David Foster Wallace.
Es un escritor de 46 años, ganador de una beca McArthur, conocido por los forenses como David Wallace y por el resto del mundo como David Foster Wallace. Está acostado en una camilla dentro de una ambulancia sin sirena; luce shorts grises, camiseta azul, medias amarillas, zapatos deportivos blancos algo curtidos por el uso. Su hígado marca 33.16 grados; tiene una marca en la parte frontal del cuello. En vida fue autor de las 1.079 páginas de la novela La broma infinita, celebrada por Time, Harper’s, The New York Times, Salon, The New Yorker, Newsweek, premiada con 150.000 dólares por la Fundación Lannan, traducida al alemán, al italiano, al español; biografía ficticia de la familia Incandenza, satírica, histérica, tal vez excesiva como toda su narrativa. En la morge descubren que Foster Wallace pesaba escasos 73 kilogramos para los 183 centímetros de altura que a las 21:28 estaban suspendidos en el jardín trasero de su casa en la 4201 Oak Hollow Road, Claremont, California, el hogar que compartía con sus perros, Warner y Bella, y desde 2004 con su esposa Karen Green, la mujer que había salido a hacer compras y a las 21:32 levantaba el teléfono: 9, 1, 1.
El expediente 06413 de Los Angeles County Coroner asegura que ese hombre caucásico, sin embalsamar y refrigerado nació el 21 de febrero de 1962 en Ithaca, Nueva York, que fue declarado muerto a las 21:43 del 12 de septiembre de 2008, que antes de ese día ya llevaba dos intentos de suicidio –porque incluso en la literatura a la tercera puede ir la vencida–, que durante los últimos meses se había sometido a doce terapias electroconvulsivas; que Nardol, Klonopin y Restoril fueron parte de una larga lista de antidepresivos incapaces de evitar este momento, que la marca en la garganta tiene un centímetro de profundidad, que se subió a una silla con 41 centímetros de altura, que se ató las manos con cinta de embalaje, que pateó levemente la silla, esa silla, y se regaló una muerte neuronal isquémica. David Foster Wallace nunca fue amigo de los finales y era de esperar que su propia vida no terminara con un párrafo exhaustivo, ni siquiera con una nota a pie de página.
Para seguir leyendo el artículo de Marcel Ventura, visiten El Malpensante...
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