalmado y sin escrúpulos, que finge luchar contra los criminales para irse haciendo paulatinamente dueño de los centros de poder. La lucha se entabla entre los dos adanes. El millonario vence al policía del peor modo posible: importa grupos de sicarios alemanes y ellos acaban con el policía corrupto y con los narcotraficantes, a los cuales asesina y con ellos a sus familias, para erradicar de raíz la infección. Una solución fascista, apoyada, no podría ser de otra manera, por la religión, que el millonario fomenta al financiar a unos farsantes que se disfrazan de Santo Niño y la Virgen “engañando, una vez más y por los siglos de los siglos a mi país”.
Una novela política cuya premisa es: un país dominado por narcotraficantes nacidos al amparo de la debilidad de un Estado neoliberal tenderá a solucionar sus males mediante recursos fascistas apoyados en la religión, no es una buena novela política. Puntos de vista políticamente más interesantes los encontramos todos los días en los editoriales periodísticos. Pero no se trata de un ensayo político sino de una novela, y esta mide su eficacia por la creatividad de sus personajes y de su estilo, por la originalidad de sus situaciones. Hay poco que elogiar en este terreno. Los personajes son más bien caricaturas. Tomemos el caso de Priscila, la esposa del millonario Adán Gorozpe. Ella, en vez de hablar, repite frases de canciones. Si está enojada, dice: “¡Malhablado! Malnacido! ¡Han nacido en mi rancho dos arbolitos!”; si está furiosa: “¡Cobarde! ¡Insensato! ¡Lambiscón! ¡Allá en el rancho grande!”, y así toda la novela. El personaje que podría resultar más interesante, el que lleva en sus hombros el peso de la narración, Adán Gorozpe, al final resulta que no tiene ombligo, que es el Adán primigenio, ¿por qué? Porque sí.
En términos de estilo, Fuentes suele emplear dos registros en sus novelas. Uno realista, que alcanzó su mejor expresión en La muerte de Artemio Cruz, y otro paródico, con el que Fuentes se explayó en Cambio de piel. En esta novela adopta el segundo registro. No hay innovación, no hay gracia; comparado con el talento verbal de Cambio de piel el de Adán en Edén es pobrísimo. Un ejemplo de cómo construye su estilo: “¿Puede un coche de lujo –se pregunta Adán– provocar una revolución? ¿Que coman pastel? ¿Que manejen Maseratis?” A una frase suma una ocurrencia, y de esta se desprende otra y otra más, sin obstáculos, sin un proceso posterior de corrección que elimine los gracejos fáciles. En cuanto a las situaciones, la novela es un retroceso. Emplea recursos que le parecen muy de vanguardia pero que, al ser impostados e importados de otros autores, suenan falsos. Más ejemplos: refiriéndose a la situación de los migrantes: “Si el obrero pide ser llevado a la comisaría local para probar a) que tiene permiso de trabajo o b) que va de regreso a México y no piensa volver o c) que le reclamen al patrón y a él lo dejen en paz y en todos los casos d) los policías pasan por alto las razones...”, y así sigue con e), f), g), h)... Este recurso, que funciona bien en una novela de Cristina Rivera Garza, aquí no tiene ninguna razón de ser. Otro elemento del que ahora se vale es el de incluir minirrelatos en la estructura de la novela, como los siguientes: “La exportación de chilaquiles ha ascendido de cero a noventa y dos por ciento [...] Haga patria. Exporte un chilaquil, dice la propaganda”, o este otro: “Yasmine Sulimán [...] ayer fue asesinada por un loco que le pidió las obras completas de Augusto Monterroso y al recibir el delgado volumen así intitulado, montó en cólera y ahorcó a Yasmine.” No son cuentos breves, parecen chistes: lo son, y malos.
He leído en algunos medios, sobre todo en internet, que se identifica a un personaje de esta novela, Maximino Sol –al que se le tacha de “Papa literario” y se caracteriza como un mezquino cacique cultural–, con Octavio Paz. No lo creo. Me parecería una actitud cobarde que Fuentes se refiriera, en una novela, a Octavio Paz, que fue su amigo y mentor por más de treinta años, como “un hombre condenado a la traición de sus aduladores y ciego a la independencia de sus amigos”. Me niego a creer que Fuentes, que en un discurso al cumplir Paz sus 60 años pidiera para él el Premio Nobel, lo caricaturizara como alguien “que me ofrecía la protección inmediata y la gloria eventual a cambio de mi adherencia a una jerarquía presidida por Sol”, y lo niego porque no puedo concebir una actitud tan baja. Es casi una locura pensar que Fuentes, por una venganza literaria, escribiera, teniendo a Paz en mente, una frase tan farisaica como esta: “Dios mío, déjame ser como la poesía de este hombre, pero no como el hombre mismo; padre mío, no dejes que lo sacrifique todo a la influencia y la gloria literarias; dame un rincón, madre mía, en el que pueda yo darle más valor a un hijo, a una esposa y a un amigo que a todos los laureles de la tierra.” Me niego a creer que Fuentes sea capaz de tal pobreza de espíritu. Yo lo niego, pero que juzgue el lector.
Adán en Edén es una novela que muestra a un autor cansado de la literatura, que escribe por oficio, por cumplir un ritual mañanero que lo lleva a escribir sin cesar. No es la obra de un autor que cultiva un estilo tardío, que se ha desligado de la realidad para arriesgarse a llevar su arte hasta los límites de lo posible. No es el libro de un autor sabio que ofrezca salidas o reflexiones sobre la vida. Se trata tan sólo de Fuentes, de Carlos Fuentes, autor de Adán en Edén, apartado XII, casillero 4.
Saramago anda igual, con sus Caínes posmodernos y anémicos Elefantes. El ejemplo Rulfo, en el aniversario de Pedro Páramo, debiera servirles de ejemplo.
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