domingo, 26 de agosto de 2007

“A los malos libros los quema el olvido”

"La mala poesía viene con fecha de vencimiento", nos dice este poeta. Y remata agregando que "A los malos libros los condena el tiempo y los quema el olvido". Dentro de unos meses, en diciembre para más señas, retornará a Francia -la patria de su esposa -, lejos del nido de "bichos que buscan hacerle imposible la vida a uno"; pero asegura que llevará consigo su "país portátil". En la decimotercera entrega de mimalapalabra-La Prensa el poeta José Antonio Funes (Puerto Cortés, 1963) nos habla, entre otras cosas, de "literatura comprometida", de poses literarias, de las publicaciones en Honduras, pero fundamentalmente de poesía. Vamos a ver.

¿Considera, como Juan Carlos Mestre, que la poesía ha caído en desgracia?
Es sólo el título de un poema nostálgico de Mestre. Sin embargo, vale también como expresión de nuestro tiempo. La poesía, frente a otro género como el narrativo está cada vez en mayor desventaja en el mercado del libro. Las grandes editoriales no apuestan por los poetas y se lanzan avorazadamente con su preferida -que es la preferida del gran público- la narrativa. Si hasta hay novelistas que, salvando cierta calidad, hasta parecen mafiosos saltando de una editorial a otra agenciándose de jugosos contratos y bailando hasta al amanecer con la niña gorda del "rey burgués".
¿Cómo conviven su oficio de poeta y su trabajo como director de la Biblioteca Nacional?
Cuando me visto de funcionario público tomo mi trabajo con responsabilidad y honestidad; y cuando me visto de poeta, pues también.
¿Han disminuido sus lecturas desde su primer trabajo como funcionario público?
La burocracia es devastadora cuando uno se toma apasionadamente su trabajo, en afán de ayudar en algo a este país; consume tiempo, energías, hay que luchar contra la incomprensión, las estupideces políticas, contra ciertos bichos que buscan hacerle imposible la vida a uno, y encima contra un mal salario. Sin embargo, ahora es cuando aprovecho para leer más poesía, lo que me da paz y sosiego.
¿Cree que para ser poeta es necesario poseer un temperamento melancólico?
La culpa es de Nerval, ese poeta desdichado a quien abrumó "el sol negro de la melancolía". Un poeta, como cualquier ser humano, puede tener muchos temperamentos. El problema es cuando "el temperamento melancólico" se vuelve una pose y miramos de reojo a los otros para ver quién es el primero en traernos los pañuelos del consuelo.
¿Qué piensa de esos malos lectores que creen que el escritor o el poeta deberían ser "más comprometidos"?
El escritor, el buen escritor que se debe a un público también comprometido con las buenas lecturas, es un ser privilegiado. Debe ser responsable con lo que escribe, pues es un "comunicador social" de lo estético y de lo ético. A ningún escritor debe exigírsele más que buena literatura, incluso en el caso de que su literatura sea predominantemente "política".
En un conversatorio en San Pedro Sula usted dijo que "Vale más hacer poesía que hacer un libro de poesía"... ¿Cree que existe publicación precipitada de libros de poesía en Honduras?
Cité las palabras de un amigo venezolano, Premio Adonais. Estoy de acuerdo: hay que preocuparse por escribir poesía y hay que olvidarse de que los libros nos van a hacer poetas, a menos de que el peso de la poesía nos indique de que ya es hora de que nazca el libro. Tomando otra frase de Octavio Paz, pienso que en Honduras hay muchos libros de poemas, pero con muy escasa poesía.
Borges dijo: "Escribo porque para mí no hay otro destino". Usted dice: "No sólo por escribir escribo". ¿Qué representa para Funes ese acto solitario de escribir?
Escribir es un acto solitario, pero paradójicamente es también un acto de solidaridad con los demás, pues las palabras únicamente tienen valor cuando evocan y convocan a los otros, cuando se tienden en la cama de la página en blanco para entregarse a los lectores y a las lectoras (como dirían las y los feministas).
¿Cómo influyó su experiencia en el extranjero sobre su poesía?
Hay algunos poemas de mi último libro que expresan mi experiencia en otros países. En el extranjero es cuando uno más tiene que afirmarse como hondureño, es cuando más debe recurrir a su identidad, a mostrar del barro de que está hecho, pues de nada sirve intentar parecerse a los otros, hablar y actuar como los otros, al final siempre caen las máscaras. Lo que aprecian los demás en uno es su autenticidad. La vida en Europa me marcó para siempre, regresé siendo otro, sin dejar de amar la patria de los míos; ahora vuelvo a Francia, pero llevo mi "país portátil". Allá leeré y beberé con otros poetas, pero no dejaré de ser el "poeta hondureño".
¿Por qué hay tan pocos lectores de poesía? Y, ¿por qué mucha gente la relaciona con la cursilería?
La lectura de poesía exige mucho, requiere de mucha inteligencia, de lectores privilegiados; se trata de decodificar un lenguaje lleno de símbolos. No se trata de la lectura de algo anecdótico como lo que encierra la narrativa. Siempre nos han vendido que poesía es "verso rimado", que poesía es sensiblería y no sensibilidad, sentimentalismo y no sentimiento. Se ha leído mal a Darío, a Nervo y a Neruda y se ha tomado de ellos lo declamatorio, la peor muestra de su poesía.
De acuerdo a su experiencia, ¿existen más poetas que buenos lectores en nuestro país?
Un buen poeta es, sobre todo, un buen lector. No me atrevería a calcular el número de buenos lectores, pero es evidente que son escasos y que también hay pocos poetas buenos.
¿Qué piensa de la escasa o casi nula industria editorial en Honduras?
La clave está en la palabra "industria". Existe una industria del libro de texto y hay cientos de miles de lempiras detrás de este negocio de "mercado cautivo". Otra cosa es la del libro de poesía, narrativa o ensayo que se deja en una librería a la espera de un lector formado e informado. Y aquí es donde ha fallado el "mercado cautivo del libro", la política de la lectura, porque las instituciones educativas no producen lectores, sino personas que después de haber aprobado sus clases terminan odiando los libros. La pobreza es otro factor, pero tenemos una clase media con capacidad para comprar libros, como tiene capacidad para pagar entradas a los cines y a los estadios.
¿Qué papel juega la editorial de la Secretaría de Cultura en la literatura hondureña?
Tratamos de publicar las mejores obras de autores nacionales o de extranjeros que hayan escrito sobre Honduras. Trabajamos con recursos del Estado, no somos una editorial mercantilista, pues apostamos por libros que no son de fácil mercado, pero que significan una contribución muy valiosa a la cultura del país. Esto algún día tendrá que reconocerse.
¿Qué significan los premios literarios para un escritor? ¿Se puede confiar en los escasos premios literarios existentes en Honduras?
Los premios, sobre todo si vienen del extranjero, sirven para obtener reconocimiento y prestigio. Hay Premios y hay premios en Honduras. No se debe confiar en que un premio literario va a servir para juzgar si nuestra obra es mala – cuando pierde- o si es excelente –si triunfa-. Me ha tocado estar de jurado internacional donde me ha tocado decidir –casi al azar- entre 10 obras de buena calidad para decidir un primer lugar.
Alguien dijo que publicar un libro de poesía es como dejar caer un pétalo de rosa en el Gran Cañón y esperar el eco. Después de varios libros de poesía publicados, ¿cree que ha valido la pena?
Sólo he publicado tres libros de poesía, pero ha valido la pena. Con mi poesía he tenido la posibilidad de leer en algunos escenarios de Europa, a dar la cara por la literatura hondureña; sólo en esos momentos uno no se siente "tercermundista".
Dos poemas de José Antonio Funes
RETORNO
En el pueblo de la noche/ las hormigas toman su descanso./ Soy ese niño que sale/ en busca de sus muertos queridos./ He perdido la mano de mi amiga/ justo a la boca del abismo./ He perdido las trenzas de mi abuela/ y tropiezo/ con un pájaro seco a mitad del camino./ Y me quedo/ solo,/ descalzo,/ entre piedras, espinas y serpientes./ También ha muerto/ mi caballo de palo.
HUESOS DE SOL

