domingo, 6 de mayo de 2007

Monstruo

Dennis Arita
Aunque Peralta le había escrito pocas veces a su madre y apenas podía recordar el paisaje de su infancia, cuando en la fábrica le dieron unas vacaciones que no deseaba, se dio cuenta de que no tenía mucho que hacer en la ciudad y que podía aprovechar esos doce días para visitar el pueblo de su madre. A Peralta le gustaba mucho ver, desde la ventana de la oficina de la fábrica, la plaza que hacia diciembre es de un verde más intenso; mientras empacaba unas cuantas cosas en las dos maletas verdes, se dio cuenta de que comenzaba a extrañar la oficina con su olor matinal a café y a pan, ese su inofensivo no hacer nada los miércoles y los jueves y recibir el café de la mañana para pensar en nada o en Ernestina. Después, decidió que era mejor no extrañar nada de su vida actual y, por juego, por distracción, por maldad, le pareció bien comenzar a extrañar otras cosas; el lugar donde nació y se crió, por ejemplo. Era un buen ejercicio. Una nadería sin consecuencias.
Era jueves, hacía frío en el apartamento y en la ciudad y aunque Peralta sabía que en el sur haría un calor espantoso, se puso la chamarra porque de ese modo le parecía desafiar aunque sólo fuera por un momento y sin testigos la autoridad que su madre sabía imponer en la casa del sur. Dejó en la cómoda dinero para Ernestina y una nota escrita rápidamente para explicarle su ausencia porque no se atrevía a decirle cara a cara que iba a ver a su madre.
En la estación había poca gente y Peralta no se molestó cuando le dijeron que el autobús tardaría dos horas en salir, aunque el boleto y las cartulinas decían que debía salir media hora después. Peralta sentía frío y quería seguir sintiéndolo un poco más porque sabía que duraría poco, le hubiera gustado pedir entonces un café; en el sur se le iba a hacer tan difícil poder tomar uno sin sudar como no recordaba haber sudado desde hacía años. También le gustaba la idea de dormir un poco en las bancas acolchadas de la estación y contemplar a gusto a la mujer de vestido rojo que andaba un nene en brazos. Peralta buscó una banca verde al fondo de la sala, bajo un anuncio profiláctico y un poema de Kipling que siempre le ha parecido horroroso. Rotuló sus maletas y se quedó sentado, sosteniendo un café ralo y un trozo de pastel incomible. Sin acabar de explicárselo, lo sorprendió gratamente el color del niño contra el suéter rojo de la mujer, que no estaba tan mal a pesar de los treinta y cinco o cuarenta años, pero el sombrero verde con la flor amarilla que la mujer llevaba le parecieron inconsistencias inquietantes que podían arruinar un jueves un poco menos malo que éste.
No se atrevió a echar una siesta en la banca porque se le ocurrió que en la mujer había algo que a la larga podía interesarle. Era una especie de fijación inexplicable con los objetos y las personas que a Peralta no lo alarmaba tanto como sus olvidos o esos hábitos terribles que terminaban por arruinar sus relaciones sentimentales. Entre los viajeros había un anciano con una chaqueta a cuadros y una bolsa de tela que llevaba como otros llevan un tesoro; más cerca de Peralta, un grupo de obreros o campesinos miraban por turnos a Peralta y a la mujer de rojo y al final se decidieron por Peralta.
Peralta saludó sin ánimo y casi sin hablar y se puso a estudiar un anuncio de cigarrillos. No supo en qué momento se durmió y cuando sintió que lo zarandeaban y despertó bruscamente con la cara de un campesino pegada a la suya y diciéndole algo, se sobresaltó y se sintió mal, con un regusto de metal en la lengua. Se levantó de la banca y vio la cara divertida de los obreros que ya subían al autobús con sus pequeños atados en las manos. Hacía más frío ahora, le dio las maletas a un muchacho y subió sintiéndose torpe y lento, en ese momento le hubiera gustado más que nunca poder tomar algo caliente. «Ya hará calor adonde voy», pensó.
Peralta subió al autobús y decidió no ponerle atención a los obreros que sin duda bromeaban sobre él; por fortuna uno de sus hábitos era la burla de sí mismo y por eso no se molestó demasiado. Prefirió buscar un asiento vacío. Al fondo estaban el anciano de la chaqueta a cuadros y la mujer de rojo, que había comenzado una conversación con un obrero de gorra y bigote. Sin saber por qué, Peralta se sintió extrañamente desolado y aunque estaba a sólo dos asientos de la mujer de rojo, retrocedió disculpándose con nadie y encontró un asiento ocupado por un campesino.
-¿Cuánto iremos a tardar? -preguntó el campesino, que era delgado y membrudo.
-No sé -dijo Peralta-. Tengo tiempos de no viajar al sur.
De pronto recordó a su madre. «Quince años», pensó. Había un árbol junto a la casa de su madre que su padre nunca quiso derribar. Peralta trató de recordarse niño y trepado en el árbol, pero le pareció curioso y alarmante no poder imaginarse niño.
-No ha de ser mucho -dijo el campesino.
-¿Cómo sabe? -dijo Peralta, preguntándose cómo iba el campesino a saber que eran no pocos los años en que el único vínculo entre él y su madre eran los cheques que enviaba cada fin de mes. La cantidad era menor desde la muerte del padre y de Óscar.
-Dicen que como tres horas.
-Ah, ya -dijo Peralta.
Peralta comenzó a sentir más frío que antes y estuvo cabeceando mientras otro campesino, cuidadosamente afeitado, le contaba una vida de viajes de ida y vuelta; el sur fue de pronto adquiriendo una forma definida y Peralta trató de mantenerse despierto fijándose en el rostro cetrino y agradable del campesino y decidió que le gustaban sus gestos y su conversación, que se estaba bien dentro del autobús que con rapidez alarmante iba recorriendo el atardecer lleno de luces y árboles. La mujer de rojo se había dormido contra el hombro del obrero de gorra azul y Peralta comprobó que era peculiarmente atractiva, la cara afilada y los pómulos altos. Antes de dormirse, creyó escuchar que los obreros cantaban una canción. Cuando despertó en la estación, era de noche y el autobús estaba vaciándose en medio del alboroto de maletas y bienvenidas ruidosas. Mientras caminaba entre la gente, asombrado de que no hiciera tanto calor como esperaba, se dio cuenta de que ya no era capaz de recordar con precisión el rostro de la mujer ni el de Ernestina.
