En este texto un Dennis Arita "inusualmente feliz" propone una paradoja en la literatura: los libros tristes son escritos por hombres felices, o, para ser más precisos: los libros sobre enfermos los escriben escritores sanos, o al menos con el corazón sano, o feliz. Bueno, la idea es esa. Mejor leámoslo.
Pocas veces he pensado en la enfermedad y eso me convierte en el menos indicado para escribir sobre ella. Quizá debería ser un trabajo de agonizantes, médicos o empresarios de pompas fúnebres. Me adelantaré un poco al desarrollo acaso coherente de este texto: me atreveré a decir que los agonizantes son quienes menos desean escribir sobre su agonía o la de nadie más. Es posible que la mencionen, de buen o mal humor, pero es difícil que escriban sobre ella, por varias razones. En el caso de los médicos, en cuyas filas se hallan algunos escritores ilustres –Chéjov, por ejemplo- y otros no tanto –A J Cronin, creo; Maugham, que jamás ejerció, quizá para fortuna de algún burgués aquejado de gota-, evitan hablar de otra manera que la estrictamente profesional de los misterios de la enfermedad. El trato con empresarios fúnebres es elusivo; mi imagen de su profesión me la legaron los westerns: prolija vestimenta negra, escrupuloso sombrero de copa y regla en mano para medir la altura y la anchura de hombros del héroe momentos antes del duelo contra el desperado de turno.
En cuanto a mí: soy humano y tiendo a enfermarme y por ello no me considero del todo inepto para redactar algunos párrafos sobre las relaciones entre la enfermedad y la literatura. Como toda otra relación, ésta no necesita otra justificación que su existencia.
Como la muerte, la enfermedad parece algo lejano: escucho hablar de ella, pero siempre me parece algo que le ocurre a los demás. Ni siquiera busco pensar de ese modo para encontrar consuelo o para librarme de una preocupación que podría impedirme leer el periódico cómodamente, mientras endulzo el café. Ocurre sin que yo lo piense, es algo automático, como respirar o hacer la digestión, es una defensa que funciona a pesar de mí mismo. Si pensara demasiado en el proceso complejo y sibilino de mi respiración, es posible que dejara de respirar, o que comenzara a respirar con dificultad. Lo mismo pasa con la idea de la enfermedad o con cualquier otro proceso que no forma parte de nuestras actividades diarias, salvo que seamos médicos o enterradores. Según mi "sensibilidad" del momento, mencionar la enfermedad puede resultar más o menos interesante o conmovedor, pero en muy pocas ocasiones me veo a mí mismo en el sitio del enfermo. En general, la enfermedad para quien escucha hablar de ella mientras lee el periódico o endulza el café es siempre algo pasajero, una gripe, una torcedura, un dolor vago en alguna zona del tórax o de la garganta que se quita con boldo, manzanilla o pastillas sin prescripción médica.
Para un escritor, e imagino que para cualquier otro ciudadano dentro o fuera de la ley, la enfermedad deja de ser algo ajeno y perteneciente a los demás asuntos públicos cuando su importancia es declarada o adivinada, cuando la delatan un dolor demasiado agudo y constante o cualquier otra amenaza directa a la supervivencia. Supongo que más de algún escritor, bueno o malo o mediocre, ha emprendido la tarea de redactar un texto de ficción después de sentirse amenazado por la enfermedad; si esa advertencia de la aniquilación física es verdaderamente importante para quien redacta textos de ficción, lo más seguro es que se siente y escriba algo y quizá ese algo resulte satisfactorio. Si nos parecen notables la guerra, la muerte, el amor o la política, bien podemos dedicarles unas páginas. Si somos lo bastante egoístas y creemos que nuestra convalecencia importa, ¿por qué no redactar algo sobre la enfermedad, la nuestra o la de otros? Tolstói sintió y acaso amó la guerra y escribió los magníficos Cuentos de Sebástopol; Tolstói se sintió enfermo o amenazado por la muerte e inventó la enfermedad y la muerte de Iván Ilich.