A Eduardo Lanza
Allí donde los desenterraron/ la tierra es más dura y más negra:/ ¡tanto grito en lo obscuro!/ Donde se encuentra un fémur, una tibia,/ las piedras son más filosas:/ ¡tanta espera!/ Donde aparece una mandíbula, un diente,/ las raíces son más dulces:/ ¡tanto morder la esperanza!/ Las madres escarbaron con uñas hasta alcanzar/ las calaveras de sus niños./ Hoy la luz es más blanca, más limpia, sobre esos huesos.

miércoles, 22 de agosto de 2007

La fiesta umbría (Historia de una transgresión)

Varias generaciones de lectores en un período relativamente corto de tiempo han disfrutado de sus libros publicados; otros, con algo de suerte, apenas empiezan a descubrirlo ahora. En cualquier caso, después de encontrárnoslo a través de una red de correos electrónicos, les presentamos esta vez en mimalapalabra un cuento hasta ahora inédito de Eduardo Bähr, en donde se dan cita, así, literalmente, un borracho, dos prostitutas y un “policía”, para mostrarnos, con hechos y palabras, que la noche en algunos lugares consiste sólo en un ajuste de cuentas en la forma de un ménage à trois.

Eduardo Bähr

¿Y quién, si no un amante que soñaba, juntara tanto infierno a tanto cielo? Quevedo.
1

A las mujeres les pareció que el agente que se había acercado -cuando susurraban con el acompañante deleites amorosos en la oscuridad-, actuaba con más desparpajo que el que se debía a su autoridad. (“¡Ajá, majos! -les había dicho, tomándolos por sorpresa-. ¿Es éste acaso algún hotelito de placer?, ¿o qué? Si lo fuera me parece que os queda un poco incómodo.”)
El que iba con ellas se quedó de media pieza, mientras trataba de subirse los pantalones. La del asiento de conductor se aferró al timón con espanto y la otra, recuperándose desde donde estaba pegada de cúbito dorsal se acercó a la ventanilla y, para sorpresa de los demás, le dijo al agente: “¡Este hombre nos amenazó si no accedíamos a sus pretensiones; que iba a abusar de mí y después de mi amiga! ¡Estamos aterradas y no quisimos que se pusiera violento!”.
Mientras aquél gritaba que eso era mentira hizo una lenta inspección fijando la vista en las partes del cuerpo que dejaba ver la blusa desaliñada. Era una mujer joven. Muestras de agresividad y coquetería brillaban en unos ojos que podrían sostener cualquier mirada, así que, ante la inquisición, echó con arrogancia hacia adelante sus densos pechos para que éste pudiese ver la piel erizada y las perlitas de sudor que se negaban a desprenderse. “Tú -dijo el guardia, señalando con el tolete hacia el tipo asustado-, ¿creíste realmente que ibas a poder con estas dos, así como están de… frondosas?”. Esto hizo que se calmara y dejara de gritar.
(El resplandor de un relámpago lejano mostró en una fracción de segundo el perfil del guardia y su rostro difuso lleno de oquedades, dientes y huesos al descubierto, sin piel ni expresión alguna como no fuera la de provocar terrores inusitados).
Sacudió la cabeza, azorado, pero se atrevió a contestar: “No con lo borracho que estoy. Creo que no iba a poder ni con una”. El agente pasó a la ventanilla de conductor y fijó su descaro sobre el pecho de la otra, que se acomodó el jersey con nerviosismo. Ésta era una mujer igualmente hermosa y joven, aunque parecía más recatada que la anterior, lo que no fue óbice para que sostuviera también aquella mirada penetrante.
Mientras movía en aspas su macana y sopesaba la situación las dos pudieron verlo a placer. Era apuesto y desenfadado –ya lo había probado-; hacía sus movimientos con gran seguridad y cierto donaire y el uniforme lo hacía verse algo fornido y repentinamente atractivo. Adivinaron, sin embargo, que tensaba sus músculos; que en su cara había un leve tinte cadavérico y comprobaron que el brillo de sus ojos se había acrecentado como si fuese una vela a punto de apagarse.
Abriendo la portezuela y siempre señalándolo con el tolete, lo conminó a bajarse. El acompañante salió con parte de la ropa en la mano, disminuido totalmente por las órdenes tajantes y aterrorizado por lo que creía haber visto. Echó una mirada torcida contra las mujeres que hasta hace poco, tanto en la fiesta que acababan de dejar, como en la complicidad de un momento de sexo en descampado o dentro del auto, habían sido sus amigas. “Mira, majo. Te me vas caminando que casi corriendo de aquí si no quieres parar con tu esqueleto en la cárcel por lo que te resta de la noche. Espero que la brisita húmeda te baje la curda, ¡y no pares hasta llegar a tu casa! ¡A los maricones no los deberían dejar salir de noche!… ¡Menos con un par de tías así de buenas!...”
Apenas pudo oír lo de “maricones” y “curda” porque ya estaba volando hacia no sabía dónde y saliendo de aquella sorpresa, de aquella oscuridad, de aquel miedo.
El guardia se dirigió lentamente hacia las mujeres dando con el tolete golpes secos en su mano. (Con la luz de la luna que se destilaba lenta desde las negras nubes los dedos aparecían en huesos blancos y descarnados). “Y vosotras –dijo, desde el eco de una voz seca y vacía de matices-, ¡ya vais a saber lo que es la autoridá!”
Ellas se miraron y sólo en ese momento soltaron la tensión acumulada y destaparon las burbujas de la borrachera con una sonora carcajada.
2