Su madre estaba en la sala pelando papas para la cena cuando Peralta entró después de tocar la puerta. Recordó al verla absorta y lejana que ella ya no oía tan bien como antes y trató de recordar tantas otras cosas sobre su madre que debía tener presentes para no ofenderla. Se daba cuenta de que era así siempre: reglas del juego que debemos aprender y recordar, pequeños hábitos que señalan distancias y límites.
-¿Querés ayudarme? -dijo su madre.
Peralta se sentó en una de las tres sillas, junto a su madre, se acercó el bol con papas y comenzó a pelar tratando de que el cuchillo no cortara demasiado profundo. Había olvidado quitarse la chamarra, pero sentía aún algo de frío que ya se quitaría con un paseo, quizá su madre lo acompañaría hasta la pulpería y se tomarían un café o la mitad de una cerveza. Miró el rostro de su madre y le pareció menos vieja de lo que esperaba; le gustaba saberla viva como le gustaba el asombro feliz y nostálgico que le venía al recorrer de nuevo lugares y personas. «Así ha de ser siempre, madre», pensó. «Volver y encontrarnos de nuevo vivos es como volver a esos sitios de la infancia y sorprenderlos cubiertos de maleza o sucios de antiguas lluvias». Su madre le tocó el pelo y lo peinó con los dedos. Peralta dejó de pelar las papas y sintió el contacto de las manos callosas contra el cráneo.
-Estoy bien -dijo Peralta-. Sólo cansado por el viaje.
-Vamos a estar bien, ya vas a ver -dijo su madre-. Voy a abrir tus maletas —lo miró un poco antes de acabar de levantarse, sin dejar de tocarle el pelo—. No has cambiado nada —dijo.
En la maleta había camisas, dos libros, cinco paquetes de cigarrillos ásperos y una botella de coñac barato, que Peralta había comprado por pura fantasía. Su madre tendió las camisas sobre la cama del cuarto de Peralta y puso en el guarda comida los cigarrillos y el coñac; sabía que su hijo no fumaría ni bebería en la casa y que seguramente se iría sin haberlos tocado. Aunque lo había visto fumar en dos o tres ocasiones, tener en las manos los cigarrillos le produjo un asombro que rápidamente se convirtió en una melancolía silenciosa. Peralta terminó de pelar las papas y se puso a guardar su ropa.
Su madre cocinó, Peralta se quitó la chamarra y bebió refresco en un vaso de plástico, apoyado en el vano de la puerta de la cocina, mientras hablaba de la fábrica, de Ernestina, que para su madre era casi una desconocida. Comieron arroz, carne, papas y una mazorca de maíz hervido y él rechazó la sal y la mantequilla; su madre comió poco y lo miró comer un momento, estuvo en la cocina, regresó a la mesa con una bandeja tapada y volvió a sentarse.
-¿Ernestina es tu novia? -le preguntó.
-Sí.
-¿Menor que vos?
-Sí.
-Qué rápido cambia todo. Peralta dejó de comer y miró a su madre. Ahora le parecía más joven que antes y lo perturbó la sospecha de que por alguna razón oscura estaba perdiendo contacto con la realidad, y se obligó mentalmente a fijar todo ademán o toda palabra que pudiera influir en su futuro, aunque intuía que como siempre rompería ese compromiso consigo mismo. Como tantas otras veces, era incapaz de retener el rencor, el asombro,la alegría o la duda. Se sentía avergonzado y de pronto perdió el apetito.
-Comé -dijo su madre. Volvió a tocarle la cabeza.
-Sí, es malo dejar la comida.
-Tu papá hubiera dicho lo mismito. ¿Me vas a acompañar?
-¿A dónde?
-Hay que llevar esto al comedor de Ramírez —señaló la bandeja tapada—. Pero terminá de comer. Primero terminás y luego salimos, ¿verdad?Peralta probó dos bocados y desistió; miró a su madre a los ojos y ella suspiró. Recordó a Ramírez: sus gestos excesivos y sus manos talladas en piedra. Sintió con angustia que algo nuevo comenzaba y le dolió no saber con exactitud qué era.
Ramírez tenía diez años menos que su madre. Peralta sintió una extraña desolación cuando comprobó que Ramírez era un hombre pequeño y vivaz, de voz alta y agradable. Sus gestos, sin embargo, eran los que Peralta recordaba: los de un hombre criado en una ciudad extranjera, esa amabilidad suya que sabía imponer una distancia a veces necesaria. En el comedor de Ramírez sólo había dos hombres que ni hablaban ni consumían y que parecían ser parte del mobiliario. Había una máquina de música en un rincón, cada mesa tenía un quinqué y las paredes, de un azul sucio, estaban cubiertas de calendarios y dibujos de santos. El calor venía de la cocina, no de afuera; Peralta se asomó a la puerta de la cocina y vio el desorden de ollas y platos que iban y venían con pollos ensangrentados y cucharones y las manos manchadas desangre y harina. Ramírez palpó la bandeja que Peralta había traído y trasladó a una mesa cerca de la puerta de la cocina el pan y la carne salada.
-Éste es mi hijo -dijo la madre de Peralta.
-Me da gusto conocer al hijo de Merceditas. Son cosas que no pasan todos los días -Ramírez dio dos palmadas para sacudirse el azúcar y le tendió una mano a Peralta, que la sacudió con distracción.
-Igual —dijo—. Este lugar está igualito como cuando me fui.—Acá las cosas cambian poco o no cambian nada, eso me dicen. Sólo el calor está igualito. Ya lo sintió ¿verdad? Peralta se sentó en una silla, cerca del mostrador donde Ramírez servía bebidas y platos con una eficacia asombrosa.
—¿Va a creerme que no lo sentí? Cuando me bajé en la estación ni me quité la chamarra.
De pronto Peralta se sintió culpable por sentir tanta simpatía por Ramírez. O quizá no era culpa; era sólo que lo asombraba simpatizar con un hombre como Ramírez, por quien debía sentir desprecio o temor. Más que todo, lo asombró ver el rostro feliz y redondo de Ramírez y saber que en una época lejana él, Peralta, había sido un niño al que Ramírez acaso había cargado o colmado de dulces y regalos.
