Infrarrealistas en México. Arriba: Rosas, Santiago, Méndez y Bolaño. Abajo: Rubén, Dina, Lupita y José Feguero.
Leamos un ensayo sobre el Bolaño poeta que nos llega desde Uruguay y que acaba
de aparecer publicado en la revista catalana "El llop ferotge". Un recorrido por la vida del poeta, desde sus tempranos años de México, pero también por sus lecturas, por los homenajes que hace a sus autores favoritos y por su particular manera de acercarse a lo poético, que no era otra que desde el trampolín de esas lecturas
¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
—En que está allí, esperando la muerte.
A. Griffin, Pesanervios apócrifos leídos por Poe
El silencio de la poesía de Roberto Bolaño no fue el del viaje al África sino el del escritorio. En una entrevista de 2001 dijo al pasar que tenía en el cajón miles de poemas inéditos. Era valiente y sedicioso anunciarlo cuando los poetas del español —o juglares de la horda, juglares heridos dentro del escritorio en que durmió un extraño cuervo—, publicaban hasta lo inacabado. Tras la muerte de Bolaño se dieron a conocer sus poemas. La poesía, como la sabiduría, parece vagar póstuma en el odre del que pocos beben. Antes había publicado escasamente en revistas artesanales, minoritarias, a veces fotocopiadas, siempre sacrificiales. Revistas que nunca comulgarían con Neruda y Octavio Paz, y mucho menos con sus variantes de bolsillo: éste es el gesto de denostación crítica contra una época. Lentamente crecía la horda y su copia de copias, mientras Bolaño sobrevivía leyendo y amontonando cuadernos casi secretos. Un latinoamericano en tierra de nadie escribe poemas para quitarse de la efímera destrucción. Un lector despiadado, un poeta en llamas, algo feliz, algo hambriento, un escritor sin esperanzas.
Es conocido que su obra narrativa atacó a la nobleza y sus logogrifos, pero una vez abierto el cajón de los poemas se abrió el camino y el nombre que se ignoraba, la entrada al sueño innombrable, y así se clausuró y se mutiló una forma de la lírica y la política, de los sueños frágiles. Los manuscritos publicados póstumamente llevan consigo el aliento de los cuentos y las novelas con las que el poeta de la resistencia se impuso a sus lectores, a los panegiristas y a los enemigos. Lo que en el poema es una secuencia mínima será en la narrativa un desplazamiento sagaz. En La Universidad Desconocida pasa la vida de Bolaño, sostenida en la escritura de poemas. No puede existir Bolaño sin poesía: Bolaño es el poeta. Le bastaban dos líneas para cristalizar el sentido lanzándose al leproso centro del texto en una nave heliocéntrica. Una vez que alcanzada la entrevisión tiraba de un hilo (o relato) que pudo no haber tenido fin. Tirar del hilo: batallas por pesetas: el precio de la civilidad proletaria. En caso de haber tenido la suerte de Bioy Casares, que vivió de rentas, le hubiese alcanzado una novela de Walpole sobre la litera y la escritura del poema destinado a ser árbol inútil en medio del desierto. El árbol que sirve para hacer un escritorio.
La voz de la poesía de Bolaño suele hablar desde una sala de lectura. Una sala abierta y móvil —intuía el espacio como paradoja. Y los poemas que allí escribe también se leen como artefactos malditos para triturar el paisaje de las letras. La voz pasa de la iluminación al grito contra los logogrifos y luego al silencio y la desaparición como gesto, la nada, la indiferencia, la percepción de la mortalidad. Sigue el camino de Rimbaud, de Baudelaire, de Tzara. Recorre la literatura por los pasillos mal iluminados, los pasillos reservados a los que ven en la oscuridad. (Su sala de lectura tiene forma de laberinto en un desierto ubicuo al atardecer). Bolaño es un lector con dones oscuros. Tomando las lecciones de Stevenson, escribió: “Leer es aprender a morir, pero también es aprender a ser feliz, a ser valiente”. Y leyó y cruzó cementerios en forma de poemas y vivió a la manera de Arquíloco, del que decía que su épica había sido dedicarse a salvar su vida —escribiendo canciones apoyado en su lanza. Así es como su permanencia en la “Mente Desalojada” levanta lápidas.