Se acomodó como Pedro en su cochera tirando los brazos hacia el espaldar del asiento y la cabeza hacia atrás. “¡Trabajad, cositas –conminó-, a ver si como bebéis, roncáis!”. Las damas no se hicieron de rogar; al tiempo que le quitaban la ropa lo acariciaron como pulpos buscando madrigueras y cangrejos por doquier. Muy pronto aquel espacio convirtió los susurros en exclamaciones de placer y de admiración…
La una se instaló en la boca e inició su propia inspección a dos lenguas como látigos mientras la otra recorría sus ansias de conducir, con los faros apagados y los párpados cerrados, desde los vellos del pecho hasta las autopistas más escondidas en la selva enmarañada. Se turnaron sin importar el que, aparentemente, él no hiciera nada para sumarse al viaje. Lo ensalivaron desde las puntas de los pies hasta el quepí azul. Mordieron sus costillas, se tragaron los botones de la chaqueta, la hebilla del cinturón. Abrieron a dentelladas el zipper y masticaron el calzoncillo.
Jugaron a la manopla con sus testículos y santificaron sus manos con aquello que no sabían si era la macana de reglamento o alguna boa constrictor que se había colado como mascota. Él las dejó en su juego durante mucho tiempo hasta que, sudorosas e hipnotizadas, se desmadejaron a su lado. Entonces se incorporó. Cerró los vidrios de las ventanillas y comenzó su faena con todos los trucos de la academia, de las calles y de las escuelas del terror.
(Desde afuera el auto parecía apenas un bulto anodino en medio de la noche pero algo producía destellos, centellas y truenos sordos en la penumbra interior).
La ‘traidora’ sintió que en sus entrañas se habían desbocado los caballos y revuelto todas las mazas, fundas, pistolas, botas, polainas y guanteletes del averno y estuvo entre el límite del vómito y el escupir pólvora por los ojos cuando sonaban los disparos que le llegaban hasta el hígado.
La ‘conductora’ encajó con estupor la macana en su boca y sintió que llegaba hasta su bajo vientre produciéndole una vergonzosa incontinencia. Pero pudo oler la cuerina del mango y sintió chisporrotear el brillo húmedo en el momento de desmayarse… Antes,sin embargo, al lamer despacio e hincar suavemente los dientes en aquel largo y grueso cuerpo, supo que el arma tenía fuertes tendones y músculos que brincaban con severos espasmos.
Apenas tuvo tiempo de respirar, cuando aquello salió, abandonó su cara y se encasquetó firme y profundamente en su vagina para salir de nuevo por la boca, como si fuera una propia lengua de fuego palpitante.
Después nadie habló, nadie se movió. Tan sólo se escuchaba la respiración lenta, engrosada y suaves quejidos de angustia se fueron apagando con fatal determinación. Tenían la mirada del vidrio sucio en un estanque sin agua y su tiempo había terminado fijo y prendido en el espacio.
El agente abrió las ventanillas y buscó a tientas en el piso. Subió una botella de vodka con líquido hasta la mitad y quitó la tapa con los dientes. “Ya sabía, majas –dijo-, que vosotras no dejaríais a alguien desamparado en medio de las sombras”; y se empinó todo el contenido, desesperadamente, de una sola vez, como si fuera un condenado en el exacto momento de morir, y éste su último trago.
Tegucigalpa. Agosto, 2007

lunes, 20 de agosto de 2007

"El mejor Cortázar es un mal Borges"

En su decimosegunda edición en diario La Prensa, mimalapalabra presenta a otro de los escritores imprescindibles de la literatura hispanoamericana contemporánea. En esta entrevista, el escritor argentino César Aira no sólo vapulea al autor de Rayuela al dar cuenta de sus preferencias en la literatura argentina. Le cae a Sábato, a Piglia, a Saer y a todo aquel que "pose de escritor serio". Cuenta que todos sus libros son experimentos, habla de su trabajo con la escritura y dice que su trío tutelar se integra con Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini.

¿La puesta en cuestión de lo verosímil es el núcleo de su literatura?

Sí. Diría que el verosímil es el centro de todas mis preocupaciones. Buscarlo, lograr un verosímil que sirva para lo que estoy haciendo. Eso viene con mi método de escritura: escribo mis novelas casi como diarios íntimos. Empiezo a partir de una historia, de algo que surge y me parece atractivo, sugerente, o por lo menos potable, y arranco a ciegas, no sé muy bien hacia dónde va a ir el texto, porque las ideas son siempre de una escena de comienzo, apenas de una posibilidad. Y después, voy escribiendo. Como soy muy metódico, escribo todos los días una paginita a media mañana en algún café de mi barrio. Me abro a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por la televisión, a programas frívolos, a algunas de esas comedias costumbristas. Por supuesto, también están las lecturas, el cine, las charlas con la familia y con los amigos. Y el barrio, la gente, las calles. De modo que entran muchas cosas, y las más raras van directamente a mis novelas. Van, pero la realidad es imprevisible y lo que puede pasar no lo puedo calcular.
¿Es justo que lo consideren un escritor posmoderno?
Bueno, posmoderno es una palabra, y yo siempre digo que las palabras deben servirnos a nosotros y no nosotros a las palabras. Es decir que cada cual puede definirla como quiera y usarla conmigo o con quien quiera. Pero yo no me considero posmoderno en tanto creo haber seguido fiel a la preceptiva modernista en la que me formé. Mi lema sigue siendo el famoso verso de Baudelaire: "Ir hacia delante y siempre en busca de lo nuevo." Y sacrificarlo todo por lo nuevo, ¿no? Y esta actitud no es posmoderna. Creo que el posmodernismo deshace esa línea hacia delante para erigir una especie de estantería de supermercado donde está toda la cultura de antes, la de ahora, la de después, y entonces procede con ellas a formular combinaciones al azar. No es lo mío.
¿Cómo se siente ante la figura todopoderosa de Borges?

Evidentemente, Borges fue casi demasiado grande para la Argentina, y fue una especie de sombra paterna que ocupó la literatura de todo el siglo XX. De hecho, creo que mi primera lectura seria, a los 12 o 13 años, fue la de sus cuentos. Cuando oí hablar por primera vez de Borges, hacia 1961 o 1962, todavía él no había empezado su gran carrera de fama internacional, pero ya era un clásico argentino y salían sus libros en una serie que se llamaba Obras Completas, que publicaba Emecé. Como yo insistía en leerlos, mis padres me los compraron y los leí. No sé si yo era un chico inteligente o Borges tiene algo que también sabe atrapar a la juventud. Yo era jovencísimo, pero aun así sentí toda la grandeza, la elegancia, la exquisitez de sus textos, eso que es casi un veneno porque nos mal acostumbra y después todo lo demás en literatura parece no estar a su altura. Claro que, como todos los escritores en Argentina he tenido mis altibajos en relación con Borges. Tuve una etapa militantemente antiborgeana, en la que me pasé a la vereda de Rimbaud: la vida, la vida que entra y se funde con la literatura. Borges es otra cosa: es frío, es ese Everest de inteligencia, de lucidez; no se contamina con la realidad... Pero he hecho las paces con Borges y me siento contento de ello.
Algunos críticos lo sitúan a usted junto a Juan José Saer y Ricardo Piglia como referente de la literatura argentina del último cuarto de siglo. ¿Cuál es su opinión sobre los otros dos escritores? Si debiera proponer un terceto distinto, ¿a quiénes nombraría?
¡Uf qué pregunta difícil! En primer lugar debo aclarar que Saer y Piglia son diez años mayores que yo y pertenecen a otra generación, otra atmósfera, otro mundo. De hecho, yo los leía de jovencito (bueno, a Saer; a Piglia prácticamente no lo he leído). Piglia es un escritor serio, un intelectual muy apreciado como profesor... en fin. A Saer sí lo leí mucho y lo aprecié mucho; es casi un clásico moderno argentino. Después, me fui apartando de su poética, y sé que él no aprecia mucho la mía. Saer también es un escritor serio... pero yo he buscado otros modelos. Saer ya no me atrae; con el tiempo me he ido alejando de esa postura seria, responsable hacia la sociedad y hacia la historia.
¿Si tuviera que proponer otro trío de referentes?

