miércoles, 30 de julio de 2008

Morir joven, morir a tiempo

Fotografía de André Kertész
Por Giovanni Rodríguez
Es bueno morir joven, morir a tiempo, pero sobre todo, morir bien. No hablo de seres humanos, por supuesto, porque en el caso de estos generalmente ocurre que la muerte nunca es bien asimilada si llega tempranamente. Hablo –cómo no- de otro tema relacionado con la literatura: la temprana pero saludable muerte (aunque esto sea una perfecta paradoja) de la sección literaria de un periódico hondureño.
Quienes nos movemos en esto de la literatura y llevamos ya una buena cantidad de años de recorrido, sabemos que no es fácil encontrar espacios para la cultura en nuestros medios de comunicación, cada vez más preocupados por la rentabilidad que por la razón primigenia por la que seguramente fueron fundados, y recibimos siempre con muestras de alegría las escasas veces en que esto resulta posible.
Empecé a colaborar con “mimalapalabra”, que es el nombre de la difunta sección literaria dominical de diario La Prensa, en junio del año pasado, y desde entonces, hasta el pasado domingo 27 de julio, Carlos Rodríguez, Dennis Arita y yo realizamos cincuenta publicaciones de literatura, cantidad que a los tres nos ha parecido digna y justa como edad para su fenecimiento.
En resumidas cuentas, mimalapalabra no se muere; la matamos. No es un acto doloroso, ni triste, ni solemne ni nada. Tampoco lo consideramos suicida. Es solamente un gesto de aburrimiento. Hubiéramos podido mantenerla viva si no fuera porque la censura no escapa a algo al parecer tan irrelevante como la literatura y porque, a decir verdad, ya estábamos algo cansados de representar el papel de “buenos ciudadanos que contribuyen al desarrollo cultural de su país”, según me dijo, en un arranque romántico, una profesora de secundaria.
Lo triste será que esas dos páginas dominicales que durante el último año sirvieron para publicar la obra tanto de autores extranjeros desafortunadamente desconocidos en Honduras como de autores nacionales jóvenes y no tan jóvenes, ahora vayan a ser ocupadas por la infamia del mal gusto, otorgándoles el derecho a voz a escribidores perfectamente mudos como la chilena a la que corretean los espíritus por la casa o el brasileño de las noveluchas para rehabilitados.
Lo bueno (¡válgame, algo bueno debía de haber!) es que mimalapalabra no es sólo la desaparecida sección literaria dominical de diario La Prensa. Mimalapalabra es también el blog http://www.mimalapalabrahn.blogspot.com/, fundado en 2006, pero más allá, mimalapalabra es el grupo de amigos que desde por lo menos el 2002 se reúne con cualquier pretexto en cualquier bar o café -o incluso karaoke-, y que se mantiene unido, indefectiblemente, por ese único lugar común tolerable para nosotros: la literatura.
Si hasta ahora hemos sido punto de coincidencia para algunos y escozor permanente para otros, esto ha sido sólo como producto del devenir natural de cualquier grupo con una propuesta que los identifique, y nuestra propuesta ha ofrecido siempre lo mismo: la posibilidad de elegir entre la palabra mimada o la mala palabra. Pero claro, todo ello sin perder el hábito de la carcajada.
Que nadie esté de luto entonces por nuestra causa. Ha pasado a mejor vida sólo una forma alterna o periférica de nuestra existencia.