La realidad es ya tan compleja que inventar dos categorías no la hará menos comprensible. Mencionar a Tolstói me hace pensar en la legalidad de dos nuevas especies de escritores: quienes escriben libros tristes y quienes escriben libros felices. Creo que los escritores de libros tristes gozan casi siempre de una salud apta para la caminata por el desierto de Kalahari; los redactores de libros felices suelen ser seres fantasmales, aquejados por una o dos enfermedades nunca bien descritas, muchas veces hereditarias. No pienso en Tolstói porque haya escrito su libro más triste cuando peleaba en el Cáucaso y bebía kvas en inmensas jarras; en realidad, su libro más triste, Qué es el arte, pertenece a su vejez, cuando beber kvas era un pecado capital y era mejor predicar una versión personal de los Evangelios a una tropa de fieles mujiks. Pienso en él por su inmensa vitalidad, porque no parece haberse enfermado nunca. Me parece que su pulmonía final fue otra de sus rebeldías; sencillamente, decidió morirse. Batalló en el Cáucaso, viajó mucho, procreó 15 o 16 hijos, bebió cantidades pantagruélicas de kvas, escribió libros fascinantes, escribió libros detestables, convirtió en koljós su latifundio, segó campos enteros a la cabeza de un ejército de mujiks. No quedaba mucho por hacer, salvo subir a un tren hacia Mongolia y morirse en una estación ferroviaria. Pienso en un escritor triste y quizá enfermo: Herman Melville. Según dicen, buscó la amistad de Hawthorne –a quien concibo feliz: según su mujer, le encantaba patinar con Henry David Thoreau- y le dedicó Moby Dick. Con un gesto que parece reflejar la tristeza constitucional de Melville y la que provocaba en los demás, Hawthorne no agradeció la inscripción ni correspondió la generosidad. Pero los libros de Herman, sabrá el cielo por qué, se me antojan alegres: nada más vital o menos melancólico que los paseos de Ismael por los puertos del mundo, ningún remedio mejor contra la tristeza que el propuesto al comienzo de Moby Dick: "Me pareció buena idea salir a navegar y ver la parte acuática del mundo. Así es como me libro del aburrimiento y regulo la circulación. Cuando hago muecas de tristeza; cuando en mi alma se instala un noviembre oscuro y húmedo; cuando me detengo frente a las funerarias y me pongo a seguir todos los entierros (…) entonces me parece mejor salir al mar lo más pronto posible. De ese modo sustituyo la pistola y la bala". Sin embargo, no todos podemos ser marineros; además, el doctor Samuel Johnson dijo en 1759 que no podía concebir peor cárcel que un barco ni vida más reprochable que la de un marino: "No man will be a sailor who has contrivance enough to get himself into a jail; for being in a ship is being in a jail, with the chance of being drowned" ("Ningún hombre que pueda arreglárselas para hacerse meter en prisión querrá convertirse en marino; estar en un barco es estar en prisión, pero con el riesgo de ahogarse"). Cierto: Bartleby es un libro que puede provocar un escalofrío cósmico, pero sus primeras páginas son cómicas… Melville, creo, padecía una extraña dolencia: estaba enfermo de vitalidad. Vagabundo en tierras feraces, marinero que desertaba de todos los buques, escritor de libros ilegibles, como Typee y Omoo, que son un esbozo macabro de las aventuras de Jim Hawkins y David Balfour, Melville se forjó un destino contradictorio y se convirtió en oscuro funcionario de aduanas. ¿Estaba huyendo de su primera y exuberante vitalidad, la que lo obligó a redactar sus extraños libros de aventuras en los mares del sur? Borges quiere que a la rara progenie de Melville pertenezca Franz Kafka. Se me ocurre imaginar a un Kafka de salud envidiable al redactar sus textos más desesperantes; sólo alguien en la plenitud de sus facultades físicas habría soportado imaginar el vacío que acecha en El proceso o La metamorfosis. Que yo sepa, sus estancias en sanatorios para tuberculosos, hacia el final de su vida, no las dedicó a la redacción de narraciones laberínticas. El hombre estaba demasiado ocupado pensando en su enfermedad o, más probable, en nada absolutamente. Ya se sabe que puede enloquecernos la constancia o la fijeza de una idea o una imagen, incluso la de una moneda (según el postulado de un personaje de Borges), y pensar constantemente en una poderosa dolencia física podría acabar con nuestra cordura antes de aniquilarnos, aunque, para todo fin práctico, acaso da lo mismo morirse cuerdo que morirse loco. Esta noción, como tantas otras, es fácilmente desmontable: ¿no habría sido peor que don Quijote falleciera bajo los efectos de una desilusión literaria –"disparates", "embelecos" y "sombras caliginosas de la ignorancia" los llama el excelente hidalgo- que con la sanción de cordura acreditada por el barbero, el cura, la sobrina y el bachiller Sansón Carrasco?