—Estos días ha llovido un resto y el aire se queda algo fresco, pero nomás amanezca se va a dar cuenta —dijo Ramírez mientras destapaba la bandeja que Peralta había traído. En la bandeja había dulces rojos y amarillos, que Ramírez fue poniendo en una pequeña vidriera con marco de aluminio. Para Peralta fue extraño darse cuenta de que su madre hacía dulces, porque en sus breves cartas ella jamás mencionó esa manera de ganar dinero. Mejor no pensar más en ese asunto o, mejor, dejarlo para después, cuando él y su madre estuvieran solos en la casa. Pidió una cerveza; Ramírez sacó la botella del congelador y se la pasó a la madre de Peralta. Cuando su madre le dio la cerveza, Peralta la vio fijamente, tratando de que su mirada transmitiera todo su asombro y su indignación, porque Peralta ya había decidido que había cosas en la vida de su madre que eran indignantes, no sólo para ella y para él: también para la memoria de su padre y de Óscar, más que todo para Óscar, a quien Peralta le había prometido no dejar jamás que su madre pasara aprietos ni se rebajara.
—Su mamá se la pasa hablando de usted, dale que dale con su hijo, lo quiere —dijo Ramírez, poniendo en la voz algo de ternura que a Peralta le pareció horrorosa y falsa. Por un momento, sintió el deseo de ver hacia otro lado, donde no tuviera que encontrar su mirada.
—¿Sí? No me diga —la cerveza estaba muy fría y Peralta se bebió la mitad de un trago—. De seguro le ha de haber dicho más de lo que me dice a mí. Casi no me cuenta nada de lo que pasa acá en el pueblo. Ramírez vio a la madre de Peralta y le sonrió.
—No le creo.
—Cómo no —dijo Peralta—. Por ejemplo, nunca me dijo que acá llovían piedras. Si hubiera sabido que llovía y hace frío, me hubiera venido preparado. —Imagínese usted —dijo Ramírez—. De seguro no le pareció importante, ¿verdad, Merceditas?
Peralta sintió la mirada de su madre y por un momento le pareció que en ella había algo impreciso, enfado, extrañeza, vergüenza —difícil saberlo en ese momento, quizá después podría averiguarlo. Le molestó que tantas cosas fueran quedando pendientes, que en tan poco tiempo tuviera que enfrentarse a la duda y a la inquietud. Pero ¿por qué inquietud, por qué duda? Ya lo sabría —no, no lo sabría, todo quedaría en el límite de lo indefinido, en esa zona donde su madre siempre había vivido, con sus cosas, con la fotografía de su padre y las calificaciones de Óscar y las cartas de Peralta que también, por qué no, estaban llenas de imprecisiones y dudas. Sin embargo, descubrió que lo verdaderamente molesto era sentirse inquieto por algo que nunca antes le había causado la menor impresión, como las noticias terribles de algún lugar del mundo que jamás conocería, como la existencia de sus vecinos en el edificio que habitaba, como la vida de su madre en ese pueblo al que jamás debió haber vuelto.
—Se me olvida decirle muchas cosas —dijo su madre, que de golpe pareció recobrar la compostura y lo miró con una ternura que a él se le antojó más desagradable que la dureza de su primera mirada—. Tenés razón —volvió a ver a Peralta—, pero con los años a uno se le olvidan las cosas.
—Claro —dijo Ramírez.
Peralta terminó la cerveza. Sintió que su madre estaba repitiendo demasiadas frases, y eso, por alguna razón, era como el presagio o la confirmación de algo, sabrá Dios qué. Ramírez terminó de ordenar los dulces en la vidriera y entró a la cocina. Un hombre y una mujer entraron al comedor, se acercaron a la máquina de música y comenzaron a hablar en voz baja y a ver a Peralta con curiosidad. Peralta se reclinó en la silla y extendió y cruzó las piernas, sin saludar a los desconocidos, que siguieron viéndolo.
—No hay por qué ponerse así —dijo su madre, que siguió de pie, acodada en el mostrador, el torso echado hacia adelante y la grupa hacia atrás; una postura varonil que a Peralta le desagradó—. Hay cosas.
—Que se te olvidan, claro —dijo Peralta; en cuanto terminó de hablar sintió que se estaba convirtiendo en otra persona y lo abrumó el temor.
Estaba viendo a su madre cuando escuchó la música estridente a sus espaldas y, con una violencia que era otro signo de su trastorno, volteó a ver a la mujer y al hombre, que se estaban sentando en una mesa, cerca de la máquina. El hombre, sin dejar de ver a Peralta,pidió cervezas y algo para picar; cabeceó, a modo de saludo, y Peralta se quedó quieto y sintió frío, más frío que nunca, y supo que ese hombre era lo único verdadero en ese comedor, además de las cervezas frías. Cabeceó también, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se levantó y salió. El viento barría las nubes; no había luna ni estrellas y el cielo era una sombra sobre su cabeza.
Su madre salió con la bandeja en la mano. Echaron a caminar por el camino de tierra, sin hablar.