domingo, 27 de julio de 2008

888 palabras para un adiós definitivo

Fragmento de El Gran Masturbador, Salvador Dalí
Por Carlos Rodríguez
mimalapalabra, en su edición impresa, finaliza hoy. Llegamos al número 50. Momento de aclaraciones y agradecimientos. Con Roberto Bolaño comenzamos el vuelo, con alas de cera para no creer que podría ser inmortal. El domingo 3 de junio de 2007 Débora Leiva, mi ex jefa, dio luz verde para publicar mimalapalabra en diario La Prensa. Desde que ingresamos al diario, allá por 2004, nació la idea, pero los proyectos culturales no son prioridad, no sólo en Honduras sino también en otros países. Por razones del modelo periodístico, los primeros meses salimos sin un logo que nos identificara, luego sí, pero en las últimas ediciones de nuevo se hizo humo.
Cuando Mario Gallardo publicó Las virtudes de Onán, empezaron los rumores de que era él quien dirigía mimalapalabra en La Prensa. Aunque Mario es miembro fundador del llamado colectivo mimalapalabra, la edición de estas páginas estuvo, en principio, a cargo de Giovanni Rodríguez y quien escribe. Casi perdemos el espacio. En otro momento, de nuevo casi nos cierran por una llamada anónima que le hicieran al jefe de redacción; le aseguraron que Gallardo decidía qué autores publicar en esas páginas. Otra vez las explicaciones necesarias; y continuamos con la publicación.
Un escollo más: el material gráfico y el contenido. Como La Prensa es un diario conservador, algunas veces fue difícil publicar ciertos autores. Por ejemplo, en la edición 35 condenaron una pintura de Patricia Watwood por considerarla "muy fuerte", entonces la cambié por "El gran masturbador" de Dalí. Nada fuerte, ¿no? En ese mismo número se vetó el texto "Sobre la vida erótica" de Coetzee, porque "el protagonista es un pedófilo". No valieron explicaciones y opté por "Sobre los pájaros del aire". Otros domingos no salimos porque el espacio se usó para noticias "importantes".
Pero abrimos una ventana en donde mostramos parte de la obra de algunos autores nacionales. Entre ellos: Horacio Castellanos Moya, José Antonio Funes, Jorge Martínez, Gustavo Campos, Mario Gallardo, Eduardo Bähr, Murvin Andino, Dennis Arita, Edilberto Cardona Bulnes, Marco Antonio Madrid, Roberto Castillo y Hernán Antonio Bermúdez.
Otro momento "triste" (ja, ja): Cuando Gallardo y Gus rompen con mimalapalabra, motivados por el Padre Fausto. Por la entrevista que Giovanni le hizo al padre del interiorismo en Honduras, claro. Pero, ¿podían romper relación con un trabajo de cuya realización no formaban parte? La edición siguió, como siempre, con la ayuda de Giovanni y Dennis Arita. Aunque en los últimos meses el nuevo residente de Figueres mantuvo cierta distancia colaboracional. Así que las gracias totales a Dennis por su aporte.
mimalapalabra se puede definir como un grupo de amigos a quienes, más que un manifiesto tipo poetas del Grado Cero, los une las cervezas y las lecturas. Si lo circunscribimos a un círculo, sus miembros, a pesar de las renuncias y las distancias (a menos que algunos indiquen lo contrario), somos Gustavo Campos, Ricardo Tomé, Mario Gallardo, Carlos Rodríguez y Giovanni Rodríguez. Un grupo cuyo único postulado ha sido la “jodarria” (no sé si este término será cabalmente comprendido y asimilado), la burla contra cualquier tipo de manifestación seudoartística, como la del supuesto pintor José Dalí Ramos, bautizado por Mando García y luego rebautizado por Tomé como "Lidl bird recient caid of di nid" (Pájaro tierno recién caído del nido, en tomesiano, of course), autor de la célebre frase "entre más irónico, más te hundís"; o contra los bodrios de personajes como el "Poeta Chuco", comerciante de versos depurados o sin depurar, autor de otra célebre frase: "Necesitás desoxidar el cerebro"; pero también jodarria contra los impoesibles, creadores de poemas "hormigueados" y también de frases célebres como éstas: “las valoraciones estéticas al final valen verga”, “hay que deselitizar la poesía y llevarla a la tortillera de la esquina, a la prostituta, al presidiario”, “Octavio Paz está condenado al olvido”, “¿qué es poesía?”. Sin olvidar, claro está, a los ególatras autoproclamados salvadores de las letras nacionales que nunca entran por Miami o que pernoctan en "Monasterios de jates". Jodarria, jodarria, pura jodarria. Claro que los mimalapalabra aún son amigos y extrañamente solidarios, pero la edición en diario La Prensa, sólo para cuestiones de formalismo bloguero, ha sido labor de Arita, Giovanni y Alfredo Xalli.
¿Alfredo Xalli? Xalli, I´m Alfredo Xalli. O, Alfredo Xalli c’est moi. Autor de Rutina. Alfredo es mi segundo nombre. Xalli, según se dice, es el topónimo original de Danlí, donde nací. Sí, sí. Esto para esos fantasmas del cotilleo que aseguran que Xalli es Giovanni Rodríguez, el ahora ciudadano del primer mundo, quien tiene enterrado el ombligo en San Luis, Santa Bárbara. También para la amiga Marta Susana Prieto, a quien se le había ocurrido incorporar este misterio a la trama de su próxima novela, una novela negra, que, para aclarar a los eternos despistados, nada tiene que ver con la etnia garífuna, por ejemplo.
Bien, llegamos al final de mimalapalabra en La Prensa porque los cambios en el modelo periodístico no armonizan con nuestras dos paginitas. Termina porque su contenido, obra de esos autores extraños como Bolaño, Coetzee, Castellanos Moya, Houllebecq, Auster, McEwan o John Fante, "no es tan fácil para que lo entienda la mayoría de los lectores", según el sesudo análisis de la cúpula en el diario. Cierra (ja, ja) porque algunos lo pidieron; porque Mario y Gus renunciaron; porque el poeta Gio debe trasnochar para redactar su Café Kubista; porque Dennis se entregará de lleno al estudio del cine porno (quien tenga libros digitalizados sobre el tema, hágaselos llegar a su e-mail); porque Yorch (aunque esto en realidad no tenga nada que ver) se proclamó dueño de la Calle del Amor y planea dirigir una película sobre una revolución protagonizada por lesbianas, mareros, travestis y zombis; y, finalmente, porque preferimos salir de la ciudad ante la inminencia de un ataque nuclear.
Nos quedamos en el 50 para que en adelante en La Prensa alguien se encargue de publicar a García Márquez, a Allende y a Coelho. Pero sigamos la jodarria en los blogs. Sigamos "cagándonos de la risa", como dice Eduardo. ¿Ya llegué a las 888 palabras? Ahora que lo pienso, ¿por qué me impuse esta vez un límite de espacio? ¡Puras manías de periodista! Qué-se-le-va-ser.
Postada: el diseño de mimalapalabra en La Prensa estuvo a cargo de Kelvin Sauceda, excepto por el primer número.

miércoles, 23 de julio de 2008

Vida y literatura, literatura y vida

Nicole Kidman en la película Las horas
Por Giovanni Rodríguez
Pensemos en don Alonso Quijano y en Emma Bovary, quizá los ejemplos más consistentes a la hora de hablar de literatura y vida, o vida y literatura, que para efectos de este artículo da lo mismo. Recordemos a estos dos personajes y partamos de ese recuerdo para analizar las relaciones entre lo que vivimos y lo que escribimos o leemos.
¿Qué era lo que les sucedía al simpático demente don Quijote y a la soñadora madame Bovary? Pues básicamente que vivían inmersos en la realidad de los libros que leían. ¿Es ésta una razón para juzgarlos? Sí, si lo que buscamos es establecer que no se puede ser cuerdo cuando nos da por evadir la realidad circundante, la realidad real, y preferimos formar parte de otra realidad, una realidad imaginaria, ficticia, pero no por eso menos cierta. Pero la respuesta también es no, de ninguna manera. No podemos juzgarlos por ese dejarse ir hacia otros ámbitos: los paraísos artificiales de la ficción.
Los ejemplos anteriores valen en cuanto a los lectores. Pero vayámonos a la otra cara del asunto: a los escritores, los que propician esa otra realidad para los lectores. En los escritores las relaciones entre vida y literatura se producen de una manera distinta. Porque el escritor es quien crea esas realidades, no quien, finalmente, después de la lectura, opta por vivirlas o simplemente visitarlas. Si acaso las vive, es porque el proceso de creación implica muchas veces una identificación absoluta con las situaciones o los personajes creados, y no solamente la mera trascripción al papel o a la pantalla de las ideas concebidas.
Recuerdo ahora, por ejemplo, una escena de la película Las horas, de Stephen Daldry, en la que el personaje de Virginia Woolf, interpretado por una Nicole Kidman con la nariz ajustada a las necesidades de la actuación, en medio de una reunión familiar, se desentendía de las preguntas de su pequeña sobrina y se quedaba con la mirada anclada en algún punto insondable, para luego decir estas palabras que a oídos de todos resultaron obviamente locas: “debo matar a mi héroe”. A continuación, la película nos mostraba al personaje de Laura Brown (Julianne Moore) ahogándose en la habitación de un motel.
Así funciona la mente de un escritor cuando se trae entre manos la concepción de una obra de ficción. Será normal, desde el punto de vista de la creación del arte, verlo en escenas como esta de la película, permanentemente concentrado en el proceso de su escritura, independientemente de si se encuentra en ese momento viendo un partido de fútbol, cenando con la familia o sentado frente a la pantalla de su computadora. Pero no será normal –hay que admitirlo- para los otros, esos seres que gravitan a su alrededor y que él apenas percibe con la vista o con el tacto o con cualquier otro sentido físico, que esa persona, aún a sabiendas de su condición de creador de ficciones, permanezca más tiempo en su mundo imaginario que en el mundo real.
Un último caso: el de los escritores que confunden deliberadamente su vida con su literatura, esos que escriben ficciones otorgándoles el carácter de autobiografías, los que, incluso en la vida real, se proponen actuar como si fuera éste el mundo de sus ficciones. Esos son los grandes embaucadores, los que, ante el mundo, no establecen diferencias entre vida y literatura, que viven como lo que leen y escriben como lo que viven, y sus vidas no se fundamentan en la literatura sino que sus vidas son literatura. ¿Por qué lo hacen? Para reír. ¿Y de qué o de quién se ríen? Del mundo. De nosotros. De ellos mismos.

