El escritor Miguel Delibes. Foto: JOSÉ MANUEL NAVIA MARTÍNEZ
Da un poco de pena que muera un escritor como Miguel Delibes sin que uno lo haya leído aún, sin que le hayamos dado ese modesto y secreto homenaje de una lectura, aunque fuese mínima. Pero ésta es sólo una variante curiosa del destino de muchos escritores: ser póstumos para algunos lectores que, como yo, buscarán algo suyo la próxima vez que vayan a la biblioteca. De todo lo que he leído sobre Delibes desde su muerte ayer, me quedo con este texto breve de Juan Marsé en El País:
Es un escritor a quien siempre respeté muchísimo pero al que, cosas
de la vida, nunca traté personalmente. Aunque una vez estuve muy cerca
de ello. No recuerdo si fue en 1961 o 1962. Yo entonces vivía en París.
Debía ser otoño. Paseaba por el Boulevard Saint-Germain cuando le vi en
una de las terrazas de un bar. Estaba ahí, sentado, viendo pasar a la
gente, abrigado; lloviznaba. Le reconocí y me paré a mirarlo y sopesé
decirle que le admiraba mucho y esas cosas. Total, yo era tímido -bueno,
aún lo soy hoy- y al final no me atreví.
Años después, con motivo del Biblioteca Breve por Últimas tardes
con Teresa, recibí una nota manuscrita suya, a la que contesté
comentándole lo de París y que respondió diciendo que qué pena, que
hubiéramos podido hablar... Me he arrepentido siempre.
Para mí es
un ejemplo de una prosa extraordinaria que yo ya leía cuando tenía 15
años en esos libros de Destino que editaba Josep Vergés y al que le fue
tan fiel. Me fijé en La sombra del ciprés es alargada, Mi idolatrado
hijo Sísí... Yo admiraba su dominio del lenguaje, si bien me
interesó mucho más su obra posterior, ese esfuerzo conseguido por
ponerse al día en lo estilístico en los ochenta, como en Los santos
inocentes. Pero también me parecía un ejemplo de discreción y
austeridad, que contrastaba con otros compañeros suyos, bastante
campanudos y tal... Dejémoslo ahí.
En El País le dedican este especial.
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