Su madre entró primero a la casa y Peralta se quedó de pie, apoyado contra la baranda del soportal. Entró. Mientras su madre estaba en la cocina, fue hasta su cuarto, buscó la chamarra y se la puso y sacó la botella de coñac y un paquete de cigarrillos; regresó a la salita, puso la botella en la mesa y fue a la cocina a traer un vaso. Su madre estaba llorando, las manos sumergidas en el agua jabonosa del fregadero de losas verdes que su padre había construido con sus propias manos, dos años antes de morir de septicemia. Peralta dijo «permiso» en un susurro, su madre se apartó y se enjugó los ojos enuna toalla sucia y él sacó el vaso del mueble empotrado en la pared. Regresó a la sala y se sirvió un trago tras otro, hasta acabarse lamitad de la botella. Empezó a fumar, viendo las paredes desnudas. Ya no estaban el retrato de su padre ni los diplomas que Óscar había ganado en la secundaria. Entonces recordó, sin asombro esta vez, las palabras que su madre había escrito en una carta no tan antigua: «También están todavía allí los retratos, fijate, pero están un poco gastados ya, el de tu papá tiene unas manchas en las orillas». «Me gusta tocar los diplomas de Óscar, siempre lo recuerdo cuando era niño. Todavía me acuerdo cuando vino con el primero, estaba feliz». «Vivo bien, sin necesidades, nada me falta, hijo». «Casi no sé nada dela gente de acá, no salgo, con lo vieja me voy poniendo más gruñona». Sintió más frío y estuvo escuchando el gemido del viento y el ruido que hacía una lámina al golpear las vigas. Se puso a pensar por qué en los pueblos siempre hay una lámina que golpea las vigas. Vio a su madre salir de la cocina, se distrajo un momento y luego descubrió que la tenía cerca, que estaba de pie y lo miraba, los ojos húmedos. Peralta sintió rabia o lástima al verla, pequeña y esbelta, aún hermosa, demasiado hermosa para su edad, para la idea que su hijo se había hecho de ella, de su apariencia, de sus rasgos, de sus hábitos en esa casa del sur a la que Peralta se arrepentía de haber vuelto. «Sólo pensar que. . . .» pensó, sin terminar la frase. No dijo nada, fumó en paz, tranquilo, sin asombrarse ya. La escuchó dar las buenas noches y la vio entrar a su cuarto.
Peralta despertó. Era la mañana del viernes. Se había dormido sentado en la silla junto a la mesa de la sala, con el cigarrillo colgándole de los labios. Sintió más frío que la noche anterior, buscó calentarse abrochándose la chamarra y frotándose las palmas de las manos y sirviéndose más coñac. Era mejor no tomar demasiado, dejar un poco para el día y la noche; ya vería qué otros licores vendían en el pueblo, quizá un aguardiente recio. Cosa de buscar. La mesa estaba cubierta de hormigas pequeñas y rojas y a Peralta lo divirtió su actividad febril y esta vez no las comparó con hombres, como otras veces; sencillamente las miró, le gustó que estuvieran tan lejanas dela comprensión, el amor o el odio; no las perturbó: tomó coñac concuidado, poniendo la botella en la mesa cuando estaba seguro de que ninguna de las hormigas podía resultar aplastada.
Fue hasta el cuarto de su madre y abrió la puerta. Estaba dormida ofingía dormir. El cuarto, contra cualquier expectativa de Peralta, era de una sencillez dura y blanca, casi cruel. Todo era blanco, las cortinas, la ropa de cama y de dormir, las paredes muy limpias, elvelador de madera. Su madre estaba tendida de espaldas, los brazos rectos junto al cuerpo y la hermosa cabeza de nariz afilada hundida enla almohada blanca. No parecía respirar. Tenía puesto un camisón blanco que le llegaba hasta los tobillos.
—Madre —susurró Peralta desde la puerta. Entró lentamente y se detuvojunto a la cama—.
Madre —repitió.
Su madre abrió los ojos.
—Madre.
—¿Sí?
—Nada.
Regresó a la sala, guardó la botella y se metió los cigarrillos y elencendedor en la bolsa de la chamarra. Entró en la cocina e intentó preparar el desayuno, pero en algún momento descubrió que no teníaapetito. Cortó una rebanada de pan, que puso en un plato junto a un trozo de queso, calentó leche y llenó un vaso. Llevó la comida alcuarto de su madre y la dejó en el velador.
Estuvo en el patio, que no tenía árboles, salvo por un marañón retorcido, plantado junto a una pileta llena de agua verdosa. El suelo era rojizo, seco, estéril. Hacía tanto frío que Peralta, sentado en una piedra, tuvo que regresar por la botella de coñac y beber del gollete. Dejó dos tragos en la botella, que escondió entre dos piedras, y salió a caminar mientras fumaba. El cielo era gris, un gris plateado y uniforme, sin un trazo de otro color. Los terrenos vecinos eran rojizos y estériles como el de su madre; había pocas casas en losalrededores, y junto a un pozo seco, a dos kilómetros de la casa de sumadre, una manada de cabras de pelaje sucio deshojaba los arbustos achaparrados y polvorientos.
Peralta regresó a la casa y comprobó que su madre estaba aún tendida en la cama, pero esta vez estaba echada de costado. Ahora sí parecía dormir. No había probado la comida. Logró despertarla.
—Estoy enferma —dijo, sin ver a Peralta. Peralta le tocó la frente y la papada y no detectó fiebre.
—¿Querés que llame a alguien? ¿Un doctor?—No. Traeme una botella azul que está en el guardacomida.
Peralta no hizo preguntas. Encontró la botella y la trajo. Su madre bebió del gollete y dejó la botella destapada sobre el velador. Peralta la tapó y salió del cuarto.
La enfermedad continuó todo ese día, sin que su madre se quejara una sola vez. Comió poco, Peralta no la vio ir al baño ni una sola vez y prefirió no averiguar. Peralta pasó el día fumando, tomó otros dos tragos de coñac y guardó uno para el día siguiente, volvió a salir de paseo y admiró el marañón del patio, sus ramas retorcidas y grises, con peladuras de un rojo ceniciento, su carencia de frutos y hojas. En la noche, frió dos tajadas de carne e hizo café. Se comió una porción de carne y tomó café en la sala; le sirvió la otra tajada a su madre, con tortillas del día anterior y café fuerte, sin leche. Volvió a dormirse en la sala.
El sábado, Peralta no hizo desayuno y se bebió el resto del coñac. Esperó la tarde, mientras leía en la sala una novela de aventuras, pero su madre siguió tendida en su cuarto. Hacía aún más frío que el viernes; Peralta vio un turbión de nubes en el cielo plomizo y temió y luego deseó que lloviera. Advirtió, en algún momento, que durante dos días no había pensado en la fábrica ni en Ernestina y eso le pareció injusto. Sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a escribir, con una pluma de plata, algunas frases sueltas en la última página de la novela que leía: No estoy aquí, Diez días, Todo es mentira, Volver es como traicionar a alguien. Traicionar ¿a quién? ¿A su madre? Dejó la novela y entró al cuarto de su madre.
—Madre, mañana me voy —dijo. Su madre lo vio desde la cama sin moverse—. Voy a escribirte apenas llegue ¿estamos?