No tienen por qué ser tres, no seamos tan hegelianos. Yo tuve el privilegio de estar cerca, o en algún caso de ser muy amigo, de tres escritores que existieron en la Argentina en estos 25 o 30 últimos largos años: Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini. A los tres los encontré geniales y fueron modelos para mí, por motivos distintos, como modelos de vida, modelos de actitud... A veces uno toma un modelo y después hace todo lo contrario de él, pero el modelo sigue actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto jóvenes, los tres han dejado su mito, su leyenda, y los tres me acompañaron siempre. Si buscamos un trío, entonces, propongo ese. Es mi trío tutelar.
¿Podría describir las líneas esenciales de la literatura argentina de los últimos 50 años?

No creo que vaya a decir algo muy original. Está la línea de Borges-Bioy Casares-Silvina Ocampo, por un lado. Ellos promovieron esa literatura más intelectual (se la ha calificado como fantástica), de enigma policial, de tramas bien construidas, de huida de lo que llamaron "el fárrago psicológico" y metían en él, con increíble injusticia, nada menos que a Proust, aunque creo que después Bioy se retractó de eso. Eso marcó mucho, de allí salió toda una vertiente literaria, sin ir más lejos, Cortázar. Aquí podría yo parafrasear a Oliverio Girondo y decir que el mejor Cortázar es un mal Borges.
¡Qué duro!

No puedo evitarlo. Bueno, y está la famosa polémica de la década de 1920 entre los grupos de Boedo y Florida. Este último era el grupo de los escritores de la clase alta, afrancesados o anglófilos, y Boedo representaba la literatura de combate, que no dio buenos exponentes pero sí constituyó una línea que tuvo también su clara descendencia. Así, en la segunda mitad del siglo XX siguió existiendo la novela llamada realista, que toma los hechos de la historia. Finalmente, creo que se repiten los paradigmas: la derecha y la izquierda existen en todas partes.
Pero también hay líneas intermedias, como la que representa Roberto Arlt.
Arlt para mí es un grande. Bueno, habría que decir uno de los dos grandes: el otro, claro, es Borges. Tan distintos y tan parecidos, ¿no?
¿Con qué corriente cree que entronca su obra?
Mi literatura viene de esa línea intelectual, borgeana, pero con unos vigorosos afluentes arltianos. De Arlt he tomado el expresionismo, esa cosa que a Borges lo horrorizaría. Aunque a él le gustaban las viejas películas expresionistas alemanas, pero casi como una aberración intelectualmente interesante. Arlt es el escritor que sin saber nada del expresionismo es un expresionista nato, deformador a ultranza. La imaginación de Arlt funciona por contigüidades químicas que lo deforman todo, y su mundo está hecho de sombras que se desplazan y de seres que empiezan a fundirse ante nuestros ojos, de monstruos...
¿Y Sábato y Cortázar?

Bueno, a Sábato no lo hemos tomado nunca muy en serio. Y sorprende un poco que alguien se lo pueda tomar en serio. Es un señor que tiene aristas muy risibles: esa vanidad, el malditismo... Malditismo que no condice con su personalidad. Es un señor perfectamente racional que juega al maldito. Así, se ve obligado a escribir constantemente en sus textos la palabra angustia, la palabra dolor... y claro, eso no funciona.
¿Y Cortázar?

Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él —y yo también lo encontré en su momento— el placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo. Hay algunos cuentos que están bien. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges, o mediano. A propósito de una de las cosas más feas que hizo Cortázar en su vida, el prólogo para la edición de la Biblioteca Ayacucho de los cuentos de Felisberto Hernández, un prólogo paternalista, condescendiente, en el que prácticamente viene a decir que el mayor mérito del escritor uruguayo fue anunciarlo a él, cuando en verdad Felisberto es un escritor genial al que Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los zapatos. Sus cuentos son buenas artesanías, algunas extraordinariamente logradas, como “Casa tomada”, pero son cuentos que persiguen siempre el efecto inmediato. Y luego, el resto de la carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable.
De su vida y obra
Nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires. Es traductor, novelista, dramaturgo y ensayista. Ha publicado las novelas Una novela china (1987), Cómo me hice monja (1993), Las curas milagrosas del Dr. Aira (1998), El congreso de literatura (1999), Parménides (2006), La cena (2006), entre otras.

