Escena de la película El complot mongol.
El texto que sigue es el inicio de la novela policiaca La melancolía del karateca, obra de un autor de la costa norte hondureña que, por ahora, prefiere ocultar su identidad bajo el seudónimo Gualberto Posadas. El personaje, Antúnez, es un detective sampedrano que decidió serlo luego de ver la película mexicana El complot mongol en el cine Lux del barrio Medina, lugar en el que vive y por el que se mueve buscando pistas en la década de los 80. Un día recibe una visita que se traduce en oferta de trabajo: la búsqueda de un chino muerto, y desde entonces empieza su aventura.
El detective privado Francisco Antúnez estaba seguro de que todo le ocurría intempestivamente. Se sentía viejo, sabio y lento y le habían pasado mil cabronadas y por eso no tenía duda de que era lo bastante jugado para decidir que todas las cosas le sucedían cuando menos las esperaba.
Siempre que pensaba en eso recordaba el día de 1979 en que decidió convertirse en detective después de ver la película mexicana El complot mongol, con Pedro Armendáriz y Blanca Guerra, en una tanda nocturna del cine Lux. La decisión fue tan intempestiva y lo tomó tan de sorpresa como todo en su vida. Ese día, Antúnez había terminado de mercar incienso y jabones Don Simón con sus prospectos reglamentarios y folletones ilustrados con oraciones infalibles contra las malas influencias y para conseguir el éxito en el amor y los negocios en un puesto de santeros del mercado Rápido y al salir de su trabajo se encontró en la sexta calle, bajo el sol purpúreo, con dinero suficiente para hacer una de tres cosas: visitar a una de sus tres putas predilectas en los cumajones, comer pollo, tajadas de guineo verde fritas y rodajas de chile jalapeño en el puesto de doña Meche o ir al cine a imaginarse que era Jimmy Wang Yu en La guillotina voladora o Charles Bronson en Los caballos de Valdez. Había una cuarta posibilidad que era, en realidad, una especie de combinación de las primeras tres: cambiar sus novelitas Bruguera de vaqueros, espías y monstruos en la librería de don Quintín, comprar pollo para llevar y comer en su cuarto, mientras leía a Clark Carrados o Keith Luger, y levantarse de vez en cuando para estar pendiente del momento en que su vecina saldría del único baño de la cuartería con una toalla apretada contra las tetas. No tenía hambre y, aunque en esa época aún podía considerarse joven, sentía que por algún motivo todavía indeterminado se le habían quitado las ganas de hacer el amor. Sólo le quedaba el cine. Se entretuvo caminando por las anchas calles del barrio Medina, donde había nacido treinta y dos años antes, se dio el lujo de comprar mango verde con chile, sal y pimienta y un paquete de Royales y se fumó cuatro puchos sentado sobre una pila de ladrillos frente a un taller mecánico. A las seis y media se fue al cine, pagó su boleto, contó el dinero que le quedaba, calculó si era suficiente para comprar una coca-cola y churros, decidió que ya había gastado más que suficiente, se emocionó mirando los carteles de películas mexicanas y chinas y entró a tiempo para ver las extras. Se acomodó en el asiento de madera, vio a su alrededor en busca de algún conocido y no encontró a nadie. Mejor. No le gustaba que uno de los vagos del mercado lo interrumpiera cuando se divertía. Apoyó las suelas de los tenis en el asiento de enfrente y miró las aspas de los enormes ventiladores y el techo desde cuyos agujeros algún murciélago ensayaba un vuelo siniestro y fantaseó, como tantas otras veces, que uno de los ventiladores se desprendía y les partía el cráneo a los espectadores. Exhibían dos películas. Primero pasaban El complot mongol y después La furia del dragón, con Bruce Lee. Cuando el Mico le había contado que exhibían ese doblete en el Lux, Antúnez creyó que se trataba de dos cintas chinas y se alegró porque le gustaba el gran arte. Pero el comienzo de El complot mongol lo inquietó. La película mostró que era una mexicanada desde que aparecieron los títulos con los nombres de los actores. Se sintió mejor al recordar que de hecho le encantaban las mexicanadas, aunque en el fondo de su mente, mientras miraba a Pedro Armendáriz hijo enfrentándose a matones asiáticos y a Blanca Guerra con un maquillaje de china que no ocupaba porque sin él ya parecía más nativa de Hong Kong que el mismo Wang Yu, siguió sintiéndose ligeramente estafado. Cuando pusieron el rótulo FIN, Antúnez estaba tan extasiado que tomó la decisión de hacerse detective. Esa determinación fue tan intempestiva como la que lo había alejado de la casa de sus padres en el litoral o como la que lo llevaba de un trabajo a otro, cada uno peor pagado que el anterior, algunos increíblemente peligrosos y otros, decididamente anestésicos.
