Nicole Kidman en la película Las horas
Por Giovanni Rodríguez
Pensemos en don Alonso Quijano y en Emma Bovary, quizá los ejemplos más consistentes a la hora de hablar de literatura y vida, o vida y literatura, que para efectos de este artículo da lo mismo. Recordemos a estos dos personajes y partamos de ese recuerdo para analizar las relaciones entre lo que vivimos y lo que escribimos o leemos.
¿Qué era lo que les sucedía al simpático demente don Quijote y a la soñadora madame Bovary? Pues básicamente que vivían inmersos en la realidad de los libros que leían. ¿Es ésta una razón para juzgarlos? Sí, si lo que buscamos es establecer que no se puede ser cuerdo cuando nos da por evadir la realidad circundante, la realidad real, y preferimos formar parte de otra realidad, una realidad imaginaria, ficticia, pero no por eso menos cierta. Pero la respuesta también es no, de ninguna manera. No podemos juzgarlos por ese dejarse ir hacia otros ámbitos: los paraísos artificiales de la ficción.
Los ejemplos anteriores valen en cuanto a los lectores. Pero vayámonos a la otra cara del asunto: a los escritores, los que propician esa otra realidad para los lectores. En los escritores las relaciones entre vida y literatura se producen de una manera distinta. Porque el escritor es quien crea esas realidades, no quien, finalmente, después de la lectura, opta por vivirlas o simplemente visitarlas. Si acaso las vive, es porque el proceso de creación implica muchas veces una identificación absoluta con las situaciones o los personajes creados, y no solamente la mera trascripción al papel o a la pantalla de las ideas concebidas.
Recuerdo ahora, por ejemplo, una escena de la película Las horas, de Stephen Daldry, en la que el personaje de Virginia Woolf, interpretado por una Nicole Kidman con la nariz ajustada a las necesidades de la actuación, en medio de una reunión familiar, se desentendía de las preguntas de su pequeña sobrina y se quedaba con la mirada anclada en algún punto insondable, para luego decir estas palabras que a oídos de todos resultaron obviamente locas: “debo matar a mi héroe”. A continuación, la película nos mostraba al personaje de Laura Brown (Julianne Moore) ahogándose en la habitación de un motel.
Así funciona la mente de un escritor cuando se trae entre manos la concepción de una obra de ficción. Será normal, desde el punto de vista de la creación del arte, verlo en escenas como esta de la película, permanentemente concentrado en el proceso de su escritura, independientemente de si se encuentra en ese momento viendo un partido de fútbol, cenando con la familia o sentado frente a la pantalla de su computadora. Pero no será normal –hay que admitirlo- para los otros, esos seres que gravitan a su alrededor y que él apenas percibe con la vista o con el tacto o con cualquier otro sentido físico, que esa persona, aún a sabiendas de su condición de creador de ficciones, permanezca más tiempo en su mundo imaginario que en el mundo real.
Un último caso: el de los escritores que confunden deliberadamente su vida con su literatura, esos que escriben ficciones otorgándoles el carácter de autobiografías, los que, incluso en la vida real, se proponen actuar como si fuera éste el mundo de sus ficciones. Esos son los grandes embaucadores, los que, ante el mundo, no establecen diferencias entre vida y literatura, que viven como lo que leen y escriben como lo que viven, y sus vidas no se fundamentan en la literatura sino que sus vidas son literatura. ¿Por qué lo hacen? Para reír. ¿Y de qué o de quién se ríen? Del mundo. De nosotros. De ellos mismos.
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