domingo, 25 de febrero de 2007

El orgullo de ser de aquí

Alguien dijo una vez que los periodistas tienen la detestable costumbre de hacer colectivos los triunfos individuales. Y en este momento en que una buena cantidad de latinoamericanos están nominados a un premio Oscar, aquí, en el periódico donde me desempeño como "corrector de estilo" (como si estos "periodistas" pudieran jactarse de tener un "estilo"), hay un gran alboroto porque El Laberinto del fauno, del mexicano Guillermo del Toro, y Babel, del también mexicano Alejandro González Iñárritu, antes de finalizar la entrega ya han acumulado algunas estatuillas.
La "emoción" que embarga a estos periodistas, el orgullo de ser latinoamericanos y de estar bien representados en la ceremonia de entrega de los premios de la academia, el nerviosismo que se vive en los minutos previos a la concesión de los premios a mejor actriz, esperando que sea la española Penélope Cruz, y mejor película, cruzando los dedos por Babel de González Iñárritu, es algo que los escasos pero fieles lectores de este blog no pueden calcular.
Recuerdo que algo parecido ocurrió cuando la "hondureña" América Ferrera ganó un Globo de Oro por su papel como mejor actriz de comedia en Ugly Betty, enésimo refrito de la telenovela colombiana Bety la fea. Aquí todos saltaban, se abrazaban, algunos rostros incluso amenazaron con regalarle una lágrima a la noche para rozar el colmo de la cursilería. A partir de ese momento glorioso para todos los hondureños (equiparable a la clasificación de la selección de fútbol al mundial España 82) la fea hondureña llenó de notas el periodismo nacional, todos ellos, sin excepción creo, coincidiendo en que la señorita era un orgullo catracho, como si su formación se la debiera a alguna hipotética escuela de cine hondureña o como si el valor de su trabajo tuviera algo que ver con este país de nombre profundo.
Vaya que sí les gusta a los periodistas apropiarse de los triunfos ajenos, pero, para no pecar de egoístas, comparten con su público estos grandes logros de sus compatriotas en el extranjero.
Mala suerte la de Edgar Álvarez, quien "nos representa dignamente" en el fútbol italiano. Hoy metió un golazo cuando su equipo empataba 0-0 y el partido estaba a punto de finalizar, lo que provocó la muerte de un aficionado, que no pudo resistir la emoción de que su equipo el Messina ganara cuando ya todo parecía tablas. Obviamente, para mis compañeros de trabajo los periodistas es motivo de orgullo que Álvarez le haya dado tres puntos a su equipo y lo es más el hecho de haber provocado con su golazo la muerte de un pobre aficionado. ¡Qué capacidad la de los hondureños! Lo malo es que le tocó golear el día de la entrega de los premios Oscar, y, aunque no lo querramos, es más importante esta última noticia.
Bueno, hasta aquí llego. Acaban de darle la estatuilla a Scorsese, después de siete nominaciones fallidas en su historia como director. Hay un poco de tristeza entre los periodistas, ya no podrán celebrar el premio para mejor director al orgullo latino Alejandro González Iñárritu. Esperemos que en las próximas jornadas David Suazo se acerque a los líderes de goleo del Calcio italiano, que de la mano de Rueda la selección de fútbol clasifique por fin a su segundo mundial o que allá en el imperio América siga cosechando triunfos.
Por ahora sigamos regocijándonos con las imágenes de "Pecho de Águila" Zelaya goleando a España en el 82 y con las de la chica de frenos dentales levantado su Globo de Oro.

Viajes por el Scriptorium, de Paul Auster

Alegoría de la creación
Por JAVIER APARICIO MAYDEU
Paul Auster brinda a los lectores una de sus obras más austerianas. Una novela metaficcional en la que convoca a sus criaturas literarias con más vida propia que nunca. Un juego de espejos entre la creación literaria y la realidad. Un día un hombre se despierta en su casa con amnesia y ve que cada elemento de su habitación tiene una etiqueta que los identifica y que servirá para reconstruir el pasado ficcional y real.