domingo, 12 de agosto de 2007

La reinvención mítica, cuarenta años después de Macondo

Por Giovanni Rodríguez

El génesis en Santa Cariba. Julio Escoto. Centro Editorial. San Pedro Sula. 2006. 400 Págs.
El génesis en Santa Cariba, la última novela de Julio Escoto, pese al regusto carpenteriano de su lenguaje barroco y algunas soluciones propias del realismo mágico, que delatan a su autor como todavía devoto de las recetas del “boom”, parece cifrar su apuesta en el ingreso a esa corriente de la novelística latinoamericana que los críticos definen como “nueva novela histórica”.
En esta novela, antes que una propuesta narrativa acorde con los nuevos tiempos, subyace un ambicioso aunque ya gastado proyecto: contar la historia de América a través de los recursos maleables de la ficción. Un proyecto semejante implica la ficcionalización de la historia tal como se conoce y por ende, la recreación de los personajes pertenecientes a esa historia; es decir, la reescritura de la historia misma. Aquí es donde empiezan a identificarse, por una parte, ciertas características que, por utilizar estrategias narrativas desmarcadas ya de la novela histórica tradicional, permiten abordar la lectura de El génesis en Santa Cariba dentro de lo que Seymour Menton y otros críticos llaman “nueva novela histórica”, y por otra, ciertas características propias del “boom” de los sesentas y setentas.
A medio camino entre el “boom” y la nueva novela histórica se encuentra esta novela de Escoto; aunque es la historia el trasfondo de su argumento, ésta se nos muestra como digerida y sintetizada finalmente, en la invención de la isla Cariba, en una fábula tipo Macondo, que no hace otra cosa que reinventar el mito, redimensionarlo, en un afán totalizador, propio más de la narrativa de los sesentas que de la contemporánea.
La nueva novela histórica parte de lo no dicho en la historia oficial; el autor debe jugar con las distintas versiones de la historia o con la historia no contada, y esta novela no parte de un hecho específico, sino de una serie de acontecimientos de la historia de América que aquí se aluden vagamente a través de las analogías.
En Honduras, país al que la actualidad literaria casi siempre llega tarde, son pocas las novelas insertadas en el marco de esta denominación de “nueva novela histórica”. Las más recientes son La guerra mortal de los sentidos, de Roberto Castillo, publicada en 2001, y Madrugada. Rey del albor, precisamente de Julio Escoto, publicada en 1993. En ambas, desde un trasfondo histórico, sus autores rescriben a través de la ficción los momentos cruciales en la historia de sus pueblos, optando, como es característico en este tipo de novelas, por la utilización de recursos como la subjetividad histórica, la carnavalización, la parodia, el pastiche y la intertextualidad.
En esta obra la narración nos llega a través de la voz de un personaje anónimo que, junto a Recamier, su secretario, se propone construir un reloj para medir el tiempo en Cariba. La isla “carecía de gobierno propio y era sólo una perla en el majestuoso anillo verde británico, tan íngrima que ni provocaba avaricia, tan extraviada y accidental que agradecíamos al cielo su ausencia de voluntad”, dice el narrador. Hasta que llegaron los británicos y empezó la colonización. Y luego, como en todas las historias de opresores y oprimidos, se vaticinó la llegada de un mesías, de un redentor. Desembarcó entonces Crista Meléndez (oportuno nombre), quien fue capturada después de arduas luchas revolucionarias, después que Iscario (nombre paródico de Judas Iscariote), uno de sus discípulos, le depositara un beso en la mejilla al tiempo que le decía: “te sigo, maestra”.
El episodio de la captura de Crista Meléndez, -quien además, para agregarle morbo a la narración, resucita al tercer día de muerta- constituye quizá el primer asomo de intención paródica en la novela. La parodia continúa con la eterna historia del pueblo sometido y colonizado que hace la revolución y alcanza el poder, hasta que de nuevo sucumbe ante la imposibilidad de sostener en terreno firme la patria de sus ideales.
El escenario en El génesis en Santa Cariba alberga la visión sincrética del autor. Los paisajes, la población, las costumbres, las idiosincrasias de los distintos países latinoamericanos se funden con un solo propósito: recrear la historia de América. Escoto opta en esta novela por la hibridación total, en una suerte de aleph en el que pueden verse de manera simultánea todos los motivos de lo latinoamericano. Es aquí en donde aflora de manera más obvia el eterno discurso de Escoto sobre la cuestión de la identidad nacional. La preocupación del autor por transmitir a sus lectores un sentido de conciencia colectiva sobre lo nacional lo ha llevado, con cierto infortunio, a acumular en esta novela, recipiente profundo de lo autóctono, todas las comidas, las bebidas, las vestimentas, los giros coloquiales, las costumbres, y otras yerbas de color local.
Hace más de treinta años que Julio Escoto publicó El árbol de los pañuelos. En ese momento (1972: apenas en el 67 Cortázar había publicado Rayuela y un año antes García Márquez daba a luz Cien años de soledad) esta novela se apuntaba también como una obra representativa de aquel movimiento que la mercadotecnia y la prensa llamaron “boom latinoamericano”; Escoto, desde esta esquina del tercer mundo, estaba a tono con lo que se hacía en las altas esferas de la literatura latinoamericana. La pregunta sigue siendo la misma de entonces: ¿Es ésta una novela cuya propuesta esté acorde con los nuevos tiempos? Y de esta pregunta, otras preguntas subordinadas: ¿Está saldada la cuenta de Escoto con el ahora empalagoso realismo mágico? ¿Asimiló plenamente su aparente devoción por Carpentier? ¿Estamos condenados los lectores a seguir repasando las historias de la conquista y la colonia, de los enfrentamientos armados, de los golpes de estado, de las dictaduras, y con ellas el discursito de la identidad nacional?
No es El génesis en Santa Cariba una novela fácil de leer. Y esto puede afirmarse no sólo por el manejo de los tiempos en la narración, en una estructura que podría compararse con la inexistencia del tiempo en Cariba y sus deliberados anacronismos; la dificultad de su lectura radica mayormente en lo tormentoso que resulta su lenguaje barroco, cuya intención no parece ser otra que velar lo que se dice, impregnado además, en exceso, de regionalismos y neologismos; en la acumulación escalonada de metáforas que representan y repiten lo mismo; en lo extenuante de las continuas divagaciones filosóficas, eruditas o irónicas del narrador, en las sofocantes descripciones del escenario, del ambiente o de las personas.
Ésta hubiese resultado una mejor novela si su autor, en un pase de modestia, le hubiera restado a sus 400 páginas la sobreabundante palabrería que, lejos de aportar algo significativo, se queda en el mero alarde de una erudición enciclopédica; o si la historia que cuenta no estuviera marcada por una visión recta y simplista, que no ofrece nada nuevo, desde la ficción, a lo que ya conocemos de la historia de América.
Algo de la experiencia vital de su autor parece también faltarle a esta obra, pues aunque en ella se presenten situaciones límite, a través de las guerras, conflictos de poder o episodios eróticos, estas no acaban saltándose la página para instalarse definitivamente en la mente y el corazón de los lectores. Su redacción no parece sobrepasar el dominio técnico y el derroche erudito.
Ésta es probablemente la novela más ambiciosa y compleja de Julio Escoto, pero es también un proyecto literario que no cuaja del todo como propuesta estética. Y esto por dos razones fundamentales: no se despega totalmente de las fórmulas que constituyeron el “boom” y no entra tampoco en los códigos narrativos de la “nueva novela histórica”, que, por lo demás, no es, a estas alturas, nada nuevo, si recordamos que sus primeros brotes datan de por lo menos hace treinta años.
El génesis en Santa Cariba es una novela que se mantiene en un limbo estético que no permite observarla como un acierto en la narrativa hondureña. Habrá que esperar entonces el próximo trabajo de Escoto para ver si ha superado por fin el pálpito local y encuentra un camino más recto hacia lo contemporáneo y lo universal.
Agitada respiración de la noche
Conocí a la legendaria Selva Madura en un rústico hospital de la isla, el único, entre vendas y termómetros, y de sus virtudes —no pocas y de bien mirar— me sorprendió que fuera dueña de una estupenda cadera que reflejaba con galanura a la comba celestial. Traía fama de seductora, macha fértil, y en un gesto secreto, que fue más bien gancho inducido para invitarme a hablar, confidenció que su disposición de pelvis —larga y empujada hacia arriba como pregonando pan— era fruto de unas erradas lecciones de ballet que la habían forzado a desbalancear las coyunturas para ocultar sus nalgas prominentes de moflete equino, obligándola a aquella deformación que poco tenía que ver con el arte y más con cierta desatada sensualidad, ya que desde entonces Selva Madura era incapaz de soportar que la abrazasen sin que se le desatornillaran unos orgasmos epidémicos revueltos con pudibundez. (Del primer capítulo de El Génesis en Santa Cariba).