Cuando Peralta llegó al comedor de Ramírez, eran las tres de la tarde. No lo sorprendió saber que Ramírez sí tenía dos botellas de coñac, quea nadie le gustaba. Peralta compró una botella y rechazó la otra, que Ramírez le quiso regalar. «Por la vuelta del hijo pródigo» dijo Ramírez, sin burla en la voz. Peralta esperó, de pie junto al mostrador, a que una pareja dejara libre la mesa que él había ocupado la noche del jueves; se sentó y siguió bebiendo, descubriendo la bondad del coñac de Ramírez, asombrado y agradecido.
—Por nosotros —dijo, alzando el vaso lleno.
Ramírez dejó de limpiar el mostrador, sonrió y sacó un vaso, lo llenó de un licor carmesí y fue bebiendo a tragos medidos, sin hablar, sin preguntar por Mercedes ni por nadie. A las nueve, Ramírez anunció que debía cerrar, Peralta salió al patio con la segunda botella de coñac, que acabó aceptando como regalo, y se quedó de pie bajo el cielo negro. El viento cortante bajó desde el cielo sin estrellas, levantó el polvo de la calle de tierra y despeinó a Peralta, que destapó la segunda botella; no estaba borracho, y eso le dolía. Entonces recordó que cuando había salido de la casa para venir al comedor de Ramírez, había creído ver por la ventana la sombra blanca de su madre atravesando la sala. Escuchó a sus espaldas el ruido que hizo alguien al cerrar la gran puerta de doble hoja del comedor. Mientras escuchaba el ruido de cerrojos, le pegó un nuevo trago a la botella, rodeó el edificio del comedor y se arrimó a una de las ventanas de la cocina que daban al patio trasero.
Estuvo ahí, asomado a la ventana, bebiendo y fumando, una, dos horas. En algún momento vio a Ramírez, el torso desnudo, entrar a la cocina y limpiarlo todo; lo vio trabajar dos horas: minucioso, tranquilo, sin prisas, limpió los muebles, las ollas, las dos estufas, los cucharones, el piso de losa verde. No sudaba: tenía el torso brillante, lampiño y terso, como el de un niño. Cuando terminó, se sentó en un taburete forrado de fieltro rojo, cerró los ojos y se quedó quieto, las piernas extendidas frente a su cuerpo blanco ymacizo; sin abrir los ojos, encontró a tientas una toalla húmeda y se la puso en la frente y comenzó a respirar hondamente, con horrible regularidad. Peralta dejó de verlo, se dejó caer y terminó sentado, la espalda apoyada contra la pared. Estaba llorando.
Atravesó los campos oscuros a paso regular, la botella casi vacía azotándole los muslos, bajo el viento helado. La casa de su madre tenía las luces apagadas; Peralta se abrochó la chamarra y sintió que nunca antes había estado más lúcido. Cuando pisó la primera grada que llevaba al soportal, escuchó un ruido a su izquierda.
Casi de inmediato reconoció el ruido: el del agua agitada en un recipiente. Se quedó inmóvil. Luego, se dio cuenta de que eran varios ruidos: primero, el del agua agitada, después, el del agua absorbida.
Aunque estaba lúcido como nunca antes, no pensó demasiado, y eso lo aterró como nada antes lo había aterrado. Se agachó, dejó la botella apoyada en el barandal y bajó al patio.
En una zona de claridad inexplicable, entre la pileta de agua verdosa y el marañón deshojado y torcido, había algo, un animal o una bestia oscura. Quizá no era grande y acaso era más pequeña que una cabra, pero a Peralta le pareció, por un momento que se alargó demasiado, que la bestia o lo que fuera tenía el tamaño de un toro o un búfalo. Tal vez no era negra pero, bajo la sombra, era más negra que la noche; el pelaje hirsuto la rodeaba como un aura y los ojos, encendidos y rojísimos, miraban a Peralta con calma. Cada vez que la cabeza gigantesca bajaba, Peralta escuchaba el ruido que hacen los animales al beber. En contra de todas sus expectativas, la bestia no olía.
Cuando alzaba la cabeza para dejar que el agua le corriera por la garganta, los ojos rojos miraban a Peralta; salvo por el ruido que hacía al beber, la bestia era silenciosa y aunque Peralta esperó oír el sonido de su respiración, que presintió bronca y asmática, no escuchó nada. Peralta no pudo moverse. Ni siquiera tembló. Vio beber a la bestia durante mucho o poco tiempo, nadie lo sabe. No supo en qué momento los ojos de la bestia desaparecieron y de golpe entendió que había dado media vuelta, sin ruidos. No la escuchó alejarse dandococes contra el suelo, sólo vio su cuerpo empequeñecerse, deslizarse silencioso y atroz.
Peralta estuvo de pie un rato mientras se recobraba. Volvió a respirar, apoyó la cabeza contra el barandal y se sentó en la primera grada.
Cuando entró, en medio de la sala a oscuras había una sombra blanca: era su madre. Peralta encendió la luz y ambos se quedaron viendo como dos extraños; esa mirada duró sólo un instante: al final, Peralta descubrió en los ojos de su madre una ternura que lo tranquilizó.
—¿Tenés hambre? —preguntó ella.
—Sí. -Peralta esperó sentado en la sala y, cuando la comida estuvo servida, comieron con apetito. Después, en la cocina, Peralta ayudó a su madrea lavar los platos. Ella le fue pasando los platos para secarlos; cuando ya se escuchaba el canto de los gallos, le preguntó, mirándolo a los ojos con una coquetería que la volvió hermosa:
—Entonces ¿te vas mañana? Peralta terminó de secar el último plato.
—No —dijo.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Margarita, está linda la mar

Por Giovanni Rodríguez
En Margarita, está linda la mar, del nicaragüense Sergio Ramírez, el relato se presenta en dos niveles, uno que nos remonta a 1907, año del regreso de Rubén Darío a Nicaragua, siendo recibido por sus compatriotas con gran entusiasmo en un homenaje que se le brinda; y el otro en 1956, año de la muerte del dictador Anastasio Somoza García a manos de Rigoberto López Pérez, un poeta leonés que, tras un plan llevado a cabo minuciosamente por él y sus compañeros, logra infiltrarse en una fiesta que se realizaba en honor al dictador.
