Horacio Castellanos Moya me envía la versión completa de un texto suyo que habla sobre Roberto Bolaño y las posibles razones de su éxito póstumo en Estados Unidos. De ninguna manera se trata de restar mérito a la obra de Bolaño sino tan sólo de analizar el contexto y darse cuenta de que para que un escritor de calidad indiscutible como él consiga triunfar en el mercado editorial estadounidense no basta con eso, con la calidad, sino que es necesaria también otra circunstancia, y que esta circunstancia sea bien aprovechada por sus editores. Leamos:
Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre Roberto Bolaño. Ha sido objeto de demasiado manoseo en los dos últimos años, sobre todo en cierta prensa estadounidense, y me dije que ya bastaba de intoxicación. Pero aquí estoy de nuevo escribiendo sobre él, como un viejo vicioso, como el alcohólico que promete que esa es la última copa de su vida y a la mañana siguiente jura que sólo se tomará una más para salir de la resaca. Y la culpa de mi recaída la tiene mi amiga Sarah Pollack, quien me hizo llegar su agudo ensayo académico precisamente sobre la construcción del “mito Bolaño” en Estados Unidos. Sarah es profesora en la City University de Nueva York y su texto, titulado “Latin America Translated (Again): Roberto Bolaño’s The Savage Detectives in the United States”, será publicado en el próximo número de la revista trimestral Comparative Literature.
Albert Fianelli, un colega periodista italiano, parodia al doctor Gobbels y dice que cada vez que alguien le menciona la palabra “mercado” él saca la pistola. Yo no soy tan extremista, pero tampoco me creo el cuento de que el mercado sea esa deidad que se mueve a sí misma gracias a unas leyes misteriosas. El mercado tiene dueños, como todo en este infecto planeta, y son los dueños del mercado quienes deciden el mambo que se baila, se trate de vender condones baratos o novelas latinoamericanas en Estados Unidos. Lo digo porque la idea central del trabajo de Sarah es que detrás de la construcción del mito Bolaño no sólo hubo un operativo de marketing editorial sino también una redefinición de la imagen de la cultura y la literatura latinoamericanas que el establishment cultural estadounidense ahora le está vendiendo a su público.
No sé si sea mi mala suerte o si a otros colegas también les sucedió, pero cada vez que me encontraba en territorio estadounidense –podía ser en el bar de un aeropuerto, en una reunión social o donde fuera– y cometía la imprudencia de reconocer ante a un ciudadano de ese país que soy escritor de ficciones y procedo de Latinoamérica, éste de inmediato tenía que desenvainar a García Márquez, y lo hacía además con una sonrisa de auto suficiencia como si me estuviera diciendo “los conozco, sé de qué van ustedes” –claro que me encontré con otros más silvestres, que alardeaban con Isabel Allende o Paulo Coello, lo que tampoco hacía diferencia, porque se trata de versiones light y de autoayuda de García Márquez. En los tiempos que corren, sin embargo, esos mismos ciudadanos, en los mismos bares de aeropuertos o en reuniones sociales, han comenzado a desenvainar a Bolaño.
Otra idea clave de Pollack es que durante treinta años la obra de García Márquez con su realismo mágico representó a la literatura latinoamericana en la imaginación del lector estadounidense. Pero como todo se desgasta y termina percudiéndose, el establishment cultural necesitaba un recambio, hizo tanteos con los muchachos de los grupos literarios llamados Mc’Ondo y Crack, pero no servían para la empresa, sobre todo porque, como explica Pollack, era muy difícil vender al lector estadounidense el mundo de los iPods y de las novelas de espías nazis como la nueva imagen de Latinoamérica y su literatura. Entonces apareció Bolaño con Los detectives salvajes y su visceral realismo.
