Juan Cruz. Foto: JUAN MANUEL PRATS.
De El Periódico me traigo esta entrevista de Elena Hevia a Juan Cruz, autor del libro Egos revueltos:
No es Dios. Pero conoce el secreto de la ubicuidad, que no es truco de
feria, sino laboriosidad, hiperactividad. A Juan Cruz (Tenerife, 1948),
hoy director adjunto de El País, le tocó bailar como editor y como
entrevistador con Borges, Cortázar, Cabrera Infante, Günter Grass,
Francisco Ayala y Manuel Vázquez Montalbán, entre otros, y así lo evoca,
con amor y humor. Y aunque él también chupe plano en esta feria de las
vanidades, afirma no haber querido salir guapo.
Egos revueltos. ¡El título de su libro prometía más cotilleo y más ajustes de cuentas!
–Es que no estoy dotado para eso y no me
siento cómodo. Hay una frase en El gran Gatsby que refleja bien
mi intención: «Siempre que quieras criticar a alguien, solo recuerda que
todas las personas en este mundo no han tenido las ventajas que has
tenido tú».
–Por eso excepto Marina Castaño, viuda de Cela, apenas nadie se le va a ofender.
–No crea. Sí que hay gente que
se ha enfadado, pero mi intención no era crear malentendidos, sino más
bien deshacerlos.
–¿Conocer a los escritores en zapatillas destruye el encanto inicial de su lectura?
–No siempre. Los
escritores son como sus libros. Charlar con un impertérrito Vargas Llosa
sobre Picasso en una playa de Perú rodeado de insectos, eso es Zavalita
[el de Conversación en La Catedral], rodeado de peligros en
Lima. Delibes cabreado es Delibes y Borges cantando en islandés
en un restaurante de Madrid no hace más que lo que se espera de él.
–Comprende usted muy bien todos esos egos tan bien constituidos.
–Es que
los he querido mucho.
–¿Incluso a Cela? Ese plusmarquista de la egolatría.
–Es uno de los egos más grandes, sí. Pero no el
único. Octavio Paz, por ejemplo, tenía un ego equiparable.
–Pero es difícil imaginar a Paz partiéndose de risa en un avión leyendo uno de sus propios libros como sí hizo Cela.
–¿Y qué le parece
corregir palabra a palabra una entrevista que yo le hice a su mujer? Esa
anécdota compite con la de aquel escritor cuyo nombre está en el libro,
pero a quien no quiero señalar, cuya mujer manda una notita a los
contertulios de una velada diciendo: «Llevan ustedes media hora
hablando, y como no han dicho nada de mi marido, él se está
deprimiendo».
–Es Pablo Neruda. ¿Por qué no quiere decirlo?
–Porque
cuando cuentas las cosas en los libros, como hay más contexto, se
entienden mejor.
–El libro, con tanto muerto convocado, tiene también un perfume melancólico de fin de época.
–Lo escribí
entre el 2008 y el 2009, unos años devastadores. Murieron, entre otros,
Rafael Azcona, Ángel González, Mario Benedetti. Simbólicamente, fue la
despedida a un tiempo. El libro es como un abrazo que lamenta la
pérdida, pero agradece el resplandor.
–También es una memoria anegada en alcohol.
–Entonces bebíamos mucho y en algún caso
nos drogábamos con hachís. Como editor acompañé a muchos escritores
hasta el último segundo de su último whisky. Con Ángel González,
Caballero Bonald, Sabina o Javier Rioyo... Recuerdo aquellos tiempos
como una época de alcohol, alegría y noche. No sé de dónde sacaba tanta
energía.
–«El día que no recordé el teléfono de mi madre dije hasta aquí hemos llegado», confiesa sin pudor.
–Ahí me empecé a
curar. Espero que sea una enseñanza para los acompañantes de
escritores.
–¿El alcohol sigue siendo la gasolina de la literatura?
–Eso se ha aminorado. Los escritores son ahora más
profesionales. Pero, en fin... Yo no sé qué grado de inseguridad tiene
los abogados y los carniceros, pero si tuvieran el mismo que los
escritores, beberían tanto como ellos.
–¿Cómo mantiene un periodista la distancia frente al autor cuando se ha sido editor?
–Un
periodista puede ser editor y es bueno que tenga esa experiencia. La
diferencia entre ambos trabajos es que el editor no puede hacer su
trabajo desde el cinismo –que en el caso del periodista es una
decisión–, porque en cierta forma es el coautor de la obra del escritor.
–¿En ese revoltijo de egos reconoce el suyo?
–Yo
tengo un ego instantáneo, de usar y tirar. Fui un niño asmático y me
acostumbré a ver el mundo desde la cama, y a veces tengo la sensación de
continuar allí. De todas maneras, el periodismo me ha quitado la pasión
de quererme.
–¿De quererse o de creerse?
–Ambas. El
otro día en un chat alguien me dijo que ya era hora de que me bajara del
pedestal. Si la gente supiera la consideración que yo tengo de mí
mismo, quizá no me querrían más, pero me entenderían mejor. Porque yo no
tengo una alta consideración de mí mismo, yo me siento muy defectuoso.
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