Ambas historias, la que inicia con la llegada de Darío a Nicaragua y que acaba con su muerte producto de cirrosis hepática, y la que conduce finalmente al atentado y muerte del dictador Somoza, son presentadas alternativamente, ya sea por un narrador omnisciente, que nos lleva principalmente desde la perspectiva del capitán Agustín Prío, uno de los conspiradores de Somoza, o por los apuntes de Rigoberto López Pérez en 1956, que obligan a saltar constantemente al pasado.
Rubén Darío llegó, se dijo, procedente de París, a la ciudad de León en 1907. Los nicaragüenses reunidos a orillas del mar esperando el barco le brindaron un homenaje sin precedentes que el poeta recibió con mucho agrado, sobre todo porque entre los anfitriones figuraba Eulalia, una joven mujer ya casada pero con grandes atributos, que de inmediato atrapó la atención del homenajeado.
49 años más tarde el capitán Agustín Prío observa desde el balcón del café, donde desde hace algún tiempo viene reuniéndose un grupo para reconstruir la historia del poeta y al mismo tiempo conspirar contra el régimen dictatorial de Somoza, cómo el dictador y su esposa Salvadora Debayle, la Primera Dama, llegan a León para disfrutar de una fiesta en honor a Somoza.
Desde este momento, a partir de lo que el capitán Prío supone que debe estar pensando la Primera Dama frente a la tumba de Rubén Darío, empiezan a ocurrir los frecuentes saltos al pasado y su consiguiente vuelta al presente a través de las conversaciones de los conspiradores en el café.
Darío se prende de la belleza de Eulalia y la hace sentarse a su lado durante el homenaje. Todos comparten la alegría del poeta: el sabio Louis Debayle, su esposa Casimira, el obispo Simeón, el entonces pequeño Quirón, a quien el poeta habría de traspasarle luego el numen de las musas apretando fuertemente su cabeza, y las hijas del sabio y Casimira, Salvadora y Margarita, esta última propietaria del abanico depositario del famoso poema de Darío "Margarita, está linda la mar".
Pero todo vuelve a 1956, el presente del relato, cuando los conspiradores llegan al punto en su recuento de la vida del poeta en el que La Maligna, apodo adjudicado a la legal esposa de Darío, se presenta sorpresivamente en el homenaje y sin considerar el valor de los buenos modales se brinda con todo a su impostergable pregunta: "¿Quién es esa puta?" , refiriéndose, por supuesto, a Eulalia, tan inocente y presumiblemente tan casta hasta el día en que el vate operó divinamente en ella.
Más adelante, antes de la muerte de Rubén Darío y del atentado contra Somoza, los momentos más importantes de la novela, se registran otros episodios que ayudan a hilvanar la relación entre las dos historias creando una continuidad temporal entre pasado y presente para situarlos como un mismo orden de acontecimientos en la percepción de los lectores.
Quirón se constituye en uno de esos personajes tejedores y unificadores de la historia cuando, luego de la muerte del poeta, el sabio Debayle y Andrés Murillo, hermano de La Maligna, se disputan su cerebro. Quirón, a quien, recordemos, el poeta había traspasado el numen de las musas, logró al final de cuentas apoderarse del cerebro y salir corriendo a enterrarlo al pequeño jardín trasero del burdel de La Caimana. Y lo mismo hizo casi medio siglo después con los testículos de Rigoberto López luego que éste disparara contra Somoza y muriera acribillado por miembros de la Guardia Nacional. Quirón se deslizó, como antes lo había hecho por el cerebro de Darío, esta vez por las calles oscuras y vigiladas por la Guardia Nacional y luego de que Caradepiedra Diómedes Baldelomar, un esbirro del dictador, le cortara, según presunta orden del convaleciente mandatario, los testículos, aprovechó una distracción de todo el mundo para agenciarse tan preciada joya, o más bien joyas, si recordamos que eran dos, para salir de nuevo corriendo al jardincillo del burdel de La Caimana y enterrarlos junto al cerebro del poeta Darío.
Rubén Darío murió debido a una de las tantas operaciones infructuosas, entre las que valdría mencionar la de cambio de sexo de La Caimana, que a lo largo de toda su vida como médico había practicado Louis Debayle. El poeta había recaído por causa de su nada reprochable afición a los productos destilados y tonificadores del ánimo, afición que lo conducía hacia lo que él mismo llamaba "Los paraísos artificiales", y el sabio Debayle, aún sabiendo que para la cirrosis hepática no había cura, se aventuró en busca de la tan ansiada gloria científica, encontrándose solamente con la triste muerte de uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.
Mientras tanto, casi medio siglo después, en el que, repetimos, es el presente de la historia, Rigoberto López Pérez ha entrado ya con una acompañante a la fiesta en honor de Somoza. La forma de perpetrar el atentado está suficientemente discutida por todos ellos, los conspiradores. Todo está listo. Calcula los movimientos, saca a bailar a su pareja, se acerca a Somoza y le encaja los libertadores disparos que diez días después habrían de ocasionarle la muerte en el refugio de una clínica privada.
Así nos presenta la historia Sergio Ramírez, con un Rubén Darío de carne y hueso y un Somoza no tan poderoso que termina siendo atacado, para después morir, de una forma muy simple.
La novela, el héroe, el estilo
Margarita, está linda la mar es una novela que refleja la madurez literaria de Sergio Ramírez, quien llega a la raíz literaria y al drama político de Nicaragua y América Latina con una conjunción perfectamente armónica de sustancia y estilo.
Las dos líneas argumentales que se alternan responden al declive y muerte del poeta Rubén Darío, entre 1907 y 1916, y a la pequeña conspiración que terminará con la vida de Somoza, en 1956. A partir de un poema escrito en el abanico de una niña se desarrolla la historia de la Nicaragua del siglo pasado teniendo como centro la ciudad de León y como telón de fondo la corrupción política, la constante intervención militar y política norteamericana y la violencia de la dictadura somocista.
Se trata, una vez más en Sergio Ramírez (ya lo había demostrado en sus dos novelas anteriores), de la fuerza poderosa de la memoria tamizada por la imaginación del escritor que incluye, además, la imaginería centroamericana, y expresada mediante un prodigio verbal rico y sutil.
