Hace algunos días se supo que Saramago vuelve del más allá para ofrecernos una nueva novela titulada Claraboya, aunque este dato es inexacto porque quien se encargó de la edición, que aparece bajo el sello Alfaguara, es su viuda, Pilar del Río. Piedad Bonnet habla del asunto en este excelente artículo que HAB nos hace llegar desde el diario colombiano El Espectador:
Alfaguara acaba de publicar Claraboya, una novela de José Saramago que nunca se conoció en vida del escritor, pues fue rechazada cuando el entonces joven y desconocido novelista la presentó a una editorial en 1953.
Pilar del Río, su esposa, autora de la publicación póstuma, cuenta que veintiséis años después la misma editorial ofreció publicarla aduciendo su aparición en una caja extraviada y el escritor no aceptó. “José dejó escrito en múltiples medios que no quería ver esa novela publicada mientras él estuviera vivo. Pero no dijo que no se hiciera”, explica.
No he leído el libro, que posiblemente sea bueno, pero es inevitable preguntarse qué tan legítimo es publicar obras post mortem, sobre todo cuando se contraría la voluntad del autor. Y la respuesta no es en absoluto sencilla. Si Max Brod, el gran amigo de Kafka, hubiera hecho caso a las instrucciones de quemar su obra después de su muerte, no conoceríamos El proceso y El castillo; sin los buenos oficios de Georgette, la fogosa y camorrera mujer de César Vallejo, nos habríamos privado de sus Poemas humanos; y sin el valor de la esposa y los hijos de John Cheever, que no temieron las confesiones sobre su alcoholismo y sus aventuras homosexuales, no podríamos leer sus diarios.
Admirable es el juicio de Feltrinelli, quien publicó El gatopardo, novela rechazada por dos editoriales, aunque dos meses después de que Lampedusa muriera sin enterarse de que esto iba a suceder. Admirable también la tenacidad de Thelma, la madre de John Kennedy Toole, escritor norteamericano que se suicidó a los 32 años, después de tratar infructuosamente de que un editor publicara sus novelas. Esta mujer, sobreprotectora hasta el agobio con su único hijo, usó esa misma intensidad en tratar de darlas a conocer, hasta que logró lo que el pobre John nunca pudo. Tanta razón tenía Thelma que La conjura de los necios ganó el Pulitzer en 1981, un año después de su aparición.
Rosa Montero ha creado una categoría, la de esposa de escritor, criatura que empeña su existencia en tareas tan diversas como reclamar los pagos del marido, “pasar a limpio” sus borradores, acompañarlo en sus viajes, filtrar su correspondencia, pelear con los editores, espantar a sus admiradoras y cuidar de su tiempo. (Vale la pena anotar que su equivalente masculino es casi inexistente, y que hay esposas de escritores que no son así). Pues bien: una vez viuda, la esposa de escritor se dedica a esculcar en todos los cajones y a tratar de publicar cuanto borrador encuentra por ahí. Casi siempre son ellas las autoras de “rescates” literarios no tan afortunados. Es el caso de La ninfa inconstante, de Cabrera Infante, que parece que hubiera sido rematada por otros. O de El original de Laura, novela en obra negra que la mujer de Nabokov no quiso destruir siguiendo instrucciones de su marido y que treinta años después publicó Dmitri, su hijo, traicionando los deseos de su padre, que sin duda tenía toda la razón.
Debo confesar que comparto con algunos escritores el terror visceral a morir antes de terminar un libro ya bien avanzado, como le sucedió a Camus, cuyos manuscritos de El último hombre fueron encontrados, inconclusos, en el auto en el que se accidentó. No se sabe qué es peor después de tanto esfuerzo: que el escrito se quede en una gaveta, que lo publiquen tal cual, o que algún amigo compasivo le invente un desenlace de su cosecha. Claro que el más cruel de los escenarios es el que se ingenió Tabucchi en el cuento Esperando el invierno: la viuda rencorosa, consciente de la importancia de los escritos de su prestigioso marido, los va echando al fuego antes de que alguno llegue a salvarlos, mientras murmura: pobrecito querido estúpido.
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