viernes, 14 de enero de 2011

Tres ataúdes blancos


Portada de la novela de Antonio Ungar.
Antonio Ungar, Tres ataúdes blancos, Barcelona, Anagrama, 2010, 284 pp.
Excelente reseña de Rafael Lemus:
En principio, una buena novela –tan eficaz como esa, tan divertida como aquella. Hay una trama larga y trepidante, mitad política mitad policiaca; una historia amorosa; una amplia nómina de personajes; una prosa hábil, nunca protagónica, y ese arsenal de efectos novelescos con que se construye, ya sabemos, cierta ilusión de realidad. Entonces, ¿cuál es el problema? El problema es que esta novela, Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar (Bogotá, 1974), no es otra novela: es una novela que –como todas las producidas hoy– llega después de otras miles de novelas y que por lo mismo arrastra, se quiera o no, una pesada herencia de reliquias y chatarra. Dicho de otro modo: llega tan tarde que, si se descuida un momento y afloja un poco su postura, sólo repite y recicla los detritos de otras obras.

Ese es, también, el problema: que esta novela (ganadora del Herralde) se descuida –y por tanto: repite y recicla. Por ejemplo: el ficticio país latinoamericano en que sucede la historia, Miranda, se parece menos a cualquier país latinoamericano que a esa gastada imagen de las repúblicas bananeras que han masticado otras muchas obras escritas por otros muchos latinoamericanos. La trama (compuesta de amores malogrados, traiciones políticas y persecuciones policiacas) está tapizada de enredos dignos de algún folletín y los personajes, todos, terminan por fundirse con su caricatura: lo mismo el héroe de la historia, el incorruptible político opositor Pedro Akira, que el villano, un dictadorzuelo de nombre Tomás del Pito, o el pobre diablo que narra la novela y suplanta al héroe cuando este es asesinado. Además: enfermeras sensuales y disponibles, toscas guerrillas estalinistas, obvios escuadrones de la muerte y la previsible redención de un hombre que de pronto, transformado por quién sabe qué recurso literario, abandona su cinismo, adquiere conciencia política y se une a la causa opositora.

Desde luego que estos tópicos no se cuelan nada más así, tan inocentemente, en la obra. El narrador es un tipo ácido y astuto –más lo primero que lo segundo– y está al tanto de los clichés que van irrumpiendo mientras él relata la trama. No obstante, carece de la fuerza necesaria para reprimirlos o de agilidad para esquivarlos o, sencillamente, de valentía para hacerles frente y entrar en conflicto con ellos. Opta, de este modo, por una solución intermedia: reconocer primero la existencia del cliché, permitir un segundo después que se cuele libremente en el relato. Una y otra vez advierte: lo que se narrará a continuación emplea tales términos, tales imágenes que todo parecerá trivial y falso, “como en las películas”, “como en las peores películas”. Una y otra vez acierta: apenas después del aviso se relatan pasajes que, en efecto, lucen huecos y vanos, como calcados de malas películas, de las peores películas.

¿Qué pasa aquí? En realidad, nada que no hayamos visto en otras muchas novelas contemporáneas: que el autor se siente obligado a admitir el cansancio y la ineficacia de sus recursos novelescos, pero al mismo tiempo no está dispuesto a transformarlos y menos todavía a abandonarlos. Como a estas alturas ya todos conocen –aunque sea a través de rumores– los argumentos posmodernos y post-estructuralistas en contra de la mímesis narrativa, se concede: es cierto, algo no funciona bien aquí. Como actuar en consecuencia supondría dejar de hacer lo que se hace y trabajar escrituras más arduas y menos rentables, se propone una cómoda estrategia: no es necesario batirse contra las formas heredadas, basta con incorporar algo de esa crítica en el viejo recipiente de la novela. Es decir: basta con ironizar apenas, con entrecomillar los clichés antes de consumirlos, con guiñar un ojo antes de cometer la falta. El resultado de esas prácticas: relatos convencionales pero saturados de comentarios críticos sobre su propio convencionalismo, novelitas camp que coleccionan estereotipos sólo después de haberlos denunciado.

Entonces: ¿es suficiente esa dosis de ironía? Si nos atenemos a esta novela, está claro que no. El narrador se burla de los estereotipos un instante antes de utilizarlos pero su burla, ay, no tiene los efectos deseados: no limpia al estereotipo, no alivia su fatiga, no cancela sus connotaciones, no lo deja listo para significar de nuevo o de otro modo. La verdad es que, aunque el narrador se ría de los tópicos, los tópicos se ríen más del narrador y arruinan su relato –desvían la historia amorosa hacia el melodrama, saturan la intriga política de caricaturas y juicios maniqueos. Peor: luego de 253 trabajosas páginas lo arrastran a una conclusión así de tópica: “La realidad de Miranda es siempre mucho peor que la imaginación, ya lo tengo bien aprendido.”

Por qué no se aprende mejor, y de una vez por todas, que lo que está en juego, al interior de una novela, es mucho y es relevante. Que la literatura supone, al fin y al cabo, una lucha por los signos y las representaciones. Que para disputar y conquistar un signo no basta con sonreír sarcásticamente. Hay que reír de veras: hasta sacudir el signo, hasta abrirle una grieta.

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