El teorema inverosímil

Se me había ocurrido, antes de terminar la lectura de la novela El teorema de Almodóvar, redactar una lista de "Razones para sospechar que Casas Ros es Vila-Matas", pero ahora que la he acabado, creo que mejor no lo haré. Primero, porque la novela me decepcionó un poco después de las cuarenta o cincuenta primeras páginas, lo cual propicia que empiece a descreer que Vila-Matas sea su verdadero autor, y segundo, porque de hacer esa lista de razones, que más que todo hubiesen sido las coincidencias encontradas entre uno y otro, estaría ayudando a alimentar la tontería del mito, y a mí lo que me interesa es lo literario, no su periferia.
Aunque bien escrita, es evidente que la verosimilitud no es el fuerte de Antoni Casas Ros en esta novela. Los diálogos –imaginarios o reales, no importa- con el transexual prostituto parecen extraídos de una novela rosa, pero no una novela rosa como cualquiera sino una en la que los protagonistas, además de estar enamorados, son sumamente cultos y grandes conversadores. Porque el transexual, en lugar de hablar de dinero, de drogas, de su trabajo o de su vida particular (lo que podría esperarse juzgando su condición), habla de cine, de literatura, de metafísica y de, cómo no, amor, y no demuestra rasgos verdaderamente humanos (y creíbles)sino tan solo hacia el final de la novela, cuando intenta suicidarse por la frustración que le produce saber que Almodóvar no lo utilizará como actor/actriz para la película sobre la vida de su amante el escritor Casas Ros.
Lo de que el supuesto ciervo causante de su accidente hace un montón de años haya vuelto a aparecer y se haya dejado conducir dócilmente hacia la casa del narrador, para vivir ahí con él y con su amante el transexual, también me parece descabellado. La elección de una situación semejante y del ciervo como posible símbolo de algo más, como un elemento connotativo, en la novela no se le dan bien al autor de esta posible autoficción.
Las mejores partes de la novela se encuentran en los temas de la soledad, de la desaparición y del proceso de la escritura. Cuando Antoni Casas Ros habla en pasado y cuando lo único que dice en presente está relacionado con la concepción de su novela futura, El teorema de Almodóvar, el texto gana en suspenso, en riqueza discursiva y en posibilidades de literatura de alto vuelo. Pero claro, el autor quizá sintió que esto no le bastaría a su narración y por eso inventó su cursi relación con el transexual, inventó también que conocía a Almodóvar, que éste se interesaba por llevar su vida al cine y que el ciervo volvía para “comunicarle algo”, lo cual constituye, para mi gusto, puro relleno ficcional innecesario e inverosímil.
¿Cómo va a ser Vila-Matas el autor de esta novela?, me pregunto ahora. Según he leído en internet, Casas Ros publicará próximamente otra obra de ficción. Esperemos que esta vez demuestre que su literatura es más importante e interesante que su vida.

martes, 22 de julio de 2008

Siguen las preguntas...

Siguen las preguntas. Y yo, cargándome de paciencia para contestarlas...
¿Consideras que los nuevos jóvenes y no tan jóvenes poetas que han salido en Honduras, más en Tegucigalpa, sean el nuevo cambio que tanto esperamos?
No lo sé. Ya no me interesa este tema.
¿Podrías darnos nombres de los nuevos poetas que realmente crees vos que valgan la pena, como para cargar semejante título claramente en Honduras?
Aparte de los consagrados, Marco Antonio Madrid, Jorge Martínez y Gustavo Campos. Los otros nombres que suenen aquí y allá (incluyéndome) son pura paja.
¿Creés vos que dentro del colectivo Paíspoesible existan buenos poetas.
Antes, lo sabía: no habían poetas. Ahora ya no los leo, así que no lo sé, ni me importa.
¿Puedes darnos nombres de los poetas de este movimiento literario "Paíspoesible" que personajes serán recordados de aquí a 20 años?
No, no puedo, no soy adivino. Pero creería que a los impoesibles se les recordará por su supuesta santidad y por su capacidad de abrazo a flor de piel.
¿Creés vos que el poeta Jorge Martínez Mejía, conocido como “Supercero”, sea o esté en la línea de la nueva poesía que tanto añoramos?
Yorch Martínez, desde su apuesta lúdica e impúdica, constituye un potente anticuerpo contra el adocenamiento.
¿Considerás vos que el poeta Jorge Martínez Mejía sea recordado en 20 años?
Estás obsesionada con esa veintena, ¿verdad? Eso a nadie ha de importarle. Dentro de veinte años todos podríamos haber muerto por el choque de un asteroide contra la tierra o por la ingesta desenfrenada de la diaria estupidez humana.
¿Consideras vos que SPS sea el lugar donde estén creciendo los verdaderos artistas o poetas, como dijo Helen Umaña en el encuentro de escritores en CR?
Sí.
¿Qué poeta actual es el más fuerte en Honduras? Danos un nombre joven y uno no tan joven?
No soy bueno para las estadísticas, pero creo que podrías escoger dos entre los tres mencionados en la respuesta a la pregunta número 2.
¿Qué opinión tenés vos sobre la poesía femenina en Honduras?
Ninguna.
¿Qué tan fuerte es la poesía femenina en Honduras? ¿Qué nombres se mueven en esa línea actualmente? (dar nombres) para que merezcan llevar tan grande título.
No lo sé.

