A la mañana siguiente, recibí en el hotel a un señor muy serio que preguntó si podía hacerme exactamente cuatro preguntas. Empezó queriendo saber si me identificaba plenamente con el título de mi libro El viajero más lento. Dudé al contestar. El señor aquel tenía un gesto tan grave que no parecía proclive a las vacilaciones. Opté por decirle que sí, y me pareció que después de todo era la respuesta más coherente. Entonces sonrió y, con palabras pausadas, me dijo que era el presidente de la Asociación del Tiempo Lento. ¿Qué se contesta a alguien que dice algo así? Me quedé lento de reflejos. La segunda pregunta buscaba conocer mi opinión sobre el tiempo. "Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, lo ignoro", dije imitando a San Agustín, y temiendo la reacción airada del señor del Tiempo Lento. Pero el hombre ni se inmutó, siguió anotándolo todo en su cuaderno. La tercera pregunta pretendía averiguar si el tiempo era la imagen móvil de la eternidad. Comencé a preocuparme porque tuve la impresión de que aquel hombre tenía todo el tiempo del mundo y que iba a ser difícil -después de haberme declarado a favor del Tiempo Lento- explicarle que tenía cierta prisa porque me esperaban en la plaza Sordello. Hubo una cuarta, quinta, sexta pregunta. Y más anotaciones parsimoniosas en su cuaderno. Sentí que había quedado atrapado en una trampa claustrofóbica. Y pensé en decirle al señor del Tiempo Lento: "Soy un ser anónimo, ¿me permite volver a la libertad?" Iba a decírselo cuando el hombre, esbozando una sonrisa, cerró su cuaderno y me comunicó que habíamos llegado al final de nuestro tiempo. "Siga su camino", añadió magnánimo. Frenando mi velocidad, salí perturbado, pero libre, hacia la plaza Sordello.
Dietario voluble, Enrique Vila-Matas.
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