domingo, 5 de agosto de 2007

Acercamiento a Giovanni Papini

Los gustos literarios divergen de un lector a otro, aunque a veces convergen gracias a la mediación de grandes autores como Giovanni Papini, autor que mimalapalabra presenta en su décima edición de Diario La Prensa. El relato incluido pertenece al libro Un hombre acabado.
Un millón de libros
Después de algunos años de lecturas furiosas y desordenadas, me percaté de que los pocos libros que había en casa y los otros pocos que podía tener recurriendo a las casas librería de parientes y conocidos, o comprando alguno usado, con los céntimos ahorrados del desayuno, o con los cuartos robados a mi madre, no bastaban. Supe, por un muchacho algo mayor que yo, que en la ciudad había grandísimas y riquísimas librerías abiertas a todos, donde en determinadas horas se podía ir, pedir el libro que se quisiese, y, lo que es más, sin pagar nada. Decidí ir en seguida. Pero había una dificultad: para entrar en aquel paraíso era menester contar, por lo menos, dieciséis años. Yo tenía doce o trece, pero, para mi edad era demasiado alto. Una mañana de julio probé. Subí una gran escalera, que me pareció ancha y solemne, temblando. Después de dos o tres minutos de incertidumbre y latir del corazón, entré en la salita de pedidos, escribí como pude mi solicitud, y la presenté con el aire turbado y sospechoso, de quien se sabe en falta. El empleado -lo recuerdo todavía: ¡maldito sea!, era un hombrecillo un tanto panzudo, con ojillos celestes de pez muerto, y un pliegue maligno a ambos lados de la boca- me miró con cierta compasión y con odiosa y arrastrada voz, me preguntó:
-Perdone, ¿cuántos años tiene usted?
Se me enrojeció la cara, más de rabia que de vergüenza, y respondí, haciéndome tres años más viejo:
- Quince.
- No bastan. Lo siento. Lea el reglamento. Vuelva dentro de un año.
Salí de allí humillado, despechado, abatido y lleno de odio infantil contra aquel horrible hombre que me impedía a mí, pobre y hambriento de saber, el libre uso de un millón de libros, robándome así, cobardemente, en nombre de un número escrito, un año entero de luz y de felicidad. Había entrevisto, al entrar, que del otro lado había una sala vasta y larga, con venerables sillones de altos respaldos, cubiertos de paño verde, y alrededor, libros y libros, libros viejos gruesos y macizos, con las cubiertas de pergamino y de piel, con letras y frisos de oro: una maravilla. Y cada uno de aquellos libros contenía lo que ya buscaba, ofrecía el alimento hecho para mí: historias de emperadores y poemas de batallas, vidas de hombres semidivinos, libros santos de pueblos muertos, y las ciencias de todas las cosas y los versos de todos los poemas y los sistemas de todos los filósofos. Aquellas millares de promesas en letras de oro, eran para mí: a una orden mía los volúmenes que esperaban bajo el polvillo, tras la red tupida de los anaqueles, habrían descendido hasta mí y los hubiera abierto, hojeado y devorado a mi placer.
No esperé un año para intentar la segunda prueba. También salió mal. Debí esperar otro verano para vencer. Tenía poco más de trece años, tal vez trece y medio.
Junto con otro muchacho más grande que yo, que desde hacía tiempo entraba sin dificultad, entré, por fin. Para no dar en el ojo y no pasar por niño en busca de pasatiempo, pedí un libro serio, un libro de ciencia -el de Canestrini sobre Darwin.
Estaba, esta vez, del otro lado de la pared de madera y de vidrio, otro empleado -un tipo alto y seco, como un pingüino pelado, desgarbado de movimientos y que nunca estaba quieto. Tomó mi solicitud sin mirarme, le hizo una seña con un lápiz azul y la pasó a un muchachote que estaba cerca de él sin decir palabra.
Esperé media hora, royéndome por dentro de miedo que el libro no estuviese o que no quisiesen dármelo. Cuando vino, lo apreté bajo el brazo y entré todo avergonzado y en puntas de pie en la gran sala de lectura. No había experimentado jamás un tal sentido de reverencia -ni siquiera en la iglesia, cuando pequeño. Como asustado de mi atrevimiento y de encontrarme allí dentro, después de tanto, en medio de aquel gigantesco relicario de la sabiduría de los siglos, fui a sentarme en el primer sillón libre que tuve delante. Era tal el desfallecimiento y el placer, el estupor y el sentimiento de haberme hecho de pronto más grande y más hombre, que durante una hora casi, no logré entender nada del libro que tenía ante mí.
Todo, allá dentro, me parecía santo y majestuoso como el congreso de una nación. Aquellos sillones sucios y desteñidos, cubiertos de tela, cuyo verde descolorido terminaba en el amarillo o se ocultaba bajo la grasitud negra, parecían a mis ojos, colosales y fastuosos, como tronos y el vasto silencio me pesaba en el alma más grave y solemne que el de una catedral.
Desde aquel día volví todos los días, por todo el tiempo que la tediosísima escuela me dejaba libre. Poco a poco me acostumbré a aquel silencio, a aquella estancia tan alta sobre mi cabeza enmarañada de adolescente descuidado, a aquella riqueza interminable de volúmenes nuevos y viejos, de diccionarios, de revistas, de opúsculos, de mapas, de códices y de manuscritos. Pronto me hice como de casa, distinguí las caras de los distribuidores, descubrí los secretos de las signaturas, penetré en los catálogos, conocí todos los rostros de los fieles y de los apasionados que, como yo, venían todos los días, puntuales e impacientes, como a un lugar de voluptuosidad.
Y me arrojé de cabeza en todas las lecturas que me sugerían mis pululantes curiosidades o los títulos de los libros que encontraba en los que iba leyendo, y comprendí entonces, sin experiencia, sin guía, sin siquiera un proyecto, pero con todo el furor de la pasión, la vida dura y magnífica del omnisapiente.
¿Fascista y antisemita?
Mucho se ha dicho y escrito sobre las opiniones políticas de Papini. Se le señala como simpatizante del fascismo; para algunos, esa presunción tiene su fundamento en la dedicatoria a Benito Mussolini que aparece en su Historia de la literatura italiana, de 1937: "Al Duce, amigo de la poesía y de los poetas". Prueba de su adhesión a la doctrina reaccionaria: el fascismo a ultranza de su "Discurso de Roma". ¿Fue antisemita? Un pasaje de su libro Gog iguala el Judaísmo con la adoración del oro y aduce que la cultura judía es un derivado de los cultos asirios que pretende socavar las bases del cristianismo mediante la cábala y los escritos de Spinoza. En otro lugar de ese texto se afirma que las teorías del judío Einstein provocan el caos y la anarquía.

viernes, 3 de agosto de 2007

Leer, escribir y pensar

En el siguiente texto, un escritor sale a recorrer las calles de "la ciudad que habita". Esa ciudad es una ciudad de libros y una ciudad de sueños, y en ella el escritor se pelea con su propia realidad mientras el tiempo pasa apresuradamente. La ciudad le habla al escritor y el escritor le habla ahora a sus lectores, sobre todo a esos lectores que pretenden escribir. Preparémonos para escuchar a uno de los más grandes narradores que ha producido Honduras, quien publica ahora en exclusiva para mimalapalabra estos consejos para leer, para escribir y para pensar.