sábado, 19 de julio de 2008

El enigma del ciervo

Ilustración de Sciamarella

Por José Carlos Llop

Tengo en una estantería de mi estudio la fotografía de un cuadro de Pelayo Ortega titulado Bosque. Sobre un fondo verde azulado hay en él unos troncos negros que surgen del suelo y unos haces de luz neblinosa que surgen del cielo. Entre ambos -troncos y haces- hay al fondo un ciervo misterioso que cruza el silencio y la escena vacía. El cuadro es de 1990 pero si pensamos la vida como una larga sinfonía, de ese movimiento podría haber nacido la imagen -el acorde- de otra escena silenciosa, esta vez cinematográfica. Me refiero a la película The Queen, en el momento en que con su Land-Rover estropeado junto a un lago de Balmoral, la Reina de Inglaterra ve surgir del bosque un ciervo majestuoso, con los ijares humeantes, que la mira, estático y con un aire más solemne todavía que el que pudiera tener Isabel II en la cena que ofreció al presidente Sarkozy y Carla Bruni. Efectivamente: hay en el ciervo una realeza que entronca con la poesía y con el misterio, si es que ambas cosas no participan de lo mismo.
Lo sabían los guerreros antiguos que utilizaban sus astas como estandarte, lo supo Walt Disney al dibujar la escena de la aparición del padre de Bambi tras la muerte de la madre a manos de los cazadores -una escena que forma parte de la educación sentimental de varias generaciones- y lo sabe el pintor Dis Berlin, que es el pintor español que más siluetas de ciervo ha pintado en sus telas y collages: el ciervo como símbolo de felicidad más allá de lo terrenal.
Últimamente se ha incorporado un nuevo ciervo al mundo. El ciervo del recién estrenado novelista Antoni Casas Ros, un hombre del que apenas se sabe nada y se quiere saber más. De padre español y madre italiana, Casas Ros -que escribe en francés- es un hombre sin rostro, como el protagonista de su novela, El teorema de Almodóvar. O mejor: un hombre con el rostro borrado. En su caso, el ciervo no es un símbolo mayestático o de felicidad, sino la causa de su desgracia y la máscara bajo la que oculta su rostro. La desgracia nace en un accidente de automóvil provocado por la súbita aparición de un ciervo en la carretera y acarrea la muerte de la novia de Casas Ros y la muerte del rostro de Casas Ros, confundidos ambos en los protagonistas de El teorema de Almodóvar, publicada ahora en España por Seix-Barral.
La primera vez que supe de él fue hace tres meses. Cenábamos en casa de mi editora, Jacqueline Chambon, cuando el crítico Alexandre Fillon me preguntó si conocía a Casas Ros. Lo siento, pero nunca he oído hablar de él, le contesté. «Pues él habla de ti en su novela -me dijo Fillon-, de ti y de tu libro El mensajero de Argel. Se ha publicado en Gallimard y en poco más de un mes se ha convertido en un verdadero objeto de culto aquí en París. Nadie le conoce. Dicen que vive en Roma y que es matemático. Que comunica con su editor y con la prensa a través de e-mail. Que nació en el Rossellón y no tiene rostro debido a un accidente automovilístico. Como en esa película española, Abre los ojos, su título».
Al día siguiente me regalaron El teorema de Almodóvar y pude comprobar lo que me había contado Fillon y también que su protagonista y el de El mensajero de Argel viven en sendos apartamentos desde donde contemplan los muelles y el lento movimiento de cargueros y transatlánticos. A las dos semanas de mi regreso aparecía en Le Nouvel Observateur una ciberentrevista con Casas Ros, titulada "El hombre sin rostro", ilustrada con la fotografía de un hombre de americana y corbata, cuya cabeza era la de un orgulloso ciervo de potente y musgosa corona astada. Pensé en el ciervo de Pelayo Ortega, en la pintura de Dis Berlin, en el padre de Bambi sobre la nieve -primer símbolo generacional del padre ausente-.
Y recordé que, en mi infancia, tuve un jersey con ciervos que me iba grande y luego me fue pequeño, sin interregno de uso, un jersey que jamás pude llevar siendo el jersey que más me gustaba de todos los que tenía. En esa entrevista, Casas Ros decía que la escritura era una especie de bálsamo que él aplicaba sobre su rostro, tremendamente marcado por el accidente. Un rostro, decía, entre la realidad objetiva y el mundo más misterioso de las sombras. Como la literatura, añado yo, y su enigma, basado también, ese enigma, en una repentina disolución del yo.
O de su documento de identidad, entre la realidad objetiva y el misterio del personaje que vive en las sombras, pese a reconstruirse en un mundo que está permanentemente bajo la vigilancia de los focos, de los flashes, de las cámaras.
Porque el enigma del ciervo de Casas Ros -el enigma Casas Ros- va más allá y revolotea en el capricho. Nadie sabe si Casas Ros es Casas Ros, o si es un apócrifo bajo el que se oculta el secreto de otro autor ú otros autores. O mejor: de su deriva nace el empeño exterior de que Casas Ros no sea Casas Ros, sino una máscara sin rostro bajo la que se oculta otro rostro. Como si la voluntad contemporánea de transparencia -la anulación del territorio de lo privado- impidiera la existencia de un misterio cuya realidad no fuera más que la verdadera existencia de Antoni Casas Ros, novelista y personaje al mismo tiempo. Ese hombre que vive en Roma y sólo sale de noche -como El fantasma de la Ópera se ha repetido una y otra vez-, que se comunica con su nuevo mundo -el propiciado por su literatura- vía internet y que dice que Bolaño, Calders, Fresán o Vila-Matas, son algunos de sus escritores favoritos.
Queda claro que Casas Ros no puede ser Roberto Bolaño, ni Pere Calders, por razones obvias, pero voces hay que han apuntado a Enrique Vila-Matas -vacíos, abismos y exploraciones, con Juarroz al fondo-, otras a Fresán, e incluso a Sergi Pàmies -que nació en Francia y escribe en catalán, al revés que Casas Ros- y a Eduardo Mendoza -no sabemos por qué razón-. Como si estuviéramos ante un nuevo Jusep (sic) Torres Campalans, ya saben, aquel pintor que inventó Max Aub en un libro con cuadros incluídos.
Sorprende en el apogeo literario de la llamada autoficción, tanto el escepticismo como la voluntad española de que Casas Ros sea uno de los nuestros.
Por si acaso, Vila-Matas se ha apresurado a desmentir el rumor: «No, no soy Casas Ros. Si queda alguien por ahí que todavía lo sospecha, será mejor que vaya descartando la idea». Mientras tanto, El teorema de Almodóvar, en Francia, hace tiempo que ha cruzado la barrera de los diez mil ejemplares. No sé en España. Lo que sí sé es que ya nunca podré mirar la fotografía de la pintura boscosa de Pelayo Ortega, sin advertir en el ciervo la sombra de Casas Ros y su aventura en un apartamento de Génova, adorando a Newton y vigilando el cruel rostro del mundo, consciente de que en el centro del vacío, hay otra fiesta. La suya. La nuestra porque él -sea quien sea él- así lo ha querido.
Y los días pasan mientras un ciervo -que es un enigma- sigue recorriendo Europa en pos de la sombra de su autor, que es otro enigma, en una sociedad -la occidental- que se resiste a creer en los enigmas, aunque sean minuciosamente descritos en un libro que sólo es literatura. Nada más y nada menos que literatura.

El catalán desfigurado

Por Enrique Vila-Matas

1
No, no soy Casas Ros. Si queda alguien por ahí que todavía lo sospecha, será mejor que vaya descartando la idea. ¿Cómo voy a ser Antoni Casas Ros? De acuerdo en que su condición de escritor invisible -su rostro quedó desfigurado por un accidente y no quiere aparecer en público, no le han visto nunca ni sus editores ni su agente- permite toda clase de especulaciones. De acuerdo en que resulta, además, sospechoso que encabece su primera novela, Le théorème d'Almodóvar, con una cita de Roberto Juarroz y que esa cita haya sido una especie de amuleto de mis últimos libros: "En el centro del vacío hay otra fiesta". Y de acuerdo también en que, al comentar en Le Nouvel Observateur su admiración por Cortázar, Calders, Bolaño, Fresán, Murakami y otros -una lista de autores favoritos asombrosamente parecida a la mía-, ha contribuido aún más a crear equívocos, incluidos los de que yo mismo me he creado dentro de la confusión propiciada por la necesidad constante de ser otro.
Pero, ¿cómo voy a ser Casas Ros, que nació en la Cataluña francesa en 1972 y vive ahora en Roma y antes en Barcelona, Niza y Génova y escribe en lengua francesa y su madre es italiana del Piamonte y su padre es catalán, un acomplejado inmigrante que le privó de un contacto con su "cultura de sangre" al pretender que le vieran como francés, lo que, en revancha, inyectó en el hijo la convicción de que su alma es catalana? No, no soy Casas Ros, como tampoco creo que lo sea Sergi Pàmies, que el otro día en Libération comentaba que en un FNAC de Barcelona compró Le théorème d'Almodóvar de un tal Casas Ros, publicado por Gallimard, y enseguida escuchó ciertas músicas del azar y cayó en la cuenta de que él, Sergi Pàmies, escritor catalán nacido en Francia que escribía en catalán, se disponía a leer en Barcelona la novela en francés de un francés de origen catalán que vivía en Roma.
¿Pero quién es Casas Ros? En El teorema de Almodóvar, que acaba de publicarse en su versión española, puede verse que es pariente lejano de aquel clérigo que llevaba un velo negro en el rostro en un cuento de Hawthorne y al mismo tiempo es alguien que no escatima elogios hacia la escritura como medio de supervivencia y de sabotaje. Y no es para menos, porque aquélla le ha salvado la vida. Leyéndole, veo que coincido con muchos de sus ángulos de visión de lo literario y que, sobre todo, no puedo más que envidiarle, porque Casas Ros es en el fondo lo que yo hubiera querido ser: un escritor francés sin imagen, y un enamorado, en la distancia, del factor catalán.
La novela cuenta la historia del propio Casas Ros: "Nadie me ha visto desde hace quince años. Para tener una vida, hace falta un rostro. Un accidente destruyó el mío y todo se detuvo una noche, a mis veinte años. Desde entonces he leído con pasión, y aparte de eso no he tenido gran cosa que hacer. Desde la Vita nuova hasta Los detectives salvajes, ningún escrito autobiográfico se me ha pasado por alto...".
Nadie le puede ver. Al principio creyó a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle su semblante de estilo cubista y hoy su cara remite a "una foto movida que puede recordar vagamente a un rostro". Nadie le puede ver, pero en el libro establece contactos con Lisa, un transexual, y con el cineasta Pedro Almodóvar, relaciones que le van abriendo perspectivas. La abstracción a la que somete su vida social le permite descubrir un mundo de regiones inferiores que, abierto a los espacios más inéditos de los márgenes, le permite vivir y comunicarse sin tener que imponer a nadie -la literatura es su salvación- su rostro de catalán desfigurado.
2
Se diría que el invisible Casas Ros, que vive en la literatura, desgarra con fuerza el papel al escribir. Es como si lo agujereara con un procedimiento similar al del accidente que sufrió, como si hubiera considerado necesario que en el libro asomara el deterioro, el desgaste, el hundimiento al que debe someterse toda escritura que quiera exponer al mundo un accidente como el que le privó de una existencia normal y le dejó sin vida social, una vida agujereada. Desde entonces no sale de día y, a la manera de un fantasma de la Ópera, sólo vagabundea en las noches cerradas, mezclándose de lejos con hombres y mujeres, a los que mira como si tuviera lentes de orfebre: extraña forma de vida.
"Escribo únicamente para comprender cómo puede haber otra fiesta en el centro del espacio vacío", dice esta especie de hombre elefante con rostro cubista, dotado de un talento especial para las matemáticas, que vive refugiado en el álgebra, Newton, los libros, los teoremas cubistas y el cine, y cuya escritura se abre a grandes horizontes y fiestas de soledad que seguramente habrán de obligarle en el futuro a permanecer siempre oculto, lo cual no deja en cierta forma de parecerme envidiable, pues ya me gustaría a mí poder cultivar la presencia de mi ausencia para desde la tabla rasa, desde el grado cero de la literatura, hacerme fuerte y sacar hondo partido de esa situación de invisibilidad que permite contemplar a los otros desde un radical realismo interior.
"Me gusta esta terraza, pero mi vida está complicándose demasiado", dice el narrador hacia el final del libro, y creo que acierta al intuir futuras dificultades, porque si bien es verdad que ha dado con una terraza y una poética insólita de espacios inéditos, también lo es que, si desea mantener ese discurso solitario, tendrá que mantenerse en sus trece y pagar el duro tributo de no ser jamás visto en la vida. Se ha metido en un buen lío este catalán oculto en Roma. Si me preguntara, le diría que, a pesar de todo, no deje pasar tan fantástica oportunidad y perspectiva para su literatura de noctámbulo solitario, y que bajo ningún pretexto abandone la atalaya cubista. "Una vez dentro, ya hasta el cuello", que decía Céline.
30 de marzo de 2008
© Diario EL PAÍS S.L.