Arranca el nuevo libro de Paul Auster con un tal Míster Blank ("el señor-en-blanco") sentado al borde de una cama, solo, encerrado y enajenado como esos hombres de yeso moldeados por George Segal, siendo filmado y grabado mientras se pregunta quién es, dónde demonios está y qué sucede, y mientras alberga intensos sentimientos de culpa y "se levanta por fin de la cama, se detiene brevemente para no perder el equilibrio y, arrastrando los pies, se dirige al otro extremo de la habitación", como reencarnación de Gregorio Samsa en La metamorfosis. Sí, Míster Blank se encuentra en circunstancias kafkianas que traen a la memoria la situación del Señor K. en El Proceso. Sucede, sin embargo, que el enigmático espacio que ocupa, absurdo y elíptico como un escenario imaginado por Beckett -en Experimentos con la verdad ya confesó Auster que Kafka y Beckett ejercen una poderosa influencia sobre su obra- parece ser el escritorio de un escritor (lámpara, bolígrafo, manuscritos), cuyos objetos son etiquetados y descritos uno a uno a modo de metáfora del propio proceso de escritura narrativa, por el que la realidad del escritor se transmuta en lenguaje. A juzgar por los personajes que lo visitan sucesivamente y lo liberan por un momento de su alienación, de su orfandad -"agentes" los llama el narrador, a los que Blank envía a "misiones" que el lector traduce por "tramas" de las distintas novelas de Auster protagonizadas por sus "agentes"-, Peter Stillman, Daniel Quinn o David Zimmer, todos ellos personajes de novelas anteriores de Auster (Míster Blank "está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginación", fantasmas que no son sino los personajes de su mundo ficcional), el propio Míster Blank parece ser una proyección simbólica de Míster Auster, y se diría que el relato pretende ser un modo de revelarnos que un autor lo es en la medida en que existen sus personajes, o si acaso es un "señor-en-blanco" que comienza a ser, a dotarse de identidad, en la medida en que sus personajes se la insuflan, de modo que el proceso que aquí se desarrolla en realidad, en forma alegórica, es el de la creación. "Sin Míster Blank no somos nada, pero la paradoja es que nosotros, seres puramente imaginarios, sobreviviremos a la mente que nos creó": este experimento acerca de los estatutos del autor, de su condición ontológica y de la de sus criaturas, y asimismo de las abstrusas relaciones entre autor y personajes no anda muy lejos del que en 1914 pergeñó Miguel de Unamuno en Niebla, acosado por su personaje Augusto Pérez como acosado quiso estar Pirandello cuando concibió sus Seis personajes en busca de autor.
Auster convoca a sus criaturas a un aquelarre literario. Acuden Peter Stillman y Daniel Quinn, el obsesivo escritor filósofo y el legendario detective, respectivamente, de La ciudad de cristal (1985) de La trilogía de Nueva York; Fanshawe, el escritor y amigo de infancia del narrador de La habitación cerrada (1986), última novela de La trilogía de Nueva York cuyo título no guarda relación con el espacio que ocupa Míster Blank por mero azar, y James P. Flood, policía surgido de un sueño de Fanshawe; Samuel Farr y Anna Blume, escritor y heroína de El país de las últimas cosas (1987); Marco Stanley Fogg, émulo sui géneris de Phileas Fogg y quijotesco y lunático huérfano de El palacio de la luna (1989); Benjamin Sachs, escritor sobre el que escribe el escritor Peter Aaron, protagonista de Leviatán (1992); Walter Rawley, el huérfano de Mr. Vértigo (1994); David Zimmer, el escritor de El libro de las ilusiones (2002), y John Trause (anagrama de Auster), personaje de La noche del oráculo (2004). Enredando la madeja más aún, entre una y otra visita lee un original de Trause y un manuscrito titulado Viajes por el Scriptorium escrito por Fanshawe, el autor ficcional referido por el narrador de La habitación cerrada, cuyo texto coincide con el que el lector de Auster está leyendo, añagaza en mise en abyme que le permite a ese mismo lector aventurar mil y una conjeturas detectivescas como las que el autor de Brooklyn Follies, su última y espléndida novela, le depara d'habitude, junto a conflictos de identidad, orfandades obsesivas, lances del azar, la mítica soledad del escritor, la escritura ordenando el caos de la vida, la contaminación entre autor, narrador y personaje, laberintos de instancias narrativas y autorreferencias, escritores "bloqueados" o, como Míster Paul Blank Auster, cautivos de su imaginación, juegos metaficcionales y otros temas favoritos de Auster reunidos en esta maqueta cómplice de su obra.
Viajes por el Scriptorium es una nouvelle à clef o un brillante ejercicio de narcisismo, un homenaje a sus autores favoritos, un viaje a la mente del novelista, una fiesta para sus lectores más fieles y, por encima de todo, una enigmática y magnífica alegoría de la creación.

