Aún falta un año pero...
Por Giovanni Rodríguez
Estoy llegando a una edad a la que, según los teóricos respectivos, si uno dispone de ideas, estas o se modifican o se eliminan o se reafirman. Es la edad del “plazo fatal”, el momento de las decisiones definitivas, agregan estos teóricos. Lo de tener ideas representa un problema –esto lo digo yo, no los teóricos- si uno tiene la costumbre –o si uno ha tenido la costumbre en el pasado- de escribirlas, pero sobre todo de escribirlas para que las lea un público. No hay duda de que evolucionan nuestras ideas, ya sea hacia su confirmación –lo que implica un proceso previo de autoconvencimiento paulatino- o hacia su extinción –que tiene que ver más con la cuestión de la edad que con cualquier otra cosa-.
Porque si uno decide alguna vez exponer sus ideas a un público, y si uno aún es demasiado joven cuando lo hace, deberá tener en cuenta que muy probablemente en el futuro estas ideas no serán las mismas, y entonces surgirán los primeros problemas, porque uno llegará a un momento en que tendrá que enfrentarse a un dilema que tiene que ver con dos cosas básicamente: el valor y la honestidad. Porque habrá que decidir si a partir de ese momento, por no dar el brazo a torcer, nos aferraremos a lo que hemos dicho antes o si aceptaremos que nos hemos equivocado y que debemos empezar de nuevo.
A partir de cierta edad uno debe decidir si todo eso que ha escrito todavía pertenece a las cosas que estamos dispuestos a defender. Yo, me voy acercando a esa edad supuestamente crítica de los treinta años. La treintena es la edad que los teóricos de la personalidad del individuo consideran como la edad crítica en el hombre, momento en el que la curva ascendente en la vida llega a su punto más alto y es entonces cuando puede ocurrir que lo que sigue durante algún tiempo sea sólo una línea recta hacia derecha o izquierda o –y éste es el caso que los teóricos definen como “punto de inflexión en la personalidad masculina” o “punto crítico del hombre”-, el peor de los casos, que empiece una vertiginosa caída conducente a las depresiones y a constantes altibajos emocionales que, en condiciones extremas, puede conducir también a acciones lamentables como el suicidio. Pero no es éste mi caso, que me tomo la vida no demasiado en serio y me preocupo únicamente –al menos en este momento- por darle forma a una novela que escribo sobre la marcha.
Aún me falta un año para llegar a esa edad temida pero ya voy acusando los primeros síntomas: duermo menos, bebo más, me vuelvo más escéptico y disminuye mi esperanza en las cosas en las que siempre he tenido esperanza. Empiezo a pensar seriamente en el futuro, y esto representa un cambio considerable, porque antes sólo había pensado en el presente; era una máquina pensadora en tiempo presente y por lo tanto no existían en mi cabeza los proyectos que ahora empiezan a cobrar formas más o menos definidas.
Se acercan los temibles treinta y ya empiezo a mirar el pasado con algo de nostalgia. Se acercan los treinta y hago cálculos y concluyo que he perdido mucho tiempo en causas inútiles y que, si no me doy la suficiente prisa, los años que vienen pasarán más rápido que los anteriores. Y entonces me acuerdo de un poemínimo de Efraín Huerta que dice: “No puedo parar de escribir, porque si me detengo, me alcanzo”, y es lo que hago ahora: no paro de escribir, y escribo sobre mi vida, porque mi vida es lo que tengo más a mano, hasta que me agote, hasta que, quizá a mis sesenta años, vuelva a mirar atrás y a decirme que todo ha sido una pérdida de tiempo y que habrá que empezar de nuevo. Para entonces espero que mi vida haya sido por lo menos una hermosa obra de ficción.
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