Una prosa furiosa y musical

Por María Sonia Cristoff

El asco. Horacio Castellanos Moya. Tusquets. 142 páginas.
"Un verdadero asco, Moya, es lo único que siento, un tremendo asco." Como un estribillo de variaciones leves, la frase retorna, aplicada a distintas situaciones, a lo largo de esta novela planteada como un largo monólogo. Quien habla es Edgardo Vega, un intelectual que hace casi dos décadas vive en Canadá y a quien la muerte de su madre obliga a volver a El Salvador, su país de origen. Quien escucha es Moya, el único amigo de la infancia que le ha quedado. Por regla onomástica, tenderíamos a creer que en este amigo radica un desplazamiento de la figura del autor y estaríamos en lo cierto, sólo que la conclusión sería incompleta: ese desplazamiento viene acompañado de un desdoblamiento que hace que ambos personajes tengan puntos de contacto con Castellanos Moya, autor que nació en Honduras en 1957, que se crió en El Salvador desde muy chico, y que hoy vive en el exilio. Mientras quien escucha está más ligado al pasado -un escritor que apenas logra dar a luz unas obritas lánguidas y que planea abrir un periódico que proponga una mirada crítica sobre la política y la cultura salvadoreñas-, quien habla está más ligado a un presente ya atravesado por el exilio.
El asco fue escrita en 1996 en México, donde Castellanos Moya se instaló a trabajar como periodista después de que el periódico que dirigía en El Salvador, muy crítico de las fuerzas políticas que emergieron tras la guerra civil, cerrara con apenas un año de existencia en la calle. Más allá de estos datos puntuales, Castellanos Moya subraya ese desplazamiento con juegos de tono en los cuales su voz de autor se confunde fácilmente con la de alguno de sus narradores. En la "Nota de autor" incluida al final de esta edición, en la cual Moya cuenta la amenaza de muerte que recibió por la crítica furiosa a El Salvador que entre otras cosas es El asco, nada distingue el relato de su reacción ante el llamado de su madre -"con la boca seca por el súbito miedo y la certeza de que mi presión arterial se había disparado"- de la voz del narrador de su excelente novela Insensatez.
Por ese juego con las voces y con la figura de autor, y por la furia -y el amor implícito- con la que El asco vitupera contra el que se supone el país de origen, contra los niños, contra los curas y contra el transporte público, por momentos esta novela recuerda al narrador de varios de los libros de Fernando Vallejo, escritor colombiano que también ha optado por el exilio. Y también lo recuerda por el malentendido que suelen generar estas prosas furiosas, en las que suele leerse únicamente la valentía o el garbo, según el gusto, de despotricar contra todos y contra todo. Malentendido que ya mismo nos disponemos a despejar: esta conversación de dos horas entre dos amigos en el bar La Lumbre que constituye la trama central de El asco es también una novela deliciosamente punzante acerca del regreso y sus cuitas: el desencuentro familiar, la orfandad constitutiva que no pierde oportunidad de reafirmarse, alguna amistad salvadora. Y, fundamentalmente, El asco representa el despliegue de una prosa que algún desprevenido podrá creer espontánea, pero que en realidad es música para los oídos de quienes entienden que la literatura no consiste en un trabajo de campo sobre la lengua oral de donde sea ni en una acumulación de preciosismos sino el hallazgo justo de un tono que podríamos definir como de austeridad coloquial. Un tono al que Castellanos Moya, en otras de sus vueltas de tuerca, dice haber llegado imitando la cadencia de Thomas Bernhard, escritor que también nació en un país donde no se crió y que hizo de la crítica a la cultura considerada propia, la austríaca, un eje de su obra. Thomas Bernhard es también el nombre por el cual ha optado Edgardo Vega para vivir en el exilio: de allí el subtítulo de esta novela (Thomas Bernhard en El Salvador), en el que se condensa bastante del ataque a la solemnidad y del juego ficción-realidad que define la narrativa de Moya.
Esta "novelita de imitación", como la llama el autor en la "Nota" mencionada antes, lo persigue como una suerte de estigma, dice. A pesar de que, además de El asco, ha publicado otras siete novelas más y cinco libros de relatos, los salvadoreños sólo lo recuerdan por ella. Y no sólo ellos: le pasa también, cuenta, que en varios lugares de América latina se le acercan para pedirle que escriba un "asco" in situ , una crítica demoledora de la cultura del país en el que se encuentra. Tal vez no sea el mejor momento para que se haga un viajecito por la Argentina.
Tomado del diario LA NACION, Argentina.

jueves, 17 de julio de 2008

¿Dónde empieza la ficción?

Por Giovanni Rodríguez

El caso del escritor fantasma Antoni Casas Ros le encantaría a Hércules Poirot, ese detective de las novelas de Agatha Christie que siempre acaba descubriéndolo todo y aclarando el misterio del robo, del asesinato o de la desaparición de una persona.
Se sabe que el nombre Antoni Casas Ros se le atribuye a un escritor catalán que escribe en francés, que a los veinte años se le desfiguró el rostro por un accidente –en el que además murió su esposa- en una carretera tratando de evitar a un ciervo que la cruzaba. Se sabe también que es matemático, que vive en Roma y que sale de su casa sólo por las noches, cuando puede confundirse entre la gente y las sombras sin llamar la atención. Se sabe que su primera novela, El teorema de Almodóvar, fue publicada originalmente en francés el año pasado y que ahora la publica Seix Barral en español, que se comunica con sus editores por teléfono o por correo electrónico y que en la solapa del libro (en su edición francesa con Gallimard) aparece representado únicamente por un hombre desnudo, con la cabeza baja y unas astas de ciervo coronándola.
Todo esto lo sabemos porque en su novela habla precisamente de eso. En un ejercicio de riesgo similar al que hiciera el novelista norteamericano Bret Easton Ellis con su novela Lunar Park, publicada en 2006 por Mondadori, en la que toma como pretexto algunos años y episodios reales de su vida para crear una ficción espeluznante, este francocatalán nos presenta una supuesta autobiografía en la que además revela que su único contacto interpersonal físico lo establece con un transexual y que un cineasta de apellido Almodóvar se propone llevar su historia al cine.
Mucho se ha especulado en torno a la identidad de este novelista. Algunos señalan –no sin cierta razón- a Enrique Vila-Matas como el escritor escondido bajo ese velo de misterio, tanto por un epígrafe en la novela de Casas Ros, una cita del poeta argentino Roberto Juarroz: "En el centro del vacío hay otra fiesta", aparecida también en Exploradores del abismo, de Vila-Matas, como por el asombroso parecido de sus respectivas listas de autores preferidos, entre quienes coinciden Cortázar, Bolaño y Fresán; y otros apuntan al escritor Sergi Pàmies que, al contrario que Casas Ros pero precisamente por eso igualmente sospechoso, nació en Francia y escribe en catalán.
“Para tener una vida, hace falta un rostro”, dice Casas Ros en su novela, y eso es lo que al parecer la justifica, o al menos lo que da pie a este probable gran simulacro tramado por Vila-Matas o por Pàmies o por cualquier otro. Lo cierto es que este supuesto autor ha irrumpido en la ficción de inmejorable manera, ya que no sólo su novela ofrece literatura sino también su vida, o su supuesta vida.
¿Dónde acaba la realidad y empieza la ficción? Ésta parece ser una pregunta importante en la narrativa más arriesgada de los últimos años. La respuesta, afortunadamente, se desconoce. Porque la idea es precisamente esa: motivar la pregunta y dejar que el lector se parta la cabeza, si quiere, tratando de encontrar la respuesta. Que Antoni Casas Ros exista o no exista, que Vila-Matas haya logrado al fin conseguir lo que buscan reiteradamente los personajes de sus libros: la desaparición del sujeto, que a algunos lectores esto les interese demasiado es lo de menos. Alguien –Casas Ros o quien sea-, en algún lugar de Roma o de Barcelona o de Francia se ríe secretamente de todas estas conjeturas. Y yo también.

