Por Giovanni Rodríguez
Cuando empecé a escribir esta columna semanal sabía en lo que me estaba metiendo. Hacerlo responsablemente implica, en primer lugar, pensar un tema distinto cada semana, después, desarrollarlo en menos de tres mil caracteres para que el texto se ajuste al espacio disponible, y más allá de eso, tratar de conjuntar la calidad de la escritura con la claridad, de modo que no propicie interpretaciones erróneas, como algunas veces inevitablemente sucede.
Al final de una serie de condiciones que me impongo en la redacción de este Café Kubista, que, por si algunos no lo saben, toma el nombre de uno de los cuentos de Vila-Matas en su libro Exploradores del abismo, están ustedes: los lectores. Es en ustedes en quienes pienso al final, es decir, después de haber escrito el texto, no antes, porque si lo hiciera desde antes, eso condicionaría desfavorablemente la escritura del mismo.
No logro imaginarme escribiendo para los lectores, ejerciendo esa forma de la prostitución que constituye ceder a las demandas de otros, aunque estos otros tengan todas las buenas intenciones posibles, aunque con sus ideas o sus inquietudes propongan algo bueno, porque, en definitiva, escribir para otros significa dejar de ser uno mismo, perder la “personalidad literaria” en favor de la personalidad colectiva de los lectores.
No ocurre lo mismo con las influencias. Si exceptuamos el caso obvio del plagio, el hecho de que la obra de un escritor esté alimentada de las obras de otros no significa que su obra no es una obra auténtica sino tan solo que la ha asimilado y digerido, afortunada o desafortunadamente, para constituir a partir de ella una obra nueva, con ascendencia pero autónoma, con referentes inmediatos pero con valor propio.
Del libro de cuentos de un amigo algunos ignorantes dijeron que su autor había incurrido en plagio porque en cierta parte el narrador, parafraseando a Vargas Llosa, dice: “¿En qué momento se jodió Honduras?”. Me pregunto qué habrían dicho si en lugar de haber leído sólo Conversación en la catedral hubiesen leído también Rayuela, de Cortázar, Tres tristes tigres, de Cabrera Infante y un cuento de Pitol titulado El oscuro hermano gemelo, que son las otras obras de cuyas frases el narrador de ese cuento se apropia y transforma a su manera. Seguramente hubieran intentado alertar a los herederos de Cortázar, a Miriam Gómez, viuda de Cabrera Infante, y al buen Sergio Pitol para que inmediatamente interpusieran la demanda respectiva.
Así que el origen y el destino de lo que uno escribe deben tener un solo punto de encuentro: el de la honestidad. Y la honestidad se deriva únicamente de la conciencia de que aquello que escribamos debe corresponderse con las ideas propias y no con los intereses de nadie.
Se gana enemistades cuando uno decide hacer o decir aquello que cree verdadero y justo, pero se genera también en los demás credibilidad y respeto, y sobre todo, se logra depurar la lista de amigos, porque sólo se quedan para serlo aquellos que, como nosotros, también apuestan por lo que creen justo y verdadero. Al final, como dice mi amigo el de los cuentos, parafraseando a Arnold Glasow –lo descubro ahora en Google-, “El respeto de aquellos que merecen respeto vale más que el aplauso de una multitud”.
Es cierto, pero si mal no recuerdo también Julio Escoto utilizó la misma frase en su columna del diario El Heraldo. Es la primera vez que lo veo en un cuento.
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