sábado, 10 de febrero de 2007

Enfermos de literatura

En este texto un Dennis Arita "inusualmente feliz" propone una paradoja en la literatura: los libros tristes son escritos por hombres felices, o, para ser más precisos: los libros sobre enfermos los escriben escritores sanos, o al menos con el corazón sano, o feliz. Bueno, la idea es esa. Mejor leámoslo.
Por Dennis Arita
Pocas veces he pensado en la enfermedad y eso me convierte en el menos indicado para escribir sobre ella. Quizá debería ser un trabajo de agonizantes, médicos o empresarios de pompas fúnebres. Me adelantaré un poco al desarrollo acaso coherente de este texto: me atreveré a decir que los agonizantes son quienes menos desean escribir sobre su agonía o la de nadie más. Es posible que la mencionen, de buen o mal humor, pero es difícil que escriban sobre ella, por varias razones. En el caso de los médicos, en cuyas filas se hallan algunos escritores ilustres –Chéjov, por ejemplo- y otros no tanto –A J Cronin, creo; Maugham, que jamás ejerció, quizá para fortuna de algún burgués aquejado de gota-, evitan hablar de otra manera que la estrictamente profesional de los misterios de la enfermedad. El trato con empresarios fúnebres es elusivo; mi imagen de su profesión me la legaron los westerns: prolija vestimenta negra, escrupuloso sombrero de copa y regla en mano para medir la altura y la anchura de hombros del héroe momentos antes del duelo contra el desperado de turno.
En cuanto a mí: soy humano y tiendo a enfermarme y por ello no me considero del todo inepto para redactar algunos párrafos sobre las relaciones entre la enfermedad y la literatura. Como toda otra relación, ésta no necesita otra justificación que su existencia.
Como la muerte, la enfermedad parece algo lejano: escucho hablar de ella, pero siempre me parece algo que le ocurre a los demás. Ni siquiera busco pensar de ese modo para encontrar consuelo o para librarme de una preocupación que podría impedirme leer el periódico cómodamente, mientras endulzo el café. Ocurre sin que yo lo piense, es algo automático, como respirar o hacer la digestión, es una defensa que funciona a pesar de mí mismo. Si pensara demasiado en el proceso complejo y sibilino de mi respiración, es posible que dejara de respirar, o que comenzara a respirar con dificultad. Lo mismo pasa con la idea de la enfermedad o con cualquier otro proceso que no forma parte de nuestras actividades diarias, salvo que seamos médicos o enterradores. Según mi "sensibilidad" del momento, mencionar la enfermedad puede resultar más o menos interesante o conmovedor, pero en muy pocas ocasiones me veo a mí mismo en el sitio del enfermo. En general, la enfermedad para quien escucha hablar de ella mientras lee el periódico o endulza el café es siempre algo pasajero, una gripe, una torcedura, un dolor vago en alguna zona del tórax o de la garganta que se quita con boldo, manzanilla o pastillas sin prescripción médica.
Para un escritor, e imagino que para cualquier otro ciudadano dentro o fuera de la ley, la enfermedad deja de ser algo ajeno y perteneciente a los demás asuntos públicos cuando su importancia es declarada o adivinada, cuando la delatan un dolor demasiado agudo y constante o cualquier otra amenaza directa a la supervivencia. Supongo que más de algún escritor, bueno o malo o mediocre, ha emprendido la tarea de redactar un texto de ficción después de sentirse amenazado por la enfermedad; si esa advertencia de la aniquilación física es verdaderamente importante para quien redacta textos de ficción, lo más seguro es que se siente y escriba algo y quizá ese algo resulte satisfactorio. Si nos parecen notables la guerra, la muerte, el amor o la política, bien podemos dedicarles unas páginas. Si somos lo bastante egoístas y creemos que nuestra convalecencia importa, ¿por qué no redactar algo sobre la enfermedad, la nuestra o la de otros? Tolstói sintió y acaso amó la guerra y escribió los magníficos Cuentos de Sebástopol; Tolstói se sintió enfermo o amenazado por la muerte e inventó la enfermedad y la muerte de Iván Ilich.