martes, 15 de julio de 2008

¿Para qué sirve leer?

Por Enrique Vila-Matas

La Nación Line - 9/septiembre/2003
Ayer por la mañana me propusieron escribir un artículo para explicar por qué hay que leer. Nunca he entendido por qué debo hacer apostolado de la lectura. Escribí con cierto malhumor, a lo largo de la mañana, el artículo solicitado. Y casi sin darme cuenta acabé recomendando no leer. Expliqué que la compañía de un buen libro es muy peligrosa, pues precisamente porque la literatura nos permite nada menos que comprender la vida, nos deja afuera de ella.
Por la noche, en un coloquio, alguien me preguntó si era capaz yo de explicarle para qué sirve leer. Entonces, a pesar de lo que había escrito aquella mañana, estuve a punto de enojarme por el desprecio hacia los libros que parecía contener aquella pregunta. “Para nada”, iba a contestarle iracundo, “no sirve para nada leer del mismo modo que la literatura no ha servido nunca para nada. ¿Satisfecho?”
A diferencia de la mañana, me encontraba yo en aquel momento de buen humor y decidí, más que enfadarme, evangelizar a aquel indígena del país de los analfabetos. Tal vez porque la guerra lo contamina todo, se me ocurrió hablarle al indígena de la fotografía de una biblioteca medio derruida por los bombardeos. A través del tejado hundido, se ven edificios fantasmales. Pero las estanterías de la biblioteca permanecen en su lugar y los libros alineados en ellas parecen intactos. Tres hombres están de pie entre los escombros y se dedican a fatigar los anaqueles, los tres están absortos en la tarea de escoger un libro para leer.
Le describí la fotografía de la biblioteca de Londres al indígena y después le dije que, cuando me preguntan si la lectura sirve para algo, siempre suelo contestar que una de las grandezas de la literatura estriba en que ésta muchas veces puede ser algo así como un espejo que se adelanta, un espejo que, como algunos relojes, tiene la capacidad de adelantarse. Estaba pensando en Jordi Llovet, que ha dicho algo parecido recientemente. Y no sé cómo fue que decidí pasar a dirigirme al público en general. Kafka se adelantó, les dije, fue el más perceptivo de los escritores, pues vio hacia dónde evolucionaría la distancia entre Estado e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Por eso seguramente le gustaba tanto Bouvard et Pécuchet, donde hay un certero diagnóstico de cómo la estupidez avanzará imparable en el mundo occidental.
Otro asombroso ejemplo de percepción lo hallamos en el Joseph Conrad de Nostromo, escrita en 1904, donde se nos habla de los hombres de negocios americanos de la Concesión Gould, unos tipos belicosos que consiguen, sin demasiada resistencia, transformarse en un imperio dentro del imperio, en el clásico Imperium in imperio: “Cuando le llegue su hora al país mayor del Universo, tomaremos el control y la dirección de todo: industria, comercio, legislación, prensa, arte, política y religión, desde el Cabo de Hornos hasta el estrecho de Smith y más allá si hay algo que valga la pena en el Polo Norte”.
Dejé de hablarle al público en general y volví a dirigirme exclusivamente al indígena para preguntarle si, en tiempos de destrucción y guerra como los que vivíamos, seguía pensando que leer no servía para nada. El hombre me miró con la media sonrisa del ignorante y no dijo nada. Todos vivimos, le dije, en el régimen y el orden que, como un reloj que se adelanta, percibieron perfectamente Kafka y Conrad, y las cosas no hacen más que empeorar, lo que no significa que debamos renunciar al humor, sepa usted que a Kafka y Conrad les sobraba humor, el mismo que le falta a la máquina devastadora del poder, esa máquina especializada en aplastar al ciudadano.
Pero nos rodean los libros, la risa y la imaginación, concluí. Y poco después, salí a la calle. Era una noche clara y fresca, algo despejada por el viento. Es verdad, pensé lo que decía la canción: la noche no es la mañana. Y me sentí de un humor todavía más infinito que el de las estanterías con los libros que no hemos leído ni leeremos nunca y que se extienden hasta la oscuridad del espacio más remoto de la biblioteca universal.

