En este número 19 de mimalapalabra, Jorge Martínez vuelve, ahora cargado de poemas en prosa de su libro inédito Las causas perdidas, con una fuerza descomunal, capaz de arrancarnos del letargo impuesto impunemente por las publicaciones fallidas de los otros. Si hay que voltear la mirada con esperanza hacia algún lado, ese es el rincón en donde este poeta escribe todavía. Nadie dirá esta vez que la poesía ha caído en desgracia.
Hoy, turbio y último en despertar en mi honda tumba reforzada con doble lápida sin epitafio, me he acodado frente a ustedes con el enorme miedo subterráneo. A una distancia idiota me han visto registrar la caja de cartón que arrastraba uno de mis hijos. Sin interés la he visto, está vacía. En derredor, en el monstruoso fango del viejo cuchitril, mi hijo me ha juzgado, échate en ella -me ha dicho-, quizás el abismo verde te viene bien, o el fango negro. No te ilumines, la noche viene desde el rincón oscuro de la bóveda. Cuida de que en tu cloaca, en tu salón sin fin, se acomode el silencio y tus pequeñas bolas de periódico. En ti pondremos otra lápida de olvido.
Un poeta, un escritor siempre se alimenta de su
vida
Un poeta, un escritor siempre se alimenta de su vida, me dije hace veinte años, cuando llegué a presentarme como inventor de un libro que sólo yo puedo vender. Me miré tan lúcido, sobrio y sabio, venido de una oficina limpia, de un campo florido, gentilhombre. Le ofrecí el libro Papiro a Jorge Martínez y el me ha visto con una alegría inocente, como si le hubieran entregado una clave divina. Me he autografiado el libro y me he dicho en la dedicatoria "A Jorge Martínez Mejía, quien soy yo hace veinte años, este legajo de poemas, para que no se olvide de su causa".
También se alimenta de escepticismo, me respondí inesperadamente. Pero debes consagrarte a la zozobra, a la posibilidad de que ni yo mismo te lea. Y salí despacio, como otra parte mía que se va sin saber en la práctica cómo.
El mecenas de los poetas ebrios
Me dispensé la literatura como un ladrón de la comedia humana. Hurté la ciencia y el mal en un magnífico volumen, durante una noche que tropecé con la cabeza de un viejo parecido a Baudelaire. Escribí mi primer Góngora a la orilla de un pueblo de mineros donde los niños nos hicimos hombres a los catorce años. Fui el mejor bebedor, el mecenas de los poetas ebrios, de los fumadores de marihuana. Una mujer me besó en la calle de los burdeles para asombro de la muchedumbre. Estuve encerrado en una prisión antigua y los reos me elevaron en hombros gritando mi libertad. He vivido sin retirarme y sin renunciar a mi nombre ni a mi causa. Un día volveré desde el fondo de mi tumba para tomar mi puesto.
De los poetas que mueren de hambre
De los poetas que mueren de hambre, de los amorosos, de la musa flaca vista en Baudelaire, de la perorata poética, de la piel de higo de la petit poetisa, del negro vozarrón agudo con que chilla Vallejo, de los versos más tristes de Neruda, de la Cucaracha Samsa, de las dos piedras que llevaba en las manos Alfonsina Storni, de los hospitales construidos por Alvaro Mutis, del infinito muro en que se sostuvo Borges una noche que habló consigo mismo; del árbol de raíces de agua de Octavio Paz, de las costillas peladas de Rocinante, de los brazos rotos y los rostros fragmentados de Guayasamín, de la tierra baldía de Elliot, de la Estigia de Dante, de las hojas de hierba de Witman; de Lola, la mujer de Miller, y de Lolita; de todo, amigos, de todo se burla Dios.
Y se caga de la risa.
Nada nos da más libertad que la poesía
A Gustavo Campos
Después de las tabernas y los tristes lupanares, el joven poeta se revuelca en la calle en un afanoso intento por sacudirse un demonio que Baco ha soltado desde su memoria. Similar a mí, hace veinte años, vil y obtuso, desnudo, gritando: "¡Quiero ser libre! ¡Quiero ser libre! Por las calles malolientes y los burdeles de San Pedro Sula.
Y he sido más libre hoy que me he visto reflejado, sin revolcarme y con Baco. Y no obstante, nada nos salva a ambos de la vileza infame, y nada nos da más libertad que la poesía.
Bienaventurado el que nos ofrece un trago de veneno o un profundo pozo para caernos cada día.
Bienaventurada la violencia sutil, el mazazo de algodón y el puño de seda.
Bienaventurado el que nos derriba y nos hace culpables de nuestra caída, víctimas y victimarios...
Bienaventurado el gesto suave y los himnos del domingo, la paz del jardín, el muro que mantiene lejos los ojos de la lepra.
Bienaventurada la deliciosa condena de los malditos, de los que encuentran la horrorosa mosca del canto.
Bienaventurado el reproche, el estúpido campanario de la gloria, el orgullo perfecto del pulcro, la verdad susurrada, la música angelical, el perfume pueril, la castidad, la piedra en el diente, el tercer gallo obligado a cantar para la sordera humana.
Bienaventurada la hora del diablo y la hora de la virgen, la mesa rebosante y la sed, el candelabro de plata y la hierba muerta, la rosa sobre el sarcófago, la luna y su claro en la noche de la estulticia.
Bienaventurada la malicia, la tos de Satán, la teología del hambre, la prostitución virginal, la piel de higo de las mujeres infieles, su sonrisa, la inútil plegaria de su sexo.
Bienaventurada la historia en llamas, el lago irisado de la época, el hastío de los poetas, el mal aliento, la cerveza, la risa, la lluvia, la magia de los viernes, la gota de onanismo.
Bienaventurado el fuego con que se nace y el beso con que se muere.
Jorge Martínez es originario de Las Vegas, Santa Bárbara. Cursó la carrera de literatura en el Centro Universitario Regional del Norte. En septiembre de 2004 publicó el poemario Papiro. Es editor de la revista de literatura Metáfora.