En sus viajes por América, Europa y África pasea “Con los hombres concretos y los hombres subjetivos / y los buscados por la ley”, los afiliados a la universidad desconocida o Infierno o infierno pedagógico, salvajes enciclopedistas o bien antienciclopedistas. Se encuentra continuamente con amigos —poetas fantasmas, detectives y pandilleros que se encargan de desorientar a la policía y en este sentido su legión de ciudadanos de Troya, que deben arremeter contra el corazón vacío del caballo, es fiel a Parra. La universidad desconocida es el territorio fugaz del riesgo y la valentía, es la sede de salas cinéticas que propician una poesía cinética que se oculta en el lento escritorio. Bolaño habita metáforas y crea imágenes caleidoscópicas. Es de los pocos escritores conocidos en follar con Anaïs Nin y Carson McCullers, las mujeres dolientes, para así evitar el spleen y la soledad en Barcelona; a su vez las imágenes componen imágenes, como en el poema que cita una carta de Mario Santiago que a su vez cita un movimiento del cielo hacia lo indefinible. Bolaño vive como poeta y busca el paisaje fantástico de La invención de Morel para poder dormir.
Desde 1978 su poética va de Borges a Rimbaud —de los anaqueles de una biblioteca a la lectura al borde del acantilado, de la imagen del precipicio a la caída o viaje final. Esa visión acaba como una sentencia: “La sabiduría consiste en mantener los ojos abiertos / durante la caída”. Borges permanece como la entrada lateral a un sótano, como la búsqueda de la página perdida que abre un universo, del signo borrado visto a trasluz. Bolaño escribe sobre una página que la memoria ha dejado en blanco, que el tiempo llevó a la fosa, la página de los espejos encantados que reflejan poetas: traductor de los franceses que nadie leyó, devoto de los peruanos que alternaron la literatura con la miseria y de los decimonónicos que se colgaron de un farol por nada en apariencia, de los que se ocultaron tras una antología, de los que se perdieron para siempre. Y escribe sus descensos que conviven con Mario Santiago, Efraín Huerta, Teófilo Cid, El Monje, Fitche, Auden, Pascal, Guiraut de Bornelh, Alfred Bester y Fritz Leiber, los provenzales, los románticos, los antiguos, los clásicos del polvo, los orientales, los felices y los deprimidos, los suicidas. En dos versos se pliega en el escritorio de Pound y Queneau: “Mientras haya viento escribirás / El viento como matemáticas exactas”. El cajón y sus telarañas tienden a la infinitud, al pensamiento negro antes que a las palabras vanas.
La lista, que nunca acaba, debe llevar figuras geométricas en lugar de nombres propios pues en la universidad desconocida, como en las pasiones, las imágenes responden a la geometría. El terror, la pesadilla, la angustia y esa carretera en la que se pierde el miedo son abstractos —lo único concreto es el cuerpo alucinado y su camino hacia el fin. “Lo que aún no tiene forma me protegerá”, escribió. Que el plan de las relaciones de sus libros de narrativa acabe en un diagrama cruzados por líneas no es casual. No es caprichoso conjeturar que bajo ese plano conocido por sus lectores está la invisible escritura de sus cuadernos. Ese plano es una hoja que se despidió del escritorio. Bolaño no olvidó imaginar sus anteojos cayendo al vacío ni la generosidad de compartir sus pisadas (el cajón frente al acantilado, el cajón al vacío, las huellas de los textos, los nombres que desafían la caída). Cuando sueña la vida y la muerte de Aloysius Bertrand comprende que ambos pueden vivir “dentro de un calendario de piedra perdido en el espacio”.
El lector que paseó por la literatura puede advertir la cualidad del tiempo en la sala de lecturas del infierno y la cualidad del poema que se busca componer como oración, como veloz imagen de la lentitud. La lentitud con que los jóvenes aspirantes leían en los 70 a Ernesto Cardenal. Cuando el poeta —un adolescente que está loco— encuentra al poeta que fue cura y revolucionario, lo asedia con preguntas que en su forma son triviales pero en su respuesta traen el éxtasis de la muerte sin paraíso ni verdadero infierno sino en el lodo común del purgatorio. Sobre ese lodo está fundada Civitavecchia, una ciudad de un escultor que leyó y cambió las formas de leer. Una ciudad vieja que no va a hundirse. Que no va a caer por su propio peso porque allí, en las tabernas, está Pascal, como tantas veces, Whitman y Philip K. Dick, el rostro de Marcel Schowb y todo lo demás que puede sobrevivir pendiendo de Roberto Bolaño, de sus anteojos, del escritorio en la sala móvil, del cuervo, de la biblioteca y su diligencia, de la vida en viaje con un solo libro. Un libro incendiándose antes de que el poeta vea crecer sus alas. El escritorio alado en un camino inmóvil.