Puente Mirabeau.
El colombiano Santiago Gamboa nos trae, desde El Espectador, este recuerdo de sus dos veces en París:
He vivido ya dos veces en París, sumando entre ambas diez años, y una de las cosas que comprendí es que jamás volveré a hacerlo, aunque siempre tenga que volver y, en ocasiones como la de esta semana, con mucha honra y junto a una docena de escritores colombianos para participar en Les Belles Etrangères, el más importante festival literario de Francia, que en 2010 tiene como invitado a Colombia.
La primera vez llegué con una mano delante y otra atrás, un maletín y un número de teléfono, y sobre todo el furioso deseo de convertirme en escritor. Era el inicio de los años noventa. Venía siguiendo la huella de grandes latinoamericanos como Cortázar, Vargas Llosa o García Márquez. Pero cuando llegué ya todos se habían ido. O casi todos. Sólo quedaban el peruano Julio Ramón Ribeyro y el cubano Severo Sarduy. La novela en la que narro algunas peripecias de esos años alocados comienza con la siguiente frase: “Por esa época la vida no me sonreía”. Y era verdad. Me sentía profundamente desdichado. Las dificultades de la vida parisina me llevaron al límite, pero ese límite, recordado hoy, fue una verdadera escuela. Tal vez una escuela militar, pero escuela al fin y al cabo. Yo venía de Madrid, que era un gigantesco bar. Un poco de disciplina no venía mal.
La segunda vez llegué como diplomático, a la Unesco, es decir, que tenía un sueldo y disfrutaba de ciertas canonjías. Creí que todo sería diferente y que, de algún modo, llegaba la revancha, pero no fue así. Si a principios de los noventa los propietarios de apartamentos me colgaban el teléfono por ser colombiano —peligrosa modalidad de “extranjero”—, en 2006 me colgaban por ser diplomático. ¿Se volvieron locos?, pregunté, y me respondieron: no, lo que pasa es que los diplomáticos tienen inmunidad y no se les puede hacer juicio de expulsión. Me quedé de piedra. Sólo una marca de carros les vendía a crédito a diplomáticos y casi era mejor no tener, pues por la calle les hacían rayones. ¿Y por qué?, pregunté de nuevo, aterrado. Porque odian que otros tengan privilegios. De nuevo tuve problemas, aunque fue menos novelesco. A pesar de las dificultades conseguí un apartamento cómodo frente al Sena, a la altura del puente Mirabeau. Cómodo para los niveles parisinos, se entiende, pues igual tenía unos baños tremebundos y ese color amarillento en las paredes que transmite al espíritu una helada sensación de dejadez y avaricia.
Ah, París. En mi primera visita recorrí a pie, a medianoche, desde Notre Dame hasta el Arco de Triunfo, dándome un empacho de urbanismo, cultura y arquitectura. Luego, siempre con los libros de Cortázar por delante, conocí la Place Furstenberg, que aparece en "El perseguidor", y la Place des Vosges, con la casa de Victor Hugo, y por supuesto la Place de la Contrescarpe, tan mencionada por Bryce Echenique, vecina de los lugares en los que vivieron Hemingway y James Joyce. Recuerdo que leía las placas de los edificios recordando a Verlaine, a Joseph Roth, y me llenaba de emoción, pues me decía: estos escritores se ganaron su reconocimiento a pulso, escribiendo y escribiendo, contra toda esperanza. Y esa fue para mí, junto a la dificultad y el frío y la nostalgia, la mejor de todas las escuelas literarias.
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