La voz del narrador adquiere a veces un carácter omnisciente y a veces se individualiza en la del poeta Rigoberto López Pérez, un joven que investiga y apunta en su cuaderno de notas a los personajes curiosos que le rodean en León, y cuya afición lo lleva tanto a averiguar detalles de la muerte de Darío como a conocer los antecedentes miserables del dictador a quien odia. Rigoberto no sólo será la voz que dé coherencia a las numerosas historias que constituyen en entramado narrativo, sino que se irá convirtiendo en el héroe que lúcidamente se enfrentará a la muerte para cumplir con lo que considera un deber patriótico: matar al dictador.
La vida de Rubén Darío forma parte del fondo de Margarita, está linda la mar y su poesía impregna el estilo y la forma de la novela. El afán de coherencia, la madurez conceptual de Sergio Ramírez han dado lugar a que en esta novela su lenguaje sea un vehículo modernista terso y matizado para una historia al mismo tiempo provinciana y universal. El estilo de Margarita, está linda la mar revela la reflexión del autor sobre la propia escritura, la preocupación, al mismo tiempo obsesiva y refinada, por encontrar una forma adecuada y nueva para esta historia de pasiones humanas.
La forma
Margarita, está linda la mar presenta una secuencia aparentemente lineal; de hecho, si consideramos por separado las historias de Rubén Darío y de Anastasio Somoza, cada una presenta su propia secuencia de acontecimientos en un orden lineal. Sin embargo, a pesar de que los hechos se van presentando en un orden cronológico dentro de cada una de las dos historias, al analizarlas juntas se registran numerosos saltos al pasado (1907-1916), del cual es posible volver para instalarse de nuevo en el presente (1956) sólo a través de las conversaciones de los conspiradores en el café Prío.
De modo que esta novela tiene una forma bastante compleja que implica una lectura muy atenta para no perder el hilo de los acontecimientos.
El rompimiento de los mitos
Algo que llama la atención en esta novela es la forma como Sergio Ramírez presenta a la figura de Rubén Darío. “Voy a poner a caminar en las calles de esta novela a un Rubén Darío de carne y hueso”, declaró una vez Ramírez en una entrevista que le hicieran en Costa Rica.
De modo que el Rubén Darío mítico de las estatuas de mármol y de bronce, el aristócrata impecable, aparece aquí como un hombre cualquiera; y no sólo eso, lejos de una intención meramente desmitificadora, que se conformaría sólo con restarle pompa y colorido a sus días, Ramírez se permite ofrecernos una perspectiva nueva del poeta, muy diferente de la tradicional, observando sus más marcados defectos, sus momentos de declive artístico y humano e incluso aquellos episodios de su vida que resultan cómicos, por ejemplo aquél en que se duda de la virilidad del poeta: "El impotente era Rubén. Nunca pudo haber preñado a Eulalia –dijo Edwin-. Para los días de su viaje triunfal a Nicaragua el licor le había consumido toda su potencia viril".
Otra de las características de esta novela es que la verdad acerca de los acontecimientos, ya sean los históricos o los ficticios, depende de la perspectiva desde la cual se los mira. Así es como los personajes entran en constantes contradicciones respecto de lo que ocurrió en la vida del poeta Darío. Un ejemplo de esto puede encontrarse en el episodio del traspaso del numen de las musas de Darío al niño Quirón. La primera vez que se nombra el suceso en la voz de Rigoberto se lee: "El niño quiere retroceder pero las manos lo retienen implacables, apretándolo cada vez más. Un sordo rumor de caracolas va llenando su cráneo, y tanto lo aturde aquel ruido que rueda desvanecido". Y en la segunda ocasión, durante la discusión de los conspiradores en el café Prío, puede, en cambio, leerse: "-Eso de que se le pueda traspasar a un niño el numen de las musas con sólo apretarle la cabeza, me parece una grave exageración –dice entonces Edwin. -Ninguna exageración –dice el Capitán Prío-. El niño rodó por los suelos, prendido en calentura. El sabio Debayle lo estuvo tratando por meses. Sufría una especie de paludismo mental".
Estos pasajes demuestran una vez más las dotes de narrador de Sergio Ramírez. Tal vez el contenido argumental de Margarita, está linda la mar lleve a la idea preliminar de que estamos sólo ante una novela de época, con personajes históricos, con anécdotas verificables, con un paisaje social y político de inmediata identificación; y, sin embargo, con tener todo ello, la novela de Sergio Ramírez se eleva sobre sus circunstancias históricas para proponerse como un excelente artefacto de encantamiento narrativo.

martes, 1 de mayo de 2007

La muerte por última vez

la muerte se muere de risa pero la vida
se muere de llanto pero la muerte pero la vida
pero nada nada nada
Alejandra Pizarnik
Desde que Alejandra Pizarnik murió en septiembre de 1972, muchos de sus versos cobraron para los lectores un sonido diferente; y es que ya no se les vio solamente como los buenos versos de una buena poeta, sino también como los versos anunciadores de su muerte.
La ingesta de cincuenta pastillas de seconal nos dice que se trató de un suicidio; pero ¿en una poeta como Alejandra Pizarnik, grande entre las grandes, acaso importa más la forma de su muerte que el hecho de la muerte misma? Al acercarnos con atención a la poesía de Alejandra nos encontramos con la escritura de alguien inmerso en la experiencia mortuoria.
Así como Vallejo, anunciando su muerte en París, con aguacero, o como Rimbaud, pasando por ese proceso de desorganización de los sentidos, vemos a Alejandra Pizarnik, con una pasión demencial, diluyendo su propia certeza de la muerte en tantos versos: "…pero ahora/ por qué te busco, noche,/ por qué duermo con tus muertos". Alejandra parece invitarnos en cada poema a seguirla en este camino suyo, en este andar infatigable hacia una muerte deseada y misteriosa.
"No quiero ir nada más que hasta el fondo", dejó escrito en el pizarrón de su cuarto de trabajo la noche en que se fue para siempre. Pero ya antes, muchas veces antes, había dado Alejandra nombre a la muerte. El suicidio no sería más que la versión definitiva de esa permanente obsesión suya.
