domingo, 16 de enero de 2011

HAFaciolince habla sobre Lisbeth Salander


La trilogía de Stieg Larsson.
Primero lo leí de Vargas Llosa, después lo esuché de Mario y ahora lo leo de Héctor Abad Faciolince. Los tres coinciden en que hay que leer la trilogía de Stieg Larsson:
"Mis ojos acerador de viking, oteantes, no han visto el mar", decía, muy joven, el gran poeta montañero León De Greiff, descendiente de suecos, pero cautivo en las montañas de Antioquia.

Lo que yo no he visto es Suecia, pero en estos días, por distintos motivos, he estado en el país nórdico a través de la pantalla y de las letras. Lo primero fue que encontré entre los libros infantiles de mis hijos —ya universitarios— el que más nos hizo reír y gozar cuando ellos eran niños: Pippi Calzelunghe, de la gran escritora sueca Astrid Lindgren. Pongo el título en italiano y no en español (Pippi Mediaslargas) porque las ediciones que conozco en castellano no le hacen honor al libro, y en realidad lo destruyen, por lo mal traducido. Mis recuerdos de cuando yo les leía a mis hijos en voz alta, son recuerdos, sobre todo, de carcajadas. Carcajadas por Pippi, carcajadas por Pinocho, y las últimas (fue lo último que se dejaron leer, antes de emprender su vuelo solitario) carcajadas por el gran Cortázar, sobre todo en aquel cuento hilarante que es “Conducta en los velorios” en las Historias de Cronopios y de Famas.

La segunda experiencia sueca reciente es un hermoso documental al final de la vida de Ingmar Bergman. Se trata de una larga entrevista que le hiciera Marie Nyreröd, cuando el gran director, cerca ya de los noventa años, se había retirado a una isla casi desierta, Fårö, donde sólo hay niebla, mar y silencio. El documental es sencillo, agridulce y poético; las reflexiones de un hombre al final de su vida. Si quieren verlo, está en la red, y es fácil de encontrar en Youtube. El reportaje me llevó a hojear, nuevamente, una de las autobiografías noveladas más hermosas que yo haya leído nunca, su Linterna mágica. Cuando hace poco vi a una de las actrices preferidas de Bergman, Liv Ullmann, entrevistando a Vargas Llosa en Estocolmo por el Nobel de Literatura, me alegré al darme cuenta de que estaba viva. La escena en que ella se suicida, en la película Cara a cara, es tan perfecta, que yo la creía ya tan muerta como Bergman.

Y con Vargas Llosa en Suecia llego al fin a lo que explica el título de esta nota: Lisbeth Salander. En estas Navidades estaba yo en mi hamaca de La Inés, como todos los diciembres. Y alguna incauta dejó allí tirado su ejemplar de Los hombres que no amaban a las mujeres (una mala traducción del título —que no es una litote: negar lo contrario— sino el más directo Hombres que odian a las mujeres). Y digo incauta a la persona que dejó el libro ahí, pues ya nadie me lo pudo arrancar de las manos. Dirán que llego muy tarde a las delicias, y es verdad. Por un incurable esnobismo de escritor y lector, no me gusta leer el libro que todo el mundo está leyendo, y eso ocurría con Stieg Larsson hace dos o tres años. Pero a finales de 2009 ya alguien con prestigio de lector —el mismo Vargas Llosa— había dicho que la trilogía Millenium estaba a la altura de Dumas, Dickens y Victor Hugo. Y lo está, o tal vez lo esté, no sé; para saberlo habría que esperar un siglo. El caso es que aunque creo que los 100 millones de terrícolas que han comprado a Coelho están equivocados, creo que los 50 millones que han leído a Larsson no lo están.

Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist (la hacker y el periodista), son dos personajes entrañables, explícitamente relacionados con dos figuras inventadas por la maravillosa Astrid Lindgren. Tal vez por eso mