martes, 9 de diciembre de 2008

Faverón sobre Roncagliolo

Fotograma de la película Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard.

Encontré este excelente comentario en el blog Puente aéreo, en donde su autor, Gustavo Faverón, ofrece una rápida pero contundente opinión sobre los hipermodernos consumidores de arte (¿qué será eso?). Veamos:

Un comentario sobre Jean-Luc Godard vertido por Santiago Roncagliolo en un artículo reciente de la Revista Ñ, del diario Clarín, ha causado una divertida respuesta en el blog argentino La Lectora Provisoria. Supe de la reacción del cinéfilo argentino a través del comentario de un lector y con dos paradas previas, la primera en el blog Páginas del Diario de Satán, del más interesante crítico peruano de cine, Ricardo Bedoya, y la segunda en la bitácora, también peruana, Cinenuentro.
Básicamente, lo que Roncagliolo dice sobre Godard es que el suyo es cine somnífero y aburrido, a lo mucho útil para ligar con chicas esnobs (y eso además sólo en la época en que Godard era cool, o sea, dice Roncagliolo, en los... ¿noventas...? ¿No hay allí un resbalón de unos treinta años?).
Nadie tiene ganas (ni tiempo) para volver a la vieja seudo-polémica armada por quienes piensan que despreciar lo intelectual por aburrido implica volver cool, como por arte de magia, lo que es simplemente malo y vacío. Pero sí vale la pena, quizás, fijarse en cómo va perdiendo gracia el asunto cuando los abogados de la superficialidad encuentran que todo, excepto quizá algún fascículo de Hellboy, es demasiado intelectual y, por tanto, excesivamente aburrido.
O sea, en otras palabras: Godard no debería ser aburrido ni demasiado intelectual para nadie que haya elegido como terreno para su obra el territorio que Roncagliolo ha escogido para la suya: los cuadrantes de las mejores obras de Godard son precisamente los que, se supone, prefiere Roncagliolo: el film noir, el drama y la tragedia de la burguesía decadente, la serie B de Hollywood, y otros que abundan entre las referencias que nuestro compatriota suele poner sobre la mesa: la narración distópica, la ciencia ficción, etc.
Entonces, la pregunta es: ¿no será que, con autores como Santiago Roncagliolo, no estamos ya ante el más o menos trasnochado reclamo por un arte desintelectualizado, sino que, más bien, nos enfrentamos a una especie de desvergonzada reivindicación de la más absoluta vacuidad? ¿Cuán ausentes tendrían que estar en una obra de arte la inteligencia, la sutileza y la complejidad para que lectores o espectadores a lo Roncagliolo no se queden dormidos ante ella?

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