sábado, 6 de diciembre de 2014

Narrativa hondureña actual: una voluntad posmoderna



Publiqué este artículo en el último número del boletín literario "Página al Viento" de la Editorial Universitaria y al parecer, ya empezaron a salir ronchas por todas partes. Es el "riesgo" que se corre al decir la verdad, supongo. Qué cosas, ¿no?
Por Giovanni Rodríguez

¿Cuándo fue la última vez que se publicó un libro de narrativa en Honduras? ¿Fue, acaso en 2013, El equilibrista, una novela que Roberto Quesada ya había publicado, con otro título, hace muchos años? ¿O acaso en 2012, Entonces, el fuego, de Raúl López Lemus, una colección de cuentos de un tiraje cortísimo que pocos alcanzamos a leer? Es curioso que a pesar de ser pocos los libros de narrativa hondureña que llegan a nuestras exiguas librerías, resulte difícil recordarlos. ¿Cuántos habrán leído Final de invierno y Música del desierto, los dos libros de cuentos de Dennis Arita aparecidos en 2008 y 2011, respectivamente? ¿O Las virtudes de Onán (2007), la obra de Mario Gallardo que probablemente represente para una generación próxima lo que para la nuestra significó El arca, de Óscar Acosta?
Escasos son los lectores como escasa es nuestra narrativa, y más allá, escasa la calidad de esta narrativa, del mismo modo que pobre es nuestra vida cultural y deficiente nuestra formación académica. Una cosa no deriva necesariamente de la otra pero es obvio que alguna relación guardan entre sí. Un escritor de ficciones de nuestro llamado “tercer mundo” estará menos preocupado por escribir que por conservar el trabajo que le permita llenar la nevera. Con ese panorama, al que se le podría sumar la casi nula existencia de medios que permitan la difusión de la literatura, la incipiente industria editorial y el oneroso costo de la autoedición, distribución y promoción de los libros, poco se puede hablar de una narrativa contemporánea hondureña sólidamente establecida, pues, más que escritores, quienes de vez en cuando publicamos algún libro en estas Honduras somos profesores, periodistas, correctores de textos, y cuando hay menos suerte, nos dedicamos a labores que nada tienen que ver con la literatura.
Pero digamos, siendo optimistas, más allá de todas esas circunstancias adversas, que algún movimiento existe en Honduras con sus narradores, que ahí en sus viviendas, en sus respectivos escritorios, con el empuje inicial que ha supuesto la publicación de alguno de sus libros, se fraguan ahora los cuentos y las novelas que constituirán en el futuro las referencias de la narrativa de la generación actual. Y así, optimistas y expectantes, quedémonos por un momento.

De los siete autores hondureños incluidos en el libro Puertos abiertos, antología de cuento centroamericano, de Sergio Ramírez, sólo cuatro, Jorge Medina García, Julio Escoto, Mario Gallardo y Juan de Dios Pineda, publicaron al menos un libro de narrativa en los últimos 10 años; Gallardo y Pineda cuentan solamente con uno y dos libros de narrativa publicados, respectivamente, aunque “Las virtudes de Onán”, del primero, y “Sensemayá-Chatelet”, del segundo, son dos de los mejores cuentos de la narrativa hondureña de todos los tiempos.
De todos ellos, sólo Jorge Medina García publica regularmente, y si Julio Escoto aún tiene vigencia será por sus cuentos de La balada del herido pájaro y la novela El árbol de los pañuelos y no porque aprovechó la coyuntura del Golpe de Estado de 2009 para publicar una novelita de título absolutamente olvidable en donde coloca a unos comerciantes mayas a conspirar para derrocar a su gobernante.
Otra antología de cuento centroamericano con el título Un espejo roto publicó Sergio Ramírez recientemente y en el caso de Honduras la selección es, cuando menos, una “recogida” improvisada.
Hay que consignar tres casos de narradores hondureños publicando en el extranjero: Horacio Castellanos Moya, nacido en Tegucigalpa pero considerado salvadoreño por casi todo el mundo, cuyos libros aparecen, al menos cada dos años, en Tusquets; León Leiva Gallardo, otro escritor hondureño casi desconocido para nosotros y residente en Chicago, ha publicado dos novelas también con Tusquets, en 2006 y 2008; y Roberto Quesada, quien, después de La novela del milenio pasado (Tropismos, 2004) no ha dado a conocer a los lectores nada nuevo.
En cuanto a la narrativa escrita por mujeres, habría que destacar a Marta Susana Prieto, una de las pocas integrantes de nuestras letras actuales que no se ha dejado llevar por el influjo de ese feminismo machacón que entiende la literatura como campo de batalla ideológico y no como arte.
Otra vez, entonces, la revisión del panorama, pobre y triste, sobre todo si lo comparamos con el de otros países centroamericanos. Así, es necesario mencionar al grupo de narradores que integramos el libro Entre el parnaso y la maison (2011), que llegó a confirmar lo que Hernán Antonio Bermúdez dijera dos años atrás: “El eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la Costa Norte”. En ese libro aparecíamos los autores que, probablemente, nos habíamos formado en San Pedro Sula y sus alrededores y que teníamos, más o menos, ciertas afinidades literarias. De ese grupo de diez autores, sólo dos se mantienen sin publicar su propio libro. Hasta la fecha de aparición de ese libro no ha habido otro acontecimiento realmente importante para la narrativa hondureña.

