lunes, 11 de enero de 2010

Cuando los escritores hablan



Buen artículo de Arthur Krystal en elmalpensante sobre la diferencia entre el escritor cuando escribe y el escritor cuando habla:
Ese que está en la pantalla de mi computador es Vladimir Nabokov. Se ve a la vez pulcro y desaliñado. Lleva traje y un chaleco de varios botones que aprieta la parte superior de su corbata y hace que se asome por el cuello de su camisa como un fular anticuado. Grande, regordete, delicado, con anteojos de marco negro, está sentado en un sofá junto al más fino y cariacontecido Lionel Trilling. Ambos sortean las preguntas de un elegante interlocutor que lleva un bigote de película clase B. La entrevista se grabó en algún momento a finales de los cincuenta en lo que parece ser la sede de un club o un estudio de televisión disfrazado para parecerlo. Discuten sobre Lolita. “No... yo no quiero tocar corazones”, dice Nabokov con su acento de ninguna parte. “Ni siquiera quiero afectar mucho las mentes. Lo que realmente quiero producir es ese pequeño escalofrío en la columna del artista-lector”.

Nada mal, pienso, mientras miro detenidamente la oscura caja granulada en YouTube. De hecho, es una frase extraordinariamente buena para haberla sacado directamente de la manga. ¡Pero esperen! ¿Qué es lo que Nabokov está haciendo con sus manos? ¡Está dándole vueltas a unas fichas bibliográficas! Está ojeando notas. Está leyendo. Domina tres idiomas y sin embargo se apoya en respuestas prefabricadas para hablar acerca de su trabajo. ¿Estoy desilusionado? Al principio sí, pero después pienso que los escritores no tienen que ser conversadores brillantes; su trabajo no es ser inteligentes a excepción, por supuesto, de cuando escriben. Hazlitt, el más cohibido de todos los escritores, comentaba que no veía por qué un autor “está obligado a hablar más de lo que estaría obligado a bailar, o a montar a caballo, o a practicar esgrima mejor que otras personas. Leer, estudiar, estar en silencio y pensar son una mala introducción a la locuacidad”.

Creo que tiene razón. Como la mayoría de los escritores, parezco ser más inteligente en letra de molde que en persona. De hecho, soy más inteligente cuando escribo. No lo digo solamente porque, por lo general, en ese espacio no hay nadie cerca para observar las salidas en falso y las frases idiotas que dejan en ridículo mi supuesta inteligencia, sino porque cuando el trabajo va bien puedo expresar opiniones que nunca he pronunciado en una conversación y que de otro modo jamás se me hubieran ocurrido. Tampoco soy el primero que tiene esta idea, que naturalmente se me ocurrió mientras escribía. Según Edgar Allan Poe, en un artículo de la Graham’s Magazine, “algún francés –posiblemente Montaigne– dijo: ‘La gente habla acerca del pensamiento, pero por mi parte nunca pienso a excepción de cuando escribo’. No encuentro estas palabras en mi ejemplar de Montaigne, pero estoy de acuerdo con la idea, quienquiera que la haya formulado. Y no porque la escritura me ayude a organizar mis ideas o revele lo que siento respecto a algo, sino porque verdaderamente genera pensamiento o, al menos, provee una placa de Petri para su génesis”.

Sin embargo, el psicólogo de Harvard Steven Pinker no está muy de acuerdo con nosotros. En un intercambio de correos, Pinker me señaló de manera sensata que el pensamiento precede a la escritura y que la razón por la que sonamos más inteligentes al escribir es que nos proponemos deliberadamente ser claros y precisos, un lujo que rara vez podemos darnos al conversar. Es verdad, sobre todo si uno escribe para revistas en las que editores quisquillosos con zapatos caros esperan patearnos el trasero por cada pequeño error que cometamos. Cuando la gente que vive de la escritura se sienta a ganarse el sueldo, se plantea exigencias que requieren un grado más alto de habilidad que cualquier conversación. Para Pinker, es un caso similar a la diferencia en cómo piensan los matemáticos cuando están probando teoremas y cuando están contando las monedas del cambio, o la forma en que un mariscal de campo lanza un pase durante la final del campeonato y como lo hace una tarde cualquiera en su jardín. Lo que sí reconoce Pinker es que, dado que la escritura da lugar a ensoñaciones y cavilaciones, probablemente compromete porciones más grandes del cerebro.

