lunes, 3 de enero de 2011

Encuentros extraordinarios entre dos tipos

Por Juan Gabriel Vásquez
Hace unos meses apareció en Francia una novela cuyo rasgo más curioso es el de no haberse escrito antes.
La semana pasada hablaba en esta columna de especulaciones literarias; pues bien, una de las ramas de esa particular manera de perder el tiempo es la de los encuentros extraordinarios, por la cual uno desarrolla una especie de fascinación por los momentos en que dos grandes hombres se cruzan por azar o por voluntad. La novela de la que hablo se ocupa de uno de los más raros: el momento de 1922 en que un tal James Joyce, que por ese entonces acababa de publicar una novelita titulada Ulises, se topó en el hotel Majestic de París con un tal Marcel Proust, que por ese entonces acababa de publicar el último tomo de una novelita titulada En busca del tiempo perdido. Los dos acababan de poner patas arriba la literatura del siglo XX, pero ese día su conversación fue una de las más aburridas que constan en los anales de la vida social parisina. Creo que hablaron de trufas, entre otras cosas.
Me gusta pensar en estos momentos, que no abundan y son por lo tanto más interesantes cuando los descubrimos. El interés en ellos tiene algo de caprichoso, por supuesto, pero me parece que son caprichos comprensibles: ¿cómo no preguntarse por lo que habrá podido decir Herman Melville, que todavía no había escrito Moby Dick, cuando se encontró en Paita con una mujer moribunda de nombre Manuela Sáenz? Melville andaba buscando ballenas, y al parecer Manuelita no supo decirle si en la costa del Perú podían avistarse algunas. Hace unos meses un amigo, editor de una revista canadiense, me habló con entusiasmo de un gran descubrimiento que acababa de hacer: una foto del encuentro de Tolstói y Chéjov en Yásnaia Poliana. ¿Cómo no preguntarse también por esa conversación, que no consta enteramente en ninguna parte? A RH Moreno-Durán le gustaban estos encuentros también, y no sólo los que ocurrían entre dos grandes personas, sino los que no ocurrían: al final de su vida, por ejemplo, había estado escribiendo una novela sobre los días (ficticios pero posibles) que Orson Welles pasó en Bogotá, y sentía una suerte de pasión por la idea de que García Márquez se hubiera cruzado con Fidel Castro el 9 de abril de 1948.
He estado pensando en uno de estos encuentros ahora que termina el año con un eco raro de su comienzo. Para los lectores de Camus en medio mundo, el 2010 comenzó el 4 de enero, cuando estuvimos acordándonos de que fue hace medio siglo que el hombre se estampó contra un árbol en el Facel-Vega de su editor. Y el año termina con la entrega del premio Nobel a Vargas Llosa, que es, por supuesto, uno de los grandes vindicadores de Camus. En El pez en el agua cuenta Vargas Llosa de su llegada a París a finales de los años cincuenta y de cómo, venciendo la timidez, se apostó a la salida del teatro donde Camus montaba una de sus obras. Al verlo salir, se le acercó y le regaló una revista. Camus le dijo dos palabras en español, lengua que entendía bien, y luego se despidieron: el premio Nobel de 1959 y el muchachito impresionado que acababa de ganar un premio para principiantes con uno de sus primeros cuentos y que ahora, muchos años después, puede hablar de Camus como uno de sus pares.
“A la realidad le gustan las simetrías”, escribe Borges.
Pues eso.
Tomado de El Espectador

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