La actual narrativa hondureña se debate entre el realismo mágico o costumbrista y la posmodernidad, entre el puritanismo y la heterodoxia, entre lo políticamente correcto y la rebeldía, entre la autocensura y el desparpajo, entre el afán reivindicativo de alguna causa y la búsqueda de lo meramente artístico, y la pugna entre todos estos elementos, aunque a algún despistado seguramente cosmopolita le parezca provinciano, hay que asumirla como parte de nuestro devenir histórico, pues no vivimos en una sociedad homogénea; aquí conviven, en una armonía delirante, lo antiguo y lo moderno, por lo que no es extraño que algunos de nuestros narradores (o poetas) sigan, a estas alturas, con los discursos trillados de hace cuarenta o cincuenta años.
        Una nueva generación de narradores empezó a manifestarse durante los últimos años, en la que Mario Gallardo y Dennis Arita sobresalen y a la zaga vamos otros, más jóvenes, quizá insolentes y hasta fanfarrones, pero enteramente comprometidos con la búsqueda que deberá conducirnos a la consolidación de una nueva narrativa hondureña.
      ¿Qué características marcan a esta nueva generación? En lo relativo al “fondo”, la casi ansiedad por desmarcarse del relato bananero, del apego a la tierra y a lo rural que caracterizó a generaciones anteriores, y la identificación de los espacios urbanos no como simples estaciones de paso sino como escenarios centrales. Ahí se mueven personajes ya no preocupados por el abordaje totalizante de la historia, que incluye en nuestra narrativa, entre otros aspectos, la guerra, la inestabilidad política, la explotación laboral y el asunto remasticado de la identidad, sino por los temas inherentes a la época más reciente: la criminalidad, la emigración, la crisis económica, pero desde una perspectiva particular, que va de la mano con la soledad del individuo, con sus relaciones interpersonales, su visión del arte y la literatura, el erotismo y el hedonismo. No se trata de grandes temas sino de temas muy específicos que implican el abandono de una visión abarcadora en favor de un acercamiento con la obligada “obsesión del miope”, como apuntó Antonio Skármeta.
       En cuanto a la “forma”, se percibe en algunos narradores esa misma voluntad posmoderna que apela a la fragmentación, aunque en algunos casos habría que preguntarse si no se trata de cierta incapacidad para la construcción de relatos más homogéneos. La incorporación de elementos propios del género policial, del lenguaje de la tecnología, del humor, de la ironía y el uso del pastiche y la intertextualidad, son otros rasgos que permiten entender a la narrativa actual como inmersa en un proceso posmoderno.
   Pero a pesar de que todas estas características pueden ya identificarse en nuestra narrativa contemporánea, resultan escasos los libros dignos de estudio, los libros que pasen los rigores inherentes a una obra literaria de calidad; por ello habría que esperar una buena cantidad de años antes de aventurarse a hablar con propiedad de una narrativa hondureña de principios del Siglo XXI que no pase de ser apenas un intento, un punto de partida prometedor, una entelequia.

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