“Que nadie sabe para quien trabaja” es una frase hecha que me gusta repetir, pero también es una realidad grosera que me ha golpeado una y otra vez en la vida. Y no sólo a mí, estoy seguro de ello. Sigamos. Los cuentos y las novelas breves de Bolaño venían siendo publicados en Estados Unidos, con esmero y tenacidad, por New Directions, una muy prestigiosa editorial independiente pero de difusión modesta, cuando de pronto, en medio de las negociaciones para la compra de Los detectives salvajes, apareció, como surgida de los cielos, la poderosa mano de los dueños de la fortuna, quienes decidieron que esta excelente novela era la obra llamada para el recambio, escrita además por un autor que había muerto hacía muy poco, lo que facilitaba los procedimientos para organizar la operación, y pagaron lo que fuera por ella. La construcción del mito precedió al gran lanzamiento de la novela. Cito a Sarah Pollack: “El genio creativo de Bolaño, su atractiva biografía, su experiencia personal en el golpe de Pinochet, la calificación de algunas de sus obras como novelas de las dictaduras del Cono Sur y su muerte en 2003 a causa de una falla hepática a sus cincuenta años de edad, contribuyeron a ‘producir’ la figura del autor para la recepción y el consumo en Estados Unidos, incluso antes de que se propagara la lectura de sus obras”.
Quizá no haya sido yo el único sorprendido cuando, al abrir la edición norteamericana de Los detectives salvajes, me encontré con una foto del autor que no conocía. Es el Bolaño post adolescente, con la cabellera larga y el bigotito, la pinta de hippie o del joven contestario de la época de los infrarrealistas, y no el Bolaño que escribió los libros que conocemos. Celebré la foto, y como soy un ingenuo me dije que seguramente había sido un golpe de suerte para los editores conseguir una foto de la época a la que alude la mayor parte de la novela. (Ahora que los infrarrealistas han abierto su sitio web, varias de esas fotos se encuentran colgadas ahí, en las que descubro a mis cuates Pepe Peguero, Pita, el “Mac” y hasta al periodista peruano radicado en París José Rosas, de quien yo desconocía su pertenencia al grupo). No se me ocurrió pensar entonces, pues el libro apenas salía del horno y comenzaba el revuelo en los medios de Nueva York, que esa evocación nostálgica de la contracultura rebelde de los 60’s y 70’s era parte de una bien afinada estrategia.
No fue casual entonces que en la mayoría de artículos sobre el perfil del autor se hiciera énfasis en los episodios de su juventud tumultuosa: su decisión de salirse de la escuela secundaria y convertirse en poeta; su odisea terrestre de México a Chile donde fue encarcelado luego del golpe de Estado; la formación del fracasado movimiento infrarrealista con el poeta Mario Santiago; su existencia itinerante en Europa; sus empleos eventuales como cuidador de camping y lavaplatos; una supuesta adicción a las drogas y su súbita muerte. “Estos episodios iconoclastas eran demasiado tentadores como para que no fueran convertidos en una tragedia de proporciones míticas: he aquí alguien que vivió los ideales de su juventud hasta las últimas consecuencias. O como rezaba el titular de uno de esos artículos: ¡Descubran al Kurt Cobain de la literatura latinoamericana!”.
Ningún periodista estadounidense resaltó el hecho, advierte Sarah Pollack, de que Los detectives salvajes y la mayor parte de la obra en prosa de Bolaño “fueron escritos cuando éste era un sobrio y reposado hombre de familia” durante los últimos diez años de su vida, y un excelente padre, agregaría yo, cuya mayor preocupacion eran sus hijos, y que si al final de su vida tuvo una amante lo hizo en el más conservador estilo latinoamericano, sin atentar contra la conservación de su familia. “Bolaño aparece ante el lector (estadounidense), incluso antes de que uno abra la primera página de la novela (Los detectives salvajes), como una mezcla entre los beats y Arthur Rimbaud, con su vida convertida ya en materia de leyenda”. La mayoría de críticos ha pasado por alto que Bolaño no murió a causa de un exceso de drogas y alcohol, sino por una vieja pancreatitis mal cuidada que le inutilizó el hígado (fue lo que me explicó en Blanes, donde yo era el único que alzaba la copa y él sólo bebía té). Y que su caso es más semejante a los de Balzac y Proust, quienes tambien murieron a los 50 años de edad después de un esfuerzo de trabajo descomunal, que al de los ídolos pop estadounideses consumidos por la droga y el escándalo.