Siempre que pensaba en eso recordaba el día de 1979 en que decidió convertirse en detective después de ver la película mexicana El complot mongol, con Pedro Armendáriz y Blanca Guerra, en una tanda nocturna del cine Lux. La decisión fue tan intempestiva y lo tomó tan de sorpresa como todo en su vida. Ese día, Antúnez había terminado de mercar incienso y jabones Don Simón con sus prospectos reglamentarios y folletones ilustrados con oraciones infalibles contra las malas influencias y para conseguir el éxito en el amor y los negocios en un puesto de santeros del mercado Rápido y al salir de su trabajo se encontró en la sexta calle, bajo el sol purpúreo, con dinero suficiente para hacer una de tres cosas: visitar a una de sus tres putas predilectas en los cumajones, comer pollo, tajadas de guineo verde fritas y rodajas de chile jalapeño en el puesto de doña Meche o ir al cine a imaginarse que era Jimmy Wang Yu en La guillotina voladora o Charles Bronson en Los caballos de Valdez. Había una cuarta posibilidad que era, en realidad, una especie de combinación de las primeras tres: cambiar sus novelitas Bruguera de vaqueros, espías y monstruos en la librería de don Quintín, comprar pollo para llevar y comer en su cuarto, mientras leía a Clark Carrados o Keith Luger, y levantarse de vez en cuando para estar pendiente del momento en que su vecina saldría del único baño de la cuartería con una toalla apretada contra las tetas. No tenía hambre y, aunque en esa época aún podía considerarse joven, sentía que por algún motivo todavía indeterminado se le habían quitado las ganas de hacer el amor. Sólo le quedaba el cine. Se entretuvo caminando por las anchas calles del barrio Medina, donde había nacido treinta y dos años antes, se dio el lujo de comprar mango verde con chile, sal y pimienta y un paquete de Royales y se fumó cuatro puchos sentado sobre una pila de ladrillos frente a un taller mecánico. A las seis y media se fue al cine, pagó su boleto, contó el dinero que le quedaba, calculó si era suficiente para comprar una coca-cola y churros, decidió que ya había gastado más que suficiente, se emocionó mirando los carteles de películas mexicanas y chinas y entró a tiempo para ver las extras. Se acomodó en el asiento de madera, vio a su alrededor en busca de algún conocido y no encontró a nadie. Mejor. No le gustaba que uno de los vagos del mercado lo interrumpiera cuando se divertía. Apoyó las suelas de los tenis en el asiento de enfrente y miró las aspas de los enormes ventiladores y el techo desde cuyos agujeros algún murciélago ensayaba un vuelo siniestro y fantaseó, como tantas otras veces, que uno de los ventiladores se desprendía y les partía el cráneo a los espectadores. Exhibían dos películas. Primero pasaban El complot mongol y después La furia del dragón, con Bruce Lee. Cuando el Mico le había contado que exhibían ese doblete en el Lux, Antúnez creyó que se trataba de dos cintas chinas y se alegró porque le gustaba el gran arte. Pero el comienzo de El complot mongol lo inquietó. La película mostró que era una mexicanada desde que aparecieron los títulos con los nombres de los actores. Se sintió mejor al recordar que de hecho le encantaban las mexicanadas, aunque en el fondo de su mente, mientras miraba a Pedro Armendáriz hijo enfrentándose a matones asiáticos y a Blanca Guerra con un maquillaje de china que no ocupaba porque sin él ya parecía más nativa de Hong Kong que el mismo Wang Yu, siguió sintiéndose ligeramente estafado. Cuando pusieron el rótulo FIN, Antúnez estaba tan extasiado que tomó la decisión de hacerse detective. Esa determinación fue tan intempestiva como la que lo había alejado de la casa de sus padres en el litoral o como la que lo llevaba de un trabajo a otro, cada uno peor pagado que el anterior, algunos increíblemente peligrosos y otros, decididamente anestésicos.
De esa manera comenzó todo.
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