Julian Barnes.
Sucede que, una vez que leemos un libro de determinado autor y éste nos gusta mucho, no dudamos en buscar otro libro de ese autor, porque suponemos que será igual de bueno y que nos procurará el mismo placer que el primero. Esto me ocurrió con Julian Barnes, de quien sólo leí, hace cuatro años, El loro de Flaubert, una novela que me mostró una nueva manera de acercarse al proceso creativo, que me sacudió la pereza y me empujó a buscar un libro más de su autor. Pero entonces yo vivía en H, hasta donde, de milagro, había llegado Barnes, y por más que busqué, no logré encontrar otra novela suya. Así que cuando llegué a España el 2007 y me encontré Inglaterra, Inglaterra en la primera biblioteca que visitaba, no dudé en llevármela a casa. Y ahí estaba otra vez Julian Barnes regalándome una novela deliciosa. Han pasado los años y muchos otros libros desde la última vez que leí a este escritor inglés, pero creo que ya va siendo hora de que vuelva a él. Y se me ocurre, no sé si porque el género autobiográfico me atrae muchísimo, que puedo hacerlo con su nuevo libro: Nada que temer, que reseña Sergi Sánchez hoy en El Periódico:
Si Jules Renard decía que criticar lo burgués es burgués,
podríamos afirmar que quien dice no escribir una autobiografía está
siendo autobiográfico. Julian Barnes (Leicester, 1946) insiste en que Nada
que temer no lo es, a pesar de que sus padres y su hermano
filósofo, sus lecturas favoritas y sus dudas como escritor aparecen a
cada vuelta de página. Tal vez Barnes quiera redefinir el género a la
luz de las Memorias de su admirado Chateaubriand, o tal vez
piense que, en realidad, la conciencia de finitud y los usos de la fe
religiosa y sus antónimos monopolicen demasiado esta meditación a
vuelapluma para calificarla de «autobiográfica». El caso es que se
agradece infinito que Barnes se deje llevar por un torrente de ideas sin
someterse a una estructura cronológica o temática, permitiendo que
Renard le haga pensar en Jacques Brel, que los recuerdos de infancia le
conduzcan a la divagación neurológica, que Stravinsky comparta cama con
Flaubert, y que florezcan los aforismos brillantes («Quizá el sentido de
la muerte sea como el sentido del humor. Todos creemos que el que
tenemos –o no tenemos– es perfecto y adecuado para la correcta
comprensión de la vida. Son los demás los que no llevan el paso»).
Porque a través de todo ello, sabemos que piensa en la muerte agarrado a
su almohada y diariamente, que de su ateísmo en la juventud ha pasado
al agnosticismo en su madurez y que, por mucho que crea en la religión
del arte, sigue teniendo tanto miedo a desaparecer como el más común de
los mortales.
No debería asustar el listado de nombres ilustres que Barnes maneja con la habilidad de un tahúr repartiendo ases. Lejos de ser elitista, el autor de Metroland acerca al lector sus modelos literarios casi con afán didáctico. La distancia, entre tragicómica y analítica, que acostumbra a tener su prosa, se acorta: la propia vida hace que el estilo de Barnes, que parece condenado a racionalizarlo todo, lime el filo de su navaja: al final, queda la decepción de un hijo escritor cuando sus padres saludan con indiferencia su primera novela. Jugando al escondite con el formato autobiográfico, travistiéndolo de ensayo digresivo, Barnes ha logrado uno de sus libros más cálidos, más cercano a sus debilidades y a las del lector.
Celebro el contenido de este texto. Julian Barnes me parece uno de los escritores actuales más interesantes. "El loro de Flaubert" es muy novedoso en su estructura y en su transgresión de géneros. También me gustan muchísimo sus relatos contenidos en "La mesa limón", todos ellos dedicados a los mayores.
ResponderEliminarGracias y saludos.