La realidad es ya tan compleja que inventar dos categorías no la hará menos comprensible. Mencionar a Tolstói me hace pensar en la legalidad de dos nuevas especies de escritores: quienes escriben libros tristes y quienes escriben libros felices. Creo que los escritores de libros tristes gozan casi siempre de una salud apta para la caminata por el desierto de Kalahari; los redactores de libros felices suelen ser seres fantasmales, aquejados por una o dos enfermedades nunca bien descritas, muchas veces hereditarias. No pienso en Tolstói porque haya escrito su libro más triste cuando peleaba en el Cáucaso y bebía kvas en inmensas jarras; en realidad, su libro más triste, Qué es el arte, pertenece a su vejez, cuando beber kvas era un pecado capital y era mejor predicar una versión personal de los Evangelios a una tropa de fieles mujiks. Pienso en él por su inmensa vitalidad, porque no parece haberse enfermado nunca. Me parece que su pulmonía final fue otra de sus rebeldías; sencillamente, decidió morirse. Batalló en el Cáucaso, viajó mucho, procreó 15 o 16 hijos, bebió cantidades pantagruélicas de kvas, escribió libros fascinantes, escribió libros detestables, convirtió en koljós su latifundio, segó campos enteros a la cabeza de un ejército de mujiks. No quedaba mucho por hacer, salvo subir a un tren hacia Mongolia y morirse en una estación ferroviaria. Pienso en un escritor triste y quizá enfermo: Herman Melville. Según dicen, buscó la amistad de Hawthorne –a quien concibo feliz: según su mujer, le encantaba patinar con Henry David Thoreau- y le dedicó Moby Dick. Con un gesto que parece reflejar la tristeza constitucional de Melville y la que provocaba en los demás, Hawthorne no agradeció la inscripción ni correspondió la generosidad. Pero los libros de Herman, sabrá el cielo por qué, se me antojan alegres: nada más vital o menos melancólico que los paseos de Ismael por los puertos del mundo, ningún remedio mejor contra la tristeza que el propuesto al comienzo de Moby Dick: "Me pareció buena idea salir a navegar y ver la parte acuática del mundo. Así es como me libro del aburrimiento y regulo la circulación. Cuando hago muecas de tristeza; cuando en mi alma se instala un noviembre oscuro y húmedo; cuando me detengo frente a las funerarias y me pongo a seguir todos los entierros (…) entonces me parece mejor salir al mar lo más pronto posible. De ese modo sustituyo la pistola y la bala". Sin embargo, no todos podemos ser marineros; además, el doctor Samuel Johnson dijo en 1759 que no podía concebir peor cárcel que un barco ni vida más reprochable que la de un marino: "No man will be a sailor who has contrivance enough to get himself into a jail; for being in a ship is being in a jail, with the chance of being drowned" ("Ningún hombre que pueda arreglárselas para hacerse meter en prisión querrá convertirse en marino; estar en un barco es estar en prisión, pero con el riesgo de ahogarse"). Cierto: Bartleby es un libro que puede provocar un escalofrío cósmico, pero sus primeras páginas son cómicas… Melville, creo, padecía una extraña dolencia: estaba enfermo de vitalidad. Vagabundo en tierras feraces, marinero que desertaba de todos los buques, escritor de libros ilegibles, como Typee y Omoo, que son un esbozo macabro de las aventuras de Jim Hawkins y David Balfour, Melville se forjó un destino contradictorio y se convirtió en oscuro funcionario de aduanas. ¿Estaba huyendo de su primera y exuberante vitalidad, la que lo obligó a redactar sus extraños libros de aventuras en los mares del sur? Borges quiere que a la rara progenie de Melville pertenezca Franz Kafka. Se me ocurre imaginar a un Kafka de salud envidiable al redactar sus textos más desesperantes; sólo alguien en la plenitud de sus facultades físicas habría soportado imaginar el vacío que acecha en El proceso o La metamorfosis. Que yo sepa, sus estancias en sanatorios para tuberculosos, hacia el final de su vida, no las dedicó a la redacción de narraciones laberínticas. El hombre estaba demasiado ocupado pensando en su enfermedad o, más probable, en nada absolutamente. Ya se sabe que puede enloquecernos la constancia o la fijeza de una idea o una imagen, incluso la de una moneda (según el postulado de un personaje de Borges), y pensar constantemente en una poderosa dolencia física podría acabar con nuestra cordura antes de aniquilarnos, aunque, para todo fin práctico, acaso da lo mismo morirse cuerdo que morirse loco. Esta noción, como tantas otras, es fácilmente desmontable: ¿no habría sido peor que don Quijote falleciera bajo los efectos de una desilusión literaria –"disparates", "embelecos" y "sombras caliginosas de la ignorancia" los llama el excelente hidalgo- que con la sanción de cordura acreditada por el barbero, el cura, la sobrina y el bachiller Sansón Carrasco?
