Fotografía de Olivier Roller, portada de Dietario voluble.
Por Enrique Vila-Matas
1
-Al recibir una carta de Alberto Manguel desde su casa del norte de Francia, siento que en mi respuesta tendría que hacer alguna referencia a cómo me ha sentado verme convertido en personaje de ficción del inquietante thriller literario Todos los hombres son mentirosos, su elogiada última novela. Vencida la tentación inicial de mentirle y decirle que me he instalado también en el norte de Francia, en Saint-Nazaire, frente a la antigua base de submarinos nazi, me pongo finalmente a escribirle con el ánimo encogido y el lógico complejo de inferioridad que puede tener un personaje que se dirige a su autor. En un primer momento, hago como que llevo muy bien el asunto de ser héroe casual de ficciones y le explico que precisamente acabo de aceptar con naturalidad mi discreto papel en Pacífico, la magnífica novela de José Antonio Garriga Vela (uno de los libros del año), y que llevo también muy bien la odisea de ser personaje de la próxima novela (ya acabada) de Paul Auster y también la de ser personaje de la nueva novela (también ya acabada) del misterioso Casas Ros.
No es tarea ingrata y, además, me voy acostumbrando, le digo, a ser personaje de ficción en libros de amigos y de desconocidos. Pero nada más terminar esta frase, estoy a punto de romper a llorar. No, no llevo bien mi existencia de ficción en esos libros, como tampoco mi existencia de ficción en la vida. Para no llorar, me dedico a explicarle que quizá he leído demasiado a Vilém Vok y a Garriga Vela, pero tengo para mí que el mundo es un escenario en el que todos actuamos; algunos, cuando se dan cuenta, siguen interpretando como si no pasara nada; otros, perturbados por haber descubierto que están participando en una mascarada, tratan de irse del escenario y de la obra, y se equivocan. Porque fuera del teatro no hay nada. El espectáculo, al igual que el teatro kafkiano de Oklahoma, es, por así decirlo, el único que hay en la cartelera. Así las cosas, le digo, creo que bastante tengo con ser un personaje de ficción en el teatro de la vida para encima tener ahora que caer en la redundancia de serlo también en las novelas de amigos y de desconocidos.
Me interrumpo. No puedo seguir montándole tanto teatro a mi autor, y me pregunto si no será mejor una carta elegante, decir que estoy encantado y que, después de todo, me tengo bien merecido ser tratado como personaje de ficción cuando he tratado a tantos escritores de la misma forma. Y entonces sí, ya no resisto más y rompo de verdad en llanto, me apiado a fondo de mi doble condición de personaje de ficción, mientras se oyen a lo lejos las voces del televisor, vociferantes e indiscretas: una retransmisión teatral.
2
-Decido reiniciar la carta, pero busco sentirme menos dramático y para ello me planteo desprenderme de mi conciencia. Me acuerdo de unas palabras de Joan Mitchell: "Quiero estar disponible para mí misma. En cuanto cobro conciencia de mí, dejo de pintar". Voy escribiéndole a Manguel sin acordarme ya de ser su personaje y enseguida me distraigo pensando en la propia Joan Mitchell, sobre la que él escribió precisamente un bellísimo ensayo, La imagen como ausencia. Y dejo de distraerme cuando me pregunto si ese título no se referirá a lo que me ocurre cuando me veo como personaje de ficción en una novela y cuanta más imagen noto que voy adquiriendo en sus páginas, más percibo al mismo tiempo la realidad intangible de mi profunda ausencia.
Reacciono a tiempo y vuelvo a perder la conciencia y, de nuevo, a expresarme con una disponibilidad inédita, que me permite por fin escribirle a mi autor con un olvido completo de mi doble condición de triste figura ficticia. Le escribo de repente muy liberado, como si mi carta estuviera hecha a base de los brochazos que Joan Mitchell se permitía cuando encaraba un cuadro donde, como ella misma luego decía, no pasaba nada, no se representaba nada. "Lo que los espectadores recibimos al mirar el cuadro no es un relato, sino algo al borde del movimiento, la promesa de una presencia identificable que jamás habrá de cumplirse", escribió Manguel acerca de cierta atmósfera de ausencia en el gigantesco cuadro Dos pianos, de Joan Mitchell.
Ahora sé que mi autor recibirá la carta de alguien y nadie, la carta sin sentido de alguien que es nadie y a la inversa y le cuenta que se niega a explicar el sentido de su epístola y que encima especula en torno a su condición de personaje de ficción y le dice, como si todo perteneciera al pasado: "No sabía cómo llevar esa frenética nueva actividad. Sólo algo estaba claro. Hasta entonces había tenido suerte con los exquisitos Alberto Manguel, Paul Auster y compañía, pero podían estar por llegar escritores que me parecieran unos indeseables. Y, por terrible que me pareciera, no me sería permitido elegir ser personaje sólo de unos y no de todos. De modo que, viendo lo que se avecinaba, decidí llevar una vida más discreta, ausentarme más todavía, y finalmente hacer mutis por el foro".
Y nunca mejor dicho, porque si la vida la pasamos en un escenario, la imposible salida está en el foro. Nuevo mutis. Le he enviado la carta a Manguel con la tristeza de un prisionero del escenario y el deseo de que piense que, como él bien sabe, cuando se confirma que la imagen es ausencia, nuestra única respuesta ante el absurdo es una oración de gracias por el arte, por aquello que aún nos permite, con nuestros limitados sentidos, una multitud razonable de lecturas en busca del improbable esclarecimiento del teatro.
Tomado de elpais.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procure funcionar al menos ortográficamente al dejar aquí sus comentarios. Absténganse los cobardes. Se aplicará la censura a los imbéciles.