Para Camus “morir voluntariamente supone que hemos reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter ridículo de esta costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento”. Camus niega en el suicida cualquier posibilidad de nexo satisfactorio con la vida, y el acto mismo de darse muerte representa el afán por desprenderse completamente de ella.
Otros piensan que en el borde mismo del abismo un suicida no es alguien que se niegue a la voluntad de vivir, sino que, por el contrario, en el momento previo a la muerte, confirma categóricamente esa voluntad. En este sentido, el suicidio no es una negación de la voluntad de vivir, sino una fuerte afirmación de amor a la vida. La persona que se da muerte sólo estaría descontenta de las circunstancias de su vida y si éstas llegaran a cambiar se aferraría a ellas con todas sus fuerzas.
Pero la complejidad de la vida y la poesía de Alejandra Pizarnik nos tienta a considerar otra posibilidad, la de una vocación genuina, casi inconciente, a la exploración de la muerte; es decir, un afán por el conocimiento de la muerte, ya fuera físico o metafísico, pero un afán al fin y al cabo, sin que hubiera una razón particular que lo motivara: “He de partir/ no más inercia bajo el sol/ no más sangre anonadada/ no más formar fila para morir”.
Si revisamos algunos datos concernientes a la infancia y la juventud de Alejandra, nos encontraremos con esta presencia permanente de la muerte en la vida de la poeta: lo primero es que gran parte de su familia –sólo habría que exceptuar, además de sus padres, al hermano del padre, radicado en París, y a la hermana de la madre, que vivía en Avellaneda desde poco antes de la llegada de los padres de Alejandra- pereció en el holocausto, lo que para la niña debió significar un contacto temprano con los efectos de la muerte.
El ambiente en el que creció, sintiéndose quizá extranjera en esa tierra que no era la que había visto el nacimiento de sus padres, y la manera pesimista de verse a sí misma también dan fe de una Alejandra introvertida y sumida en su propio mundo. Alejandra creció con los conflictos típicos de la adolescencia: complejos por su fealdad, por su escasa estatura, su tartamudez, su gordura, su acné, su inadaptación, su asma. Con toda esta evidente carga emocional, el padre no pondría reparos no sólo en mantenerla sin que trabajara, sino también en pagar la edición de su primer libro y probablemente la de los dos siguientes, y pagar las clases de pintura, el psicoanálisis, y a la larga, con reticencias, un viaje a Europa.
Aunque con el tiempo, después de los primeros años de juventud, llegaría a preocuparse por su independencia económica (que nunca logró), jamás se resignó a buscar un empleo o prepararse para hacerlo. Los padres debieron de ser complacientes, o más o menos indiferentes, en ese aspecto. Esta situación de dependencia familiar pudo haber propiciado en ella la exploración de mundos más propios, más íntimos, y quizá más interesantes.
Una Alejandra demasiado preocupada consigo misma no podía, definitivamente, resultar autora de una poesía afianzada en el compromiso político de su generación. Los versos de Alejandra nacen de la más absoluta introspección ante una vida que le llevaba siempre la delantera. La soledad y el silencio son referencias constantes en su obra: “Noche que te vas/ dame la mano/ obra de ángel bullente/ los día se suicidan/ ¿por qué?/ noche que te vas/ buenas noches”.
La obra cumbre de Pizarnik son sus dos últimos libros: Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971); sin duda los dos títulos indican ya la peligrosa relación de la autora con la desazón vital y el sufrimiento.
Pero Alejandra creyó siempre en la terapia del lenguaje como única forma de ayudarse a superar el tedio de la vida: "Sin saber cómo ni cuando, he aquí que me analizo. Esa necesidad de abrirse y ver. Presentar con palabras. Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto posible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga será examinado. El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad".
Aunque esta terapia pudo haber mitigado un poco su incuestionable vocación a la muerte, no logró apaciguarla por completo. La poesía, ese lenguaje cifrado, con sus posibilidades de revelar secretos inefables, le propició quizá un mayor acercamiento a la muerte; de modo que mientras escribía para decir “lo que impide vivir”, iba sintiendo cada vez más de cerca la sospechada experiencia de la muerte, la que llegó a concebir como un descanso ante el cansancio de la vida: “Cansada por fin de las muertes de turno/ a la espera de la hermana mayor/ la otra la gran muerte/ dulce morada para tanto cansancio”.
Para Alejandra Pizarnik el acto final de darse muerte no representó sino una especie de nueva visita, aunque ésta sería la definitiva, a unos paisajes que desde mucho antes le eran familiares: los paisajes tantas veces nombrados de la muerte.
Pensemos en Dante y su paso por el infierno, pensemos en todas esa imágenes claras de la muerte que sus versos nos revelan; tanta nitidez en esas visiones suyas nos hacen sentir que de verdad él estuvo en el infierno; en este sentido Dante pudo haber obtenido, antes de su propio deceso, la experiencia de la muerte.
Pero, ¿cabe suponer que de la propia muerte haya experiencia? He aquí una posibilidad que sólo en la poesía y en los poetas cobra fuerza. Alejandra nombró tantas veces a la muerte que su poesía nos remite a unos paisajes y a unas sensaciones específicas, aquellos que probablemente sólo en la muerte son posibles: “pero no quiero hablar/ de la muerte/ ni de sus extrañas manos”.
Alejandra Pizarnik, entonces, ferviente admiradora de la muerte, la nombra y vuelve a nombrarla, hasta que ese nombre adquiere no la dimensión de un lugar lejano, inalcanzable, sino más bien de un sitio de descanso, seguro, confortable. La muerte, a fuerza de nombrarla tantas veces, habría de revelársele a través de la poesía, al grado de que ella misma haya podido estar ahí en esos momentos de ansiedad por el vacío.
Así, Alejandra, aquel 25 de septiembre de 1972 no estaba conociendo la muerte, estaba visitándola de nuevo, por última vez. Por última vez la muerte en ella y ella en la muerte. Tantas veces lo dijeron sus versos que algún día tenía que quedarse, como una forma de confirmarse a sí misma y confirmarnos a nosotros, sus lectores, esa fascinación suya. Hasta esa hora de la noche en que tomó la decisión, la muerte no era absolutamente cierta todavía.