miércoles, 20 de marzo de 2013

El otro infierno musical



Hernán Antonio Bermúdez nos envía desde Roma esta reseña sobre el cuento "Música del desierto", del libro del mismo título que Dennis Arita (La Lima, Cortés, 1969) publicó en 2011 con Orbis Editores. El cuento, que abarca más de la mitad del volumen de páginas del libro, es casi una novela y destaca entre los otros "por su singularidad y calidad literaria", según señala el crítico.
"y respiró hondo el aire caliente” (p. 43)

Dennis Arita comenzó su carrera literaria con la publicación en el 2008 de su libro de cuentos Final de invierno, que se me antoja marcado por el influjo de Juan Carlos Onetti, pues allí crea atmósferas narrativas semejantes a las de ese extraordinario escritor uruguayo.
En el 2011 apareció un segundo volumen de cuentos Música del desierto, en el que se destaca un relato largo que le da el título al libro (y que abarca 71 de sus 125 páginas). Voy a referirme sólo a este cuento por su singularidad y calidad literaria.
Aquí el protagonista es Lázaro Ramos, ex marino, oriundo de San Pedro Sula, que, tras haber recorrido el mundo, ha decidido afincarse en el Sur de Honduras (entre Langue y San Lorenzo), pues le recuerda al África, “sin que le importaran el calor ni la sequía” (p. 6). Vive solo en una casa modesta en el campo, sin electricidad, acompañado de sus perros a los que cuida con fruición.
En ese ambiente espartano tiene una furtiva relación amorosa con Fernanda, la esposa de su jefe Cáceres, propietario de la fábrica de ladrillos donde Ramos se desempeña como capataz. La infidelidad de Fernanda (“espléndidamente desnuda” –p. 26) se convierte en el precipitante de la acción narrativa. Pero antes de referirme a ello, cabe subrayar que el clima desértico integra el ámbito opresivo del relato. Las temperaturas crónicamente altas son el marco natural de una “tierra anaranjada y amarilla” (p. 26), en la que a veces se siente “la brisa afilada como un largo cuchillo transparente” (p. 26), donde todo parece “estar a punto de reducirse a polvo” (p. 41), propio de “un sitio… infértil y seco” (p. 42), de la “tierra árida en que había decidido vivir” (p. 60).
Arita consigue captar el entorno ardiente desde ángulos diversos. Por ejemplo, de modo auditivo:
“…sólo pudo escuchar el sonido de las cigarras. Ese era el único ruido que parecía real porque todos los demás sonidos eran extraños: parecía que el calor los hubiera secado y dejado huecos, como secaba las ramas y las hojas y los troncos…” (p. 38).
También de modo visual:
“Estaba atardeciendo lentamente, como si el día se desangrara* en nubes largas y rojas” (p. 58).
“El sol se había adueñado del cielo metálico, casi añil. Ramos vio el disco sangriento* sin parpadear y recordó que en su infancia le habían dicho que no lo hiciera porque podía quedarse ciego” (p. 61).
Las citadas alusiones sanguíneas no hacen sino anticipar los borbotones de sangre que derramará Cáceres, “cosido” a navajazos de manera sorpresiva por Luis, uno de sus leales subalternos, analfabeta y colérico, ofendido porque aquél le ordena escribir algo, olvidándose afrentosamente de su analfabetismo.
Y es que Ramos se desenvuelve, por supuesto, en medio de un mundo primitivo y tosco, y no le es ajeno que los operarios con quienes le toca tratar pertenecen a las capas más humildes de la población:
“Ramos se preguntó por primera vez de dónde habían salido sus subordinados en la fábrica de ladrillos. Se los imaginó vagabundos en las calles soleadas, la piel quemada, siempre en busca de algo de comida, y casi fue capaz de verlos andrajosos, sucios, haciendo de un cuchillo embotado su primera arma…” (p. 55)
Lo que podría redimir a Ramos en ese medio menesteroso y violento es su relación con Fernanda, pero él se contiene, interpone reservas mentales y establece un vínculo alérgico a cualquier atisbo de sentimentalismo. En efecto, Fernanda “era hermosa pero no demasiado” (p. 15), y, “no la conocía tanto y esperaba con el tiempo tener más motivos para sentirse insatisfecho” (p. 15). Así, hay espacio para escenas de carga erótica y para la eventual impotencia viril.
Al igual que Ramos en su desapego evita las efusiones emocionales,  el autor ejerce  una cierta reticencia narrativa, rayana en el minimalismo, lo que no le impide una atención esmerada hacia el detalle significativo.
En Música del desierto Dennis Arita registra con parsimonia el ritmo de la vida solitaria de su protagonista, incluso del tedio doméstico (perruno), y en ello roza la banalidad, pero, a la vez, sabe insertar en la escritura señales alarmantes a través del recuento de las miradas, las actitudes y las burlas de Cáceres (ebrio y enardecido) y cuatro empleados suyos que acorralan a Ramos en una cantina, con vistas a vengarse de él tras descubrir su “affair”. En seguida éste, de manera absurda e indiferente a su suerte, acepta acompañar a la manada a “dar un paseo” en un vehículo donde Cáceres, en lugar suyo, acaba siendo la víctima.
Lo cierto es que Ramos se encuentra física y metafísicamente desacomodado. Su decisión de recalar en el Sur de Honduras le obliga a partir de cero como un inmigrante cualquiera. Su mundanidad y el abismo de conciencia le separan de todos incluso de la propia Fernanda, fascinada por su aura de “extranjería”, en el sentido que le otorga Camus a este término.
Al respecto hay un segmento  del relato que merece mención aparte (pp. 68, 69 y 70), en el que Fernanda se instala en la casa de Ramos –durante su ausencia-, y simula convertirse en él, pretende adquirir un carácter varonil, se mete-en-la-piel de su amante hasta el punto de verse  “a sí misma con los ojos de Ramos” y ser “capaz de desearse a sí misma como Ramos la deseaba”. Se trata de una curiosa (o, más bien, insólita) transformación vicaria, que culmina en el auto-erotismo, y sin duda es un notable logro literario.
Música del desierto constituye, en definitiva, un relato casi conradiano en el sentido de incluir horrores descritos calmadamente (el asesinato de Cáceres, el acoso de Ramos), con frases fatalistas que el autor suelta al desgaire y que el lector encaja con aprehensión y estremecimiento.
Al relato se le dispensan algunas imperfecciones como “el sol que a esa hora era un gigantesco disco carmesí”* (p. 61),  “la borrachera… había desaparecido como por arte de magia”* (p. 63), o el frecuente uso del verbo “mirar” en vez de “ver”, en función de las gratificaciones verbales que depara y que hacen de Dennis Arita un narrador talentoso, de prosa fluida y al mismo tiempo diestramente controlada.

                                                                                           Roma, 11 de marzo del 2013
(*) Los subrayados son míos (HAB).

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