Digo yo que a Bolaño le hubiera hecho gracia saber que lo llamarían el James Dean, o el Jim Morrison, o el Jack Kerouac de la literatura latinoamericana. ¿Acaso no se titula la primera novelita que escribió a cuatro manos con García Porta Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce? Quizá no le hubiera hecho gracia saber los motivos ocultos por los que lo llaman así, pero esa es harina de otro costal. Lo cierto es que Bolaño siempre fue un contestatario; nunca un subversivo, ni un revolucionario involucrado en movimientos políticos, ni tampoco un escritor maldito (como sí lo fue su mentor de aquellos primeros años, el poeta veracruzano Orlando Guillén, pero esa es otra historia que espera ser contada), sino un contestatario, tal como lo define la Real Academia: “Que polemiza, se opone o protesta contra algo establecido”.
Fue contestatario contra el establishment literario mexicano –ya fuera representado por Juan Bañuelos u Octavio Paz– a principios de los 70’s; con esa misma mentalidad contestataria, y no con una militancia política, se fue al Chile de Allende (a propósito de ese viaje, que un periodista del New York Times ha puesto en duda, he llamado a mi amigo el cineasta Manuel “Meme” Sorto a Bayonne, Francia, donde ahora vive, para preguntarle si no es cierto que Bolaño pernoctó en su casa en San Salvador cuando iba hacia Chile y también a su regreso –el mismo Bolaño lo menciona en Amuleto– y esto es lo que Meme me ha dicho: “Roberto aún venía conmocionado por el susto de haber estado en la cárcel. Se quedó en mi casa de la colonia Atlacatl y luego lo llevé a la parada del Parque Libertad a que tomara el autobús hacia Guatemala”). Y se mantuvo contestatario hasta el final de su vida, cuando ya la fortuna lo había tocado y arremetía contra las vacas sagradas de la novelística latinoamericana, en especial contra el boom, a quienes llamaba, en un email que me envió en 2002, “el rancio club privado y lleno de telarañas presidido por Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes y otros pterodáctilos”.
Fue esa faceta contestaria de su vida la que serviría a la perfección para la construcción del mito en Estados Unidos, del mismo modo que esa faceta de la vida del Che (la del viaje en motocicleta y no la del ministro del régimen castrista) es la que se utiliza para vender su mito en ese mismo mercado. La nueva imagen de lo latinoamericano no es tan nueva, pues, sino la vieja mitología del “road-trip” que viene desde Kerouac y que ahora se ha reciclado con el rostro Galel García Bernal (quien también interpreta a Bolaño en el film que viene, a propósito). Con la novedad de que, para el lector estadounidense, de acuerdo con Pollack, dos mensajes complementarios, que apelan a su sensibilidad y expectativas, se desprenden de Los detectives salvajes: por un lado, la novela evoca el “idealismo juvenil” que lleva a la rebeldía y la aventura; pero, por el otro, puede ser leída como un “cuento de advertencia moral”, en el sentido de que “está muy bien ser un rebelde descarado a los diecisiete años, pero si uno no crece y no se convierte en una persona adulta, seria y asentada, las consecuencias pueden ser trágicas y patéticas”, como en el caso de Arturo Belano y Ulises Lima. Concluye Pollack: “Es como si Bolaño estuviera confirmando lo que las normas culturales de Estados Unidos promocionan como la verdad”. Y yo digo: es que así fue en el caso de nuestro insigne escritor, quien necesitó asentarse y contar con una sólida base familiar para escribir la imponente obra que escribió.
Lo que no es culpa del autor es que algunos lectores estadounidenses, a través de Los detectives salvajes, quieran confirmar sus peores prejuicios paternalistas hacia Latinoamérica, según explica Sarah Pollack, como la superioridad de la ética protestante del trabajo o esa dicotomía por la cual los norteamericanos se ven a sí mismos como trabajadores, maduros, responsables y honestos, mientras que a los vecinos del Sur nos ven como haraganes, adolescentes, temerarios y delincuentes. Dice Pollack que, desde este punto de vista, Los detectives salvajes es “una muy cómoda elección para los lectores estadounidenses, pues les ofrece los placeres del salvaje y la superioridad del civilizado”. Y repito yo: nadie sabe para quien trabaja. O como escribía el poeta Roque Dalton: “Cualquiera puede hacer de los libros del joven Marx un liviano puré de berenjenas, lo difícil es conservarlos como son, es decir, como un alarmante hormiguero”.
Sangen-Jaya, Tokio, septiembre de 2009.