Hernán Antonio Bermúdez es, quizá, el mejor crítico literario de Honduras. Eso se comprueba fácilmente al leer Afinidades (Mimalapalabra Editores, 2011), un libro que reúne ensayos críticos de una buena cantidad de poetas y narradores catrachos. Hoy, nuevamente cede para este blog lo último de su producción: una reseña del libro La secreta voz de las aguas (Mimalapalabra Editores, 2010), de Marco Antonio Madrid:
“Ese viaje feliz del iris sobre la melancolía de lo efímero”. (p. 21)
“Un delirio de siemprevivas”. (p. 18)
Quien me mencionó por primera vez a Marco Antonio Madrid como buen poeta fue Roberto Sosa, hace algunos años. Confieso que no lo había leído y pude, en seguida, hacerme de un ejemplar de La blanca hierba de la noche, esa opera prima deslumbrante publicada en el 2005 en Guatemala, no exenta sin embargo de cierta solemnidad y un tanto grandilocuente. Aquí cabe recordar que, según Yeats, retórica es todo aquello que se hace con la voluntad y no con la imaginación.
Con todo, lo más destacable de ese poemario fue la curva melodiosa de los versos, salpicada de imágenes líricas y hallazgos semánticos.
Con La secreta voz de las aguas (2010), Marco Antonio Madrid ha adquirido una voz poética más sobria y decantada y, como bien dice Felipe Rivera Burgos en el magnífico prólogo, logra avanzar “hacia un lenguaje maduro y menos sentencioso” (sobre todo en la segunda parte del libro).
La atención del poeta se desplaza esta vez de la mitología griega, tan presente en su primera obra, a la naturaleza, a los elementos telúricos, a la flora y fauna del “solar nativo”. Poesía “paisajista” o bucólica se dirá, género fatigado, propio del (insípido) jardín donde pastan los vates más tradicionales.
Sin embargo, Madrid consigue revigorizar -e insuflarle brío- al género y lo “redime” una vez más, tal y como lo hace el sueco Tomas Tranströmer, quien se hizo acreedor al Premio Nobel de literatura el año pasado.
En efecto, el poeta escandinavo no sólo recrea brillantemente el paso de las estaciones climáticas de Suecia, con sus inviernos prolongados y severos y sus veranos breves y fulgurantes, sino también sabe evocar la magia de los inmensos bosques de su país, junto con los animales que los habitan.
De manera similar, Madrid se entronca con el reino vegetal y animal de su provincia de origen, Santa Bárbara, a partir de un tono exultante y entrañable ( el glosario, al final, se lee casi como un manual agrícola). Tales elementos naturales pertenecen a sus recuerdos de niño y están imbuidos de apego y nostalgia. En ese sentido destaca “Poemas de las tierras altas”:
“Todo lo que creías olvidado está en la memoria,
el sol en las zarandas, el misterioso sonido
del agua entre las piedras,
el río como un cuchillo de hielo atravesando
las sierras…
(p. 50)
Además de las aguas de los ríos, el poeta logra captar bien el mar que es, como suele decirse, el principio y fin de todo. El mar es muerte y renacimiento, es donde yace nuestro origen y, para los seguidores de Jung, símbolo de la agonía y del cierre del ciclo de la vida:
“El mar como un animal herido y jadeante entre las piedras.
El mar de mi abuelo, marino a sus dieciocho años,
el de aquellos navegantes que dieron gracias por salir
de sus honduras (…)
El mar de Walcott, ese cofre gris que tiene
a buen resguardo la memoria del mundo”
(p. 45)
Como siempre, lo destacable es el modo mediante el cual un poeta es capaz de abordar una temática en particular, sin caer en lo trillado, esquivando los ripios y los lugares comunes. Y en ese empeño Madrid sale airoso (su único desliz consiste en aludir a “la lluvia pertinaz”). Su aproximación al ámbito rural es fresca y vital, apta para evocar las fragancias del campo, “bajo un cielo imborrable” (p. 17), donde “los ríos (…) bajan de las montañas” y “el sol (…) extrae su oro/ de ese nicho de rocas donde hermanan sus aguas” (p. 17).
El canto a la naturaleza se da, además, en contraposición a la sordidez urbana: “A lo lejos, en los vertederos públicos de las grandes/ ciudades, donde el amor agoniza como un animal nocturno” (p. 39). Pues, en efecto: “Atrás queda el necio, la ciudad y la horda que vuelve/ gris el silencio transparente de las fuentes” (p. 41).
La secreta voz de las aguas consolida los logros que Marco Antonio Madrid alcanzó en su primer poemario, es decir, la habilidad para hilvanar líneas cuya melodía es capaz de rozar a cualquier lector, con un lirismo diáfano y transparente. Lo nuevo son las trazas de melancolía inocultable. En medio de la exaltación de esa “miel de donde brota el manantial/ de la memoria y sus anchas vegas” (p. 49), subyace la reflexión y la pesadumbre: “Y sientes que se acaba todo, que se va la vida,/ que se van los años” (p. 64). La precaria mortalidad, “de la cuna al sepulcro” (p. 73), frente a la imperturbabilidad de los “estancados cielos” (p. 31).
Ciertamente Madrid trae a colación que pese al esplendor de “las aguas que pulen/ insomnes el duro mineral de un origen” (p. 65), y al “ milagro de la yerbabuena” (p. 57), queda el inevitable sedimento de tristeza y dolor, propio de la condición humana. No en vano “La noche es vasta,/enorme la soledad” (p. 75), y “el enemigo acecha” (p. 61).
Estocolmo, 16 de febrero del 2012
El mejor ensayo sobre la obra de Madrid lo tiene J. D. López Lazo.
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