Roberto Castillo

La experiencia de la ciudad es de lectura. Ciudades incomparables. Libros incomparables. Paseos mentales e imaginativos incomparables.
* Si dudas de lo que acabo de decir, piensa nada más en lo que sería la gran ciudad de la literatura latinoamericana sin el Fervor de Borges, el Adán de Leopoldo Marechal, los locos y las aguafuertes de Arlt, la Misteriosa de Mujica Lainez, los diálogos de Puig, los fantásticos mundos cortazarianos o la penetrante novela donde Sábato nos recuerda que en la ciudad logra el ser humano su máxima perfección pero también vagabundea en su máxima alienación.
* Si tú crees conocer tu ciudad y este conocimiento excluye la lectura, te diré que el mismo es muy, muy deficiente.
* Desdichada la ciudad que carece de un libro que la represente bien.
* La condición ideal para corregir un texto tuyo sería aquella en la cual ya nada te recordara que fuiste tú quien lo escribió.
* Una de las más hermosas costumbres que hay es la de intercambiar libros con las amistades; la exploración mental de uno lleva sugerentes y nuevas visiones al otro, y viceversa.
* Tú puedes leer mucho, pero si no dialogas con nadie sobre lo que has leído, no vas a ninguna parte. Ni siquiera hacia ti mismo.
* No se puede leer por leer. Se lee porque se busca algo o porque se lo ha encontrado.
* El escritor ha de pasar la más difícil de todas las pruebas: llegar a ser buen lector de sí mismo.
* Se puede ser buen lector sin ser para nada escritor, pero no se puede ser ni siquiera mediano escritor sin ser buen lector.
* Escribir sobre la infancia es una de las más bellas tentaciones y son muchos los que sucumben a su poderoso encanto, que es el de la inocencia. Pero los que logran hacerlo bien son una parte muy pequeña de la minoría.
* Si quieres que el viaje de tu vida sea a la tierra natal (que es como decir el país de la inocencia), lo mejor será que lo hagas a través de la literatura o el arte. Tal vez quieras saber el porqué de la superioridad de estos dos caminos tan silenciosos, cuando tienes a la vista los exaltados testimonios de tantos que hacen la ruta acompañándose de un ruido infernal, en el que sobresalen los artilugios que se pueden comprar en el mercado. Y calmo tu sed de conocimiento, tu prurito de verdad, advirtiéndote que sólo si se va por esos dos caminos se puede garantizar que no será banalizado ni rebajado aquello que para ti es lo más entrañable.
* Intenta leer cada libro como si fuera un clásico. Eso te obligará a ser muy selectivo a la hora de escoger, y a enaltecer lo leído.
* En los sueños, no es fuerza que lo extraordinario sea revelado puesto que se lo vive como inmediatez, como uno de los tantos componentes de esa secuencia que no cesa de producir sobresaltos. La costumbre de escribir sueños, por otra parte, es una buena preparación para cambiar nuestra manera de entender el mundo de la vigilia, que cada vez más nos parecerá un dominio en el que desde cualquiera de sus recovecos puede brincar lo que no tiene nada de trivial.
* El mandato judío de escribir los propios sueños es la más hermosa de las leyes.
* La percepción del tiempo que se logra desde un espacio social dominado por la imprevisión es una de las cosas más gratificantes para el novelista.
* ¿Pero, en qué cosa puede haber más sinceridad que en la escritura de un libro?
* Si es de noche y vas a empezar la lectura de un libro que de veras te apasiona, no lo hagas con la mente cansada. Espera, mejor, que llegue la mañana.
* La lectura rápida, con sus técnicas tan publicitadas, se me hace como esas gentes que caminan deprisa en la ciudad, sin saber hacia dónde se dirigen o porque van a lo suyo mecánicamente, con el desayuno todavía atravesado en la garganta. Yo soy de los que entienden la lectura como un placer, de los que se entregan para gozar de ella sin pensar en el tiempo.
* Dan pena esos escritores que se han hecho rumiando y digiriendo mal simbologías y mitologías que -a la legua se ve- pertenecen a otros. Si uno se dedica a estos menesteres no es sino para edificar lo propio, y bien valdría la pena ganarse el derecho a decir con el viejo Schopenhauer: “Mi vaso no es grande. Pero bebo en mi vaso”.
* Si estás escribiendo mucha ficción, notarás una tendencia natural a leer menos que antes. Y es que, en tales condiciones, el sujeto previene que cualquier movimiento venido del objeto perturbe o altere el ritmo del proceso creador.
* Por un tiempo, acaso largo, vivirás como descubriendo tu relación con la literatura, pero luego sentirás que se transforma en compulsión, en necesidad no de asimilar la expresión de los otros, sino de expresarte tú.
* No hay escrito que no envejezca desde el primer día. No hay página envejecida desde la que no se pueda levantar nuevos y sorprendentes sentidos.
* Cada día es bueno para recordar que toda escritura es reescritura.
* Escribir narrativa es sumergirse en un río profundo y a ratos tumultuoso de pensamiento y lenguaje que lo exige todo de ti. A ratos te manda que modifiques esto o aquello, otras veces que tú te hagas caudal o que procrees tales o cuales formas. Y estás obligado a no fallarle nunca.
* Si quieres que tu novela sea obra de arte, vuelve a descubrir el sabor de las palabras e inventa otras que lo tengan.
* Escribe como si en el acto de redactar cada línea te fuera la vida misma.
* Así como al transitar por la vida te fijas en este o aquel detalle que pasa desapercibido para los otros pero a ti te conduce a una particular visión del universo, así, cuando estás escribiendo una novela, este ser imaginario o aquel otro te invitan a levantar un mundo de voraces significaciones.
* El soporte principal de toda escritura literaria reside en la humana capacidad de ver cada cosa del mundo con los ojos inflamados de asombro.
* El escritor que se respete no puede escribir para el gusto creado por la publicidad.
* La escritura es un gozo, pero no un gozo simple, ni cosa parecida. El escritor sabe que ha de luchar dura y largamente para tenerlo consigo, y mucho más para darlo a los otros.
* He leído buenos libros sobre la novela y el arte de novelar. He apreciado las enseñanzas que contienen y asimilado unas cuantas, pero de donde más aprendo es de lidiar con las dificultades de mi propio proceso creador.
* El novelista no ha de vivir al día, ni mucho menos de prestado. Debe instalarse en un tiempo y, desde él, trazar ejes y coordenadas, desmenuzar seres y lenguajes y también lo contrario de esta operación: construirlos.
* Convierte, por favor, los afanes eruditos en afanes expresivos.
* Cada cosa del mundo es inseparable del conjunto de formas bajo las cuales la conocemos, y mejora mucho gracias a todas aquellas de que nos valemos para expresarla.
* Es verdad que el escritor, tal y como Borges recomienda, no ha de rebuscarse innecesariamente con palabras complicadas. Pero hay otra dimensión que igualmente vale la pena exaltar, y es que de descubrir palabras o de rescatarlas vive la literatura.
* Escribe al ritmo que te pidan o te manden los daímones que viven en ti, no a otro.