Menos especulativa que la búsqueda de escritores enfermos es la de personajes enfermos. De ellos no hay que averiguar más que lo que nos cuentan sus creadores: ¿es preciso saber más que aquello que Kafka nos cuenta de Gracchus, el cazador que llega a morir a la ciudad de Riva? La enfermedad y la muerte de Gracchus el cazador son ejemplares: nadie puede ayudarlo a escapar de la muerte; incluso pensar en socorrerlo es "una enfermedad que debe curarse con el descanso riguroso". La dolencia de Gracchus es la culpa. Mató zorros en la Selva Negra, fue respetado y alabado, pero ahora debe pagar por un delito incomprensible. En realidad, comprender no sirve de nada, emprender cualquier acción no tiene sentido: cuando el burgomaestre de Riva le pregunta si tiene la intención de quedarse en la ciudad, Gracchus el cazador responde: "No tengo intenciones. Estoy aquí, eso es todo". Es como decir Estoy condenado desde antes de nacer. La dolencia de Gracchus no es mental; una esquizofrenia no es tan grave al compararla con la enfermedad del cazador. Un loco sufre menos que un hombre como Gracchus, porque no es consciente de su culpa. Según creo, Dostoievski dijo: "Soy culpable de todo lo que sucede en el mundo". Ésa es la culpa de Gracchus. Su enfermedad es incurable porque toda culpa es irredimible, incluso el pecado original, aunque tanto se habla de él y tantas formas asume que de original le queda muy poco. El Job de la Biblia es otro enfermo ilustre, pero, cubierto de llagas, despojado de todo, no lo abandona la confianza en su hacedor ("Aunque él me matare, en él confiaré"). Está a salvo a pesar de todo y es lo contrario de Gracchus, que se sabe perdido a pesar de todo.
En ciertos textos, la enfermedad es una pantalla de fondo, un recurso espantoso que un volcán o un meteorito podrían sustituir sin pérdida. Pienso en La peste de Camus, en El decamerón de Bocaccio, en La máscara de la muerte roja de Poe. Creo saber la razón: hay demasiados enfermos y demasiados muertos. Ya no se trata del íntimo enfrentamiento de un enfermo con su dolencia; ya no es Iván Ilich comprobando día tras día el avance de su tumor, la pérdida de facultades, el ridículo de morir que intentamos hacer pasar por tragedia. En La peste, la enfermedad es una excusa narrativa (eficaz, por cierto) para que algunos personajes destinados a enfermar y a morir investiguen cuestiones metafísicas: el hombre es una criatura persistente. En El decamerón, es una excusa para el amor galante y la despreocupada relación de historias picarescas, morales y eróticas. En La máscara de la muerte roja, es una excusa para sorprender a Próspero. Pienso, con mi habitual pereza, que debe haber un texto narrativo poblado exclusivamente por personajes enfermos. No debo buscar demasiado; se me ocurren dos: El pabellón número 6 de Chéjov y La montaña mágica, del siempre entusiasta Thomas Mann. El adverbio "exclusivamente" puede parecer exagerado, pero leí ambos libros hace ya algún tiempo y tengo esa impresión de enfermedad omnipresente cuando los recuerdo. Es sabido que oponer dos libros (o dos opiniones, no importa cuáles) es una manera de eficaz de parecer interesantes. Por ello opondré el breve texto de Chéjov a la inacabable novela de Mann.
El pabellón número 6 es un libro hermoso y preciso y aunque la palabra hermoso carezca de precisión, la dejaré. Chéjov quiere -y logra- convencernos de que asistimos a la vida en un sanatorio. Sin duda, la intención de Chéjov es hacernos huéspedes vicarios de ese reducto de enfermos terminales, no porque la enfermedad le parezca interesante ni porque quiera hacer prestidigitación con símbolos. Lo hace porque desea crear otro mundo, el de sus ficciones, donde transcurra la vida, porque a veces la vida es interesante a pesar de la enfermedad. En La montaña mágica el relato es arduo y artificial; todo es lejano, inalcanzable, como el sanatorio de montaña donde transcurre la acción. Mann quiere contarlo todo en su novela, pero emplea un artificio curioso que al final es el más poderoso enemigo de la credulidad del lector: nada está dicho claramente, todo es eufemismo o mera alusión. Aunque todos están enfermos, nadie lo dice. Al final, Mann sólo nos transmite la dificultad con que sin duda redactó su libro.
No sé si alguien habrá llegado al final de este texto para preguntarse por qué escribir sobre ciertos aspectos de la enfermedad de una manera tan despreocupada, tan nonchalant. Sólo puedo responder que estoy triste y enfermo y que cualquier texto que escriba debe aspirar a la dicha. Si el texto no parece dichoso, tampoco es mi culpa: se trata, sencillamente, de que soy inusualmente feliz. De cualquier manera, siempre gano yo.