Tríptico de F. Bacon
Por Giovanni Rodríguez
Para ser valiente, o no, mejor dicho: para no ser cobarde, es necesario, en primer lugar, tener nombre y apellido, y, por supuesto, usarlo, usarlo siempre que se quiera demostrar que se es valiente, o no, mejor dicho: que no se es cobarde, a menos que no nos interese demostrar valentía, perdón, ausencia de cobardía, y demos por satisfecha nuestra terrible necesidad de autoinculcarnos la idea del heroísmo desde el confortable diván del anonimato.
Pero aunque la razón sea esta última, lo único que podrá sacarse en claro es que el valor no es una de nuestras virtudes y que no existen argumentos de los que podamos valernos para acometer una batalla de antemano perdida, ya sea contra monstruos sobrenaturales, contra nuestros demonios interiores o simplemente contra la literatura misma.
Nombre y apellido: imprescindibles a la hora de invocar valentía (inexistencia de cobardía) y posesión de criterio para señalarle a otro lo que consideramos “sus errores”.
Si Luis no se llama Luis y en su lugar lo único visible es su alias, no es porque Luis sea un defensor de la modestia y no le interese figurar, sino más bien porque Luis tiene miedo, pánico quizá de que a él también vayan a señalarle “sus errores” cuando su nombre Luis firme su obra de heces expuestas.
Nombre y apellido bastan para demostrar que no somos peores que los otros, que nuestros argumentos sí que tienen algún valor, para que el día en que veamos de frente a quien ha sido objeto de nuestros señalamientos no se nos acelere el pulso por la emoción miserable de ser quienes señalamos a éste sin que éste lo sepa, sino por la nada reprochable emoción de saber que existe en ese momento la posibilidad de trasladar al terreno del “cara a cara” la disputa que, humanamente, hemos iniciado en otro sitio.
Llevo cierto tiempo dedicándome a este ejercicio de la opinión y de la crítica y, curiosamente, aparte de mis amigos, que demuestran serlo más entre menos concesiones permitan, nunca nadie, con nombre y apellido, me ha reprochado algo o ha señalado mis errores. Debo tenerlos, supongo, a montones, como los tiene cualquiera, pero hasta ahora nadie fuera del círculo de mis amigos me los ha comunicado.
La única conclusión posible de todo esto es que hasta la fecha no he cosechado detractores sino solamente pobres diablos anónimos y cobardes que, si acaso tienen algún talento, éste consiste únicamente en el de ofenderse secretamente por cualquier cosa que llego a escribir y publicar, aun si estos escritos míos no los señalan a ellos directamente, asumiendo así su pertenencia a todo aquello que mi modesto índice apunta.
Es sabido que para oponer resistencia (gesto siempre digno de aplauso y de respeto en cualquier ámbito de la vida) es necesario primeramente tener algo de talento, cosa jamás aplicable a los cobardes anónimos, porque estos sólo aparecen, como los fantasmas, de noche, en la oscuridad, y se refugian en las sombras y en los rincones, avergonzados de su propia condición de seres miserables, minusválidos, inferiores a cualquier otro con existencia real.
Que alguien se acuerde, por favor, de los cobardes. Que alguien, cualquiera, se encargue de hablar de ellos, que alguien recuerde su importancia en los anales de la mediocridad nuestra de cada día, que alguien reconstruya, a partir de la nada, sus rostros idiotas y sus risas idiotas, jamás equiparables a una auténtica carcajada, porque ésta sólo es posible para quienes tienen un rostro y, además, no temen la ridícula mirada acusadora de los mojigatos.
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