* Para que no te quede duda, te doy las connotaciones de la palabra daímon que trae cierto Diccionario griego-español: “dios, diosa, divinidad, divinidad inferior, genio, espíritu, espíritu de los muertos, sombra, fantasma; espíritu del mal, demonio; voluntad de los dioses, hado (katà daímona conforme al destino o a lo decretado por los dioses; pròs daímona contra la voluntad de los dioses; sùn daímoni con el favor de la divinidad); destino, sino; esp. destino desgraciado, desventura, desgracia, muerte”.
* Pero, si te resulta incómodo este trasiego de “cosas” desde las lenguas de la antigüedad, te recomiendo sustituir la palabra daímones por duendes. Y verás lo bien que te sentirás, sobre todo si los descubres llamándote desde la cercanía para que les acompañes en pos de la escritura.
* De todos los pares conceptuales que se sostienen por su antagonismo –según enseña “el viejo y melancólico Heráclito”, como lo llamaba Teofrasto-, ninguno me atrae tanto como el de memoria/olvido. En verdad, cuando algunos individuos se afanan por mantener a toda costa la memoria, no hacen más que trabajar para el olvido. Piénsese, por ejemplo, en las estatuas que se mandaron erigir tantos tiranos de diverso signo, y en el estrepitoso derrumbe de las mismas por obra de multitudes que con su acto prodigaban el olvido, quizá para curarse del malestar que les producía el haber sido alguna vez soporte de una memoria que se volvió vergüenza. Pero hay ciertos humanos que buscaron ser olvidados y pusieron en ello todo su empeño, y el futuro los rescató dándoles un lugar en lo mejor de la memoria. Esto último te es desconocido, Franz Kafka.
* Su proyecto de escritura era estupendo, impecable. Solo tenía un pequeñísimo talón de Aquiles: daba por supuesto que para realizarlo iba a disponer de trescientos años.
* El escritor es el más hiperestésico de los humanos a la hora de considerar que todo se irá y que no hay manera de retener el tiempo. “Lo único que podemos hacer es cargarlo de palabras”, piensa, de cara a lo que ya se fue.
* Nada más hay un camino, si lo que buscas de verdad es escribir una obra: estar permanentemente en ella.
* Estar permanentemente en la obra significa seguir ese movimiento de creación-recreación que todo lo devora, y ser uno con él.
* No sólo importa escribir la obra. También es necesario -y esto suele olvidarse- llevar en todo momento el ritmo adecuado, la respiración con que se ha de trabajar.
* Mientras escribes tu obra siempre aparece algún libro con capacidad para elevarte y mejorar en la ruta que has elegido.
* Pocos placeres comparables al de escribir a mano aquello que uno tiene que decir. No importa la calidad de la letra, sino solo el correteo gozoso de la mente tras la mano que se desplaza con su propio y verdadero ritmo.
* Es muy cómodo descargar en la persona de un escritor, un artista o un intelectual el odio hacia algo que enfocado de otro modo resultaría muy abstracto. En esto el siglo XX sentó una pauta perversa que siempre hallará seguidores y víctimas.
* Nada como la vuelta de sentido escrutador a lo que uno ha escrito en el pasado. Y, de la misma manera que con los buenos vinos, ocurre que cuanto más viejo es lo que degustamos, más exquisitos resultan los sabores, más intensos los olores.
* La pasión de leer ha de ser alimentada todos los días. Arregla las cosas de tal modo que la misma no te abandone nunca.
* El sentimiento de inconclusión te asalta de diversos modos: la certeza de que cada día se restringe el número de los libros que leerás, por ejemplo. Y ese sentimiento no hace distinciones de edad.
* Veo lo que vale la pena leer, y lo único que me asusta es su vastedad, esa montaña que da gusto escalar pero de la cual uno sabe bien que a medio camino se terminará el tiempo de que se disponía para buscar la cumbre. Por eso fue sabio aquel que se sentó a leer los clásicos al pie de la montaña.
* La ciudad atenta cada día con más saña contra aquello que la hizo posible: la mente. La alienación de sus habitantes casi se puede tocar en un hecho: ellos no conciben el ruido como contaminante. Al contrario, lo tienen por un gozo, y en ciertos ambientes se mide la espiritualidad de algo por el tipo de ruido que lo acompaña.
* Los embates de cuanto es dañino para la mente son resistidos mejor por el acto de escribir que por el de leer.
* Hay dos ciudades maravillosas que son visibles desde la actualidad: la Ciudad de los Sueños y la Ciudad de la Lectura.
* En la Ciudad de los Sueños, los habitantes salen a la calle y se comunican leyéndose los relatos de lo que soñaron por la noche. Su moral vive continuamente acicateada por la necesidad de aportar materiales a los sueños del futuro.
* En la Ciudad de la Lectura, los habitantes no se cansan de escoger lo que leerán, y, por donde van pasando a lo largo del día (o de la noche), cualquier espacio es bueno para sentarse a leer.
* Fuera de ti por lo que acabas de leer, preguntas, lanzando la mirada hacia los cuatro puntos cardinales: “Pero, ¿dónde quedan esas tan pomposamente proclamadas Ciudad de los Sueños y Ciudad de la Lectura?” Y, al instante, una voz interior te recuerda: “Están dentro de la ciudad que habitas.”
* Si tu tiempo de escribir corre con locura, alégrate y exáltate. Es clara seña de que vas bien. Sólo tienes que conseguir que el delirio frutezca bajo las formas de la obra, porque de lo contrario se perderá.
* Cuando escribas literariamente, saborea cada palabra como si fuera un manjar a punto de desaparecer y tú el único que tiene el privilegio de probarlo.
* Que no te engañen diciéndote que serás buen escritor si te haces uno con tu realidad, si vives para ella. Todo lo contrario: peléate con tu realidad, cuestiónala, provócala y sobre todo demuestra que puedes escribir en su contra.
* Por favor, que el primer ejercicio de tu lectura diaria recaiga siempre sobre lo que escribiste ayer.
* Qué negado el mundo de hoy para la meditación.
* Parecerá que exagero, pero no es el caso. Así como en lo físico hay ciertos estados en que puedes oír deliciosamente el rumor del agua, que te relaja y te llena de una sensación tan reconfortante que resulta imposible describirla con palabras, así hay un estado que no es físico y en el cual puedes sentir cómo se mueve el pensamiento, cómo goza de todo gozando de sí mismo en el silencio.
* Sales a caminar al viejo casco urbano, al que con facilidad confundes con la Ciudad Vieja a secas. Has olvidado que la Ciudad Vieja es tanto elaboración tuya como de otros. No existe porque sí, no es una realidad fáctica.
* Mientras paseas, te complace remojar la mente en el viejo casco urbano, en el vaho que despiden los semblantes, las palabras y los pensamientos de los seres que se agitan en él. La verdad es que recibes de todo: sensaciones estimulantes y desagradables, por ejemplo, como era previsible, pero también revelaciones y muchas cosas más. Y es particularmente por esas revelaciones, tan llenas de vocación por un destino literario, que vale la pena el recorrido.