Menos especulativa que la búsqueda de escritores enfermos es la de personajes enfermos. De ellos no hay que averiguar más que lo que nos cuentan sus creadores: ¿es preciso saber más que aquello que Kafka nos cuenta de Gracchus, el cazador que llega a morir a la ciudad de Riva? La enfermedad y la muerte de Gracchus el cazador son ejemplares: nadie puede ayudarlo a escapar de la muerte; incluso pensar en socorrerlo es "una enfermedad que debe curarse con el descanso riguroso". La dolencia de Gracchus es la culpa. Mató zorros en la Selva Negra, fue respetado y alabado, pero ahora debe pagar por un delito incomprensible. En realidad, comprender no sirve de nada, emprender cualquier acción no tiene sentido: cuando el burgomaestre de Riva le pregunta si tiene la intención de quedarse en la ciudad, Gracchus el cazador responde: "No tengo intenciones. Estoy aquí, eso es todo". Es como decir Estoy condenado desde antes de nacer. La dolencia de Gracchus no es mental; una esquizofrenia no es tan grave al compararla con la enfermedad del cazador. Un loco sufre menos que un hombre como Gracchus, porque no es consciente de su culpa. Según creo, Dostoievski dijo: "Soy culpable de todo lo que sucede en el mundo". Ésa es la culpa de Gracchus. Su enfermedad es incurable porque toda culpa es irredimible, incluso el pecado original, aunque tanto se habla de él y tantas formas asume que de original le queda muy poco. El Job de la Biblia es otro enfermo ilustre, pero, cubierto de llagas, despojado de todo, no lo abandona la confianza en su hacedor ("Aunque él me matare, en él confiaré"). Está a salvo a pesar de todo y es lo contrario de Gracchus, que se sabe perdido a pesar de todo.
En ciertos textos, la enfermedad es una pantalla de fondo, un recurso espantoso que un volcán o un meteorito podrían sustituir sin pérdida. Pienso en La peste de Camus, en El decamerón de Bocaccio, en La máscara de la muerte roja de Poe. Creo saber la razón: hay demasiados enfermos y demasiados muertos. Ya no se trata del íntimo enfrentamiento de un enfermo con su dolencia; ya no es Iván Ilich comprobando día tras día el avance de su tumor, la pérdida de facultades, el ridículo de morir que intentamos hacer pasar por tragedia. En La peste, la enfermedad es una excusa narrativa (eficaz, por cierto) para que algunos personajes destinados a enfermar y a morir investiguen cuestiones metafísicas: el hombre es una criatura persistente. En El decamerón, es una excusa para el amor galante y la despreocupada relación de historias picarescas, morales y eróticas. En La máscara de la muerte roja, es una excusa para sorprender a Próspero. Pienso, con mi habitual pereza, que debe haber un texto narrativo poblado exclusivamente por personajes enfermos. No debo buscar demasiado; se me ocurren dos: El pabellón número 6 de Chéjov y La montaña mágica, del siempre entusiasta Thomas Mann. El adverbio "exclusivamente" puede parecer exagerado, pero leí ambos libros hace ya algún tiempo y tengo esa impresión de enfermedad omnipresente cuando los recuerdo. Es sabido que oponer dos libros (o dos opiniones, no importa cuáles) es una manera de eficaz de parecer interesantes. Por ello opondré el breve texto de Chéjov a la inacabable novela de Mann.
El pabellón número 6 es un libro hermoso y preciso y aunque la palabra hermoso carezca de precisión, la dejaré. Chéjov quiere -y logra- convencernos de que asistimos a la vida en un sanatorio. Sin duda, la intención de Chéjov es hacernos huéspedes vicarios de ese reducto de enfermos terminales, no porque la enfermedad le parezca interesante ni porque quiera hacer prestidigitación con símbolos. Lo hace porque desea crear otro mundo, el de sus ficciones, donde transcurra la vida, porque a veces la vida es interesante a pesar de la enfermedad. En La montaña mágica el relato es arduo y artificial; todo es lejano, inalcanzable, como el sanatorio de montaña donde transcurre la acción. Mann quiere contarlo todo en su novela, pero emplea un artificio curioso que al final es el más poderoso enemigo de la credulidad del lector: nada está dicho claramente, todo es eufemismo o mera alusión. Aunque todos están enfermos, nadie lo dice. Al final, Mann sólo nos transmite la dificultad con que sin duda redactó su libro.
No sé si alguien habrá llegado al final de este texto para preguntarse por qué escribir sobre ciertos aspectos de la enfermedad de una manera tan despreocupada, tan nonchalant. Sólo puedo responder que estoy triste y enfermo y que cualquier texto que escriba debe aspirar a la dicha. Si el texto no parece dichoso, tampoco es mi culpa: se trata, sencillamente, de que soy inusualmente feliz. De cualquier manera, siempre gano yo.