miércoles, 9 de julio de 2008

Arte y moral desde el Golden Gate

Por Giovanni Rodríguez
Leo en el suplemento Cultura/s del diario español La Vanguardia una nota titulada “El puente de los suicidas”. Se trata de una reseña del documental The bridge, escrito, producido y dirigido por Eric Steel en 2006, que registra los momentos en los que 19 personas se quitaron la vida saltando desde el puente Golden Gate de San Francisco, California a lo largo de todo un año.
Ingreso en YouTube el título del documental y aparecen fragmentos de no más de dos minutos con varios de los personajes captados por las cámaras que Steel colocó estratégicamente en el puente, entre los que llama especialmente la atención uno con apariencia de rockero que se coloca de pie sobre la barandilla y salta de espaldas al río. Según el autor de la reseña, este personaje se convierte en el hilo argumental de la película, que, además de las imágenes de los suicidas, incluye entrevistas con los familiares de estos.
La crítica ha sugerido que Steel incurrió en un comportamiento antiético al no intervenir para que estas personas no hicieran lo que hicieron, algo que me recuerda a lo ocurrido con el fotógrafo sudafricano Kevin Carter, a quien le recriminaron priorizar su trabajo antes que mostrar una actitud humanitaria al momento de tomar la fotografía por la que le concedieron el premio Pulitzer en 1994. En esa fotografía, lograda en Sudán un año antes, se observa a una niña esquelética presuntamente a punto de morir y a punto también de ser devorada por un buitre.
Poco después de la concesión del premio, Carter se suicidó. Muchos dijeron entonces que el motivo de la fatal decisión había sido su remordimiento por no haber ayudado a aquella niña durante los veinte segundos que esperó a que el buitre abriera sus alas para darle así un mayor impacto a la fotografía.
Pero más allá de los verdaderos motivos y de la verdadera historia de esa fotografía, que por razones de espacio no incluyo en este artículo, me interesa lo que tiene que ver con el dilema arte-moral. Porque la pregunta formulada tanto a Steel como a Carter es la misma: ¿Fue más importante en ese momento el arte que la necesidad de ayudar a los involuntarios personajes de su obra? Y de esta pregunta se deriva otra: ¿Hasta dónde es posible que llegue un artista en busca de su obra maestra?
No voy a aventurarme ofreciendo respuestas porque nunca me he enfrentado a nada parecido, y creo que para responder, quizá no con exactitud pero sí al menos con absoluta sinceridad, no basta una opinión a favor o en contra proveniente de una postura meramente intelectual sino que es necesario vivirlo, experimentarlo con todos los sentidos físicos y también con los metafísicos, si acaso los hubiera.
El dilema entraña la necesidad ineludible de la identificación propia del individuo. Porque, en una situación como éstas, el artista deberá elegir forzosamente una de dos vías posibles: o se deja llevar por su temperamento artístico y acepta, usa y agota todas las posibilidades para que su obra sea una obra auténtica, valiosa en sí misma, independiente y autosuficiente, o declina, cede y otorga en función de no transgredir su condición, ante todo, de humanista.
Otra pregunta necesaria: ¿Es verdaderamente arte aquello que se ve, en determinado momento, disminuido por una causa moral? No creo que haya mayor y mejor confrontación entre moral y arte que en obras como las del cineasta y el fotógrafo, ni mejor oportunidad para plantearse esta pregunta. En cualquier caso, ¡qué obras maestras las que produce a veces la crueldad!

sábado, 5 de julio de 2008

Esnobismo

"La esencia del esnobismo estriba en el deseo de impresionar a la gente. El esnob es un ser aturdido y de escasa capacidad mental, tan poco contento de sí mismo que, a fin de consolidar su personalidad, no hace más que pasar un título o algo que suponga un honor por la cara del prójimo a fin de que el prójimo le crea y ayude al esnob a creer lo que realmente no cree".
Virginia Woolf.
Momento de vida (Lumen)

jueves, 3 de julio de 2008

Lectores cómplices

Por Giovanni Rodríguez

Existen varios tipos de lectores. Los más comunes: los lectores de diarios y revistas. También están los lectores de best sellers: esos curiosos cazadores de fenómenos mediáticos. No olvido, por supuesto, a los lectores deprimidos, a los de baja autoestima ni a los que buscan con afán esas pildoritas escritas que garantizan el éxito en la vida (como si la vida se tratara de eso o fuera solamente eso: ser exitoso y feliz y responsable y ejemplar, y ganar dinero mientras tanto). Al final de la lista, justo después de los lectores de “libros serios”, como los publicados por sociólogos, historiadores, filósofos, juristas, economistas o políticos, están los lectores de literatura.
Entre estos últimos resulta más difícil establecer clasificaciones, porque por lo general, un lector de literatura lee un poco de todo lo que sea literatura, aunque tenga inclinación, obviamente, por un género particular. Yo, por ejemplo, leo un poco de ensayo, otro poco de crítica literaria, mucha narrativa y escasa poesía.
Para un lector común y corriente de narrativa (hablo de los que leen por lo menos media hora diaria, compran libros de vez en cuando, tienen una pequeña biblioteca en sus casas y siempre cargan algún ejemplar de la última novedad adondequiera que vayan), un libro representa un placer normal, comparable con una buena película en el cine o con una buena cena en un restaurante caro.
Este tipo de lector estará satisfecho si al final de la lectura puede determinar que la historia contada ha sabido atraparlo, que desde las primeras páginas ya había un nexo entre él y las palabras, un nexo que lo ha conducido felizmente hasta el final y que además éste, el final, ha llegado a sorprenderlo de modo que en las próximas horas o días o quizá semanas, y aun después de transcurrido mucho tiempo, todavía podrá recordar con alegría o con nostalgia lo leído.
Para un lector más reflexivo y más crítico, uno que quizá –como yo- también escriba, el placer de la lectura es distinto. A éste no le interesará solamente “el argumento”, la ficción o no ficción relatada, sino también su trama, la manera en que su autor ha decidido plantearla. La trama viene a ser para él lo que la historia es para el otro. A este lector –probablemente también escritor- le apasionan las novelas o los relatos complejos, con dislocaciones en el tiempo, multiplicidad de voces y perspectivas diversas, o quizá no tan complejos en su estructura pero sí en cuanto a indagar de manera eficaz en los grandes problemas inherentes a la condición humana. Le seduce, en resumidas cuentas, el libro no sólo como objeto comunicante, con toda la carga expresiva y filosófica de su historia, sino también con todo lo que implica su proceso creativo.
Podrán existir otros tipos de lectores, lectores casuales (“lo leí porque me lo regalaron”), lectores de viajes (“para entretenerme mientras llego”), lectores obligados por circunstancias académicas (“tengo que leer esto que nos puso el Profe.”), lectores en tiempo pasado (“yo antes leía mucho”) o lectores fingidos (esos que mantienen un libro siempre bajo el sobaco), pero sin duda los descritos anteriormente (los que también escriben o pretenden escribir) son los que más cerca habrán estado del tipo de lector ideal para un narrador. Porque nada habrá más gratificante para un narrador que un libro suyo sea leído y releído desde múltiples lados, buscando en él no sólo eso que cuenta y que salta a la vista sino también lo otro, lo que el lenguaje sugiere, lo que la estructura propone, lo que implica una mayor participación y una feliz complicidad con el lector más allá del simple acto de pasar la vista por unas páginas para entretenerse.