Estoy de acuerdo. Podría apostar a que se estremece más materia gris cuando me siento a escribir que cuando me paro a hablar. De hecho, si tomaran una resonancia magnética de mi cerebro en este momento, verían encenderse regiones que apenas titilan cuando hablo. ¿Cómo lo sé? ¡Porque estoy escribiendo! Es más, soy tan inteligente en este momento que sé que mi corteza cerebral está usando un grupo de neuronas que ingeniosa y encantadoramente están transformando mis pensamientos e ideas en palabras. Pero si les estuviera hablando de todo esto, un grupo distinto de neuronas se activaría, se harían diferentes asociaciones y conexiones, y se generarían frases y palabras distintas. En resumidas cuentas, los tendría aburridos hasta el cansancio.

Está bien, solo estoy especulando, pero creo que quienquiera que haya escrito que nunca piensa excepto cuando se sienta a escribir, estaba usando una hipérbole para sostener algo muy cierto. Hay algo en la escritura, cuando nos consideramos escritores, que afecta la forma en que pensamos e inevitablemente cómo nos expresamos. Tal vez no haya bases empíricas para esto, pero si, como afirman algunos científicos, son diferentes las partes del cerebro que se activan al usar un bolígrafo y al usar un computador –y las diferencias cognitivas son mayores que lo que se podría esperar debido a la aplicación de las habilidades motoras–, entonces, ¿por qué no habría diferencias significativas en la actividad cerebral cuando se escribe y cuando se habla?

En la misma línea, parece que los compositores a veces toman instrumentos distintos cuando intentan resolver problemas musicales. No se trata de que un violín revele secretos que un piano oculta, sino que la mente empieza a pensar distinto cuando tocamos instrumentos diferentes. O tal vez es simplemente que el cauce de ideas se altera cuando escribimos, y esto deja fluir oraciones encalladas en las riberas de la conciencia. Parece haber un ritmo en la escritura que atrapa notas que generalmente no están al alcance del oído. En algún punto, entre el instante de formular una idea y el de escribirla, transcurre un nanosegundo en el que ésta se transforma en una oración, distinta, sin duda, a la que hubiera sido de ser pronunciada en vez de escrita. Este ritmo, marcado no tanto por el oído como por la sensibilidad, puede alcanzarse solamente en el momento de la composición; y no puede ser simulado durante el discurso, pues la conversación ocurre en tiempo real y depende en parte de la persona o de las personas con quienes estemos hablando. Por esto, escritores maravillosos pueden terminar siendo conversadores mediocres, y grandes encantadores de serpientes se tambalean como patos cuando intentan escribir.

Así que la próxima vez que oiga a un escritor en la radio o lo agarre por televisión o lo vea en YouTube o esté sentado junto a él en un restaurante, recuerde que no es el autor de los libros que usted admira; es simplemente alguien que está de visita por el mundo exterior, lejos de su estudio, de su oficina o de donde carajos escriba. No espere que conozca los modales de este país lejano y trate de perdonar sus torpezas cuando ocurran.

Hablando de cenas, cuando el naturalista alemán Alexander von Humboldt le dijo a un amigo, un doctor parisiense, que quería conocer a un verdadero lunático, éste lo invitó a cenar. Días después, Humboldt se encontraba ante la mesa entre dos hombres. Uno era cortés, algo reservado y no entraba en conversaciones ligeras. El otro vestía ropa pobremente combinada, parloteaba a sus anchas acerca de cualquier pendejada, gesticulaba salvajemente, hacía caras horribles. Al final de la cena, Humboldt se dirigió a su anfitrión. “Me gusta su lunático”, le susurró señalando al hombre parlanchín. El anfitrión frunció el ceño. “Pero el lunático es el otro; el hombre que usted está señalando es monsieur Honoré de Balzac”.

2 comentarios:

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