Por Giovanni Rodríguez
Pongo Hail to the Thief, un disco de Radiohead, para tratar de desintoxicarme de la devastadora influencia del mundo exterior y empezar a ver de nuevo hacia mí mismo, en un ejercicio de introspección que, por estar obligado a dedicarle diariamente ocho horas al trabajo, más las horas del transporte hacia el lugar, me cuesta un poco recuperar al llegar a casa cada noche.
“Vivimos en el tiempo de nuestros relojes”, dice Ernesto Sabato en uno de los micreonsayos de El escritor y sus fantasmas en donde analiza la situación del ser humano moderno, rodeado de una tecnología que cada día avanza más y vuelve obsoleto lo del día anterior. “El hombre de nuestro tiempo ha conquistado el mundo pero se ha perdido a sí mismo”, agrega.
Un engranaje. Eso es lo que dice Sabato que somos. Un engranaje cuyo estricto movimiento repetitivo permite que, a la par de muchos otros engranajes, el sistema funcione de manera correcta.
Leí y releí con entusiasmo, casi con devoción, esas pequeñas piezas ensayísticas de Sabato del libro que mencioné antes y del otro libro con estructura parecida: Uno y el Universo, el que publicó después de renunciar al “mundo de la luz”, que era la ciencia, para empezar a sumergirse en el “mundo de las tinieblas”, que era la literatura.
Doctor en física por la Universidad de La Plata, Sábato obtuvo en 1938 una beca para trabajar en el Laboratorio Curie de París. A diferencia de Hemingway, Sabato no sentía que París fuera una fiesta. Trabajaba ahí durante el día en radiaciones atómicas, entre toda aquella luz y los aparatos de laboratorio que parecían hacerlo todo posible, y por las noches frecuentaba los bares y preparaba cadáveres exquisitos en compañía de sus amigos surrealistas.
Un día volvió a Argentina dispuesto a dejarlo todo. Le pidió prestada su casa en la montaña a un amigo y se trasladó a ese lugar apartado con su mujer para empezar a escribir Uno y el Universo. La comunidad científica lo llamó traidor, pero él dijo que sólo estaba siendo fiel a su condición humana. Después publicaría El túnel, la novela con la que le llegó la gloria literaria y que fue mi favorita durante algunos años de una primera juventud ya muy lejana, el libro que le recomendaba a todos, que compré y regalé a unos cuantos amigos que no leían nada, que leí unas cinco o seis veces en una edición pirata de la de Cátedra; yo era Juan Pablo Castel en mi manera de ver el mundo; yo era, absurdamente, Juan Pablo Castel en mis relaciones con las mujeres; yo podía ser perfectamente ese pintor obsesivo y atribulado que acabó matando a María Iribarne.
Poco se habla de Sabato en estos tiempos. Quizá se deba a que su último libro, La resistencia, apareció hace casi nueve años y desde entonces, por prohibición médica, no ha vuelto a escribir ni a leer. Ahora sólo pinta, y en sus cuadros uno puede ver todo eso que emerge, desgarrador, de las páginas de sus tres novelas publicadas. Está por cumplir los 98 años y casi no ve. Yo, me acuerdo hoy de él porque en este empeño mío de olvidarme del mundo exterior, de ese mundo iluminado en exceso, de la gran maquinaria del sistema que funciona allá afuera con el resto de los engranajes, mientras escucho la música de Radiohead y pienso en todas estas cosas, mientras empiezo a sumergirme lentamente en mi propio mundo de tinieblas, también ofrezco mi cuota de resistencia. Todo sea por ese premio invaluable en estos tiempos: la recuperación del tiempo para uno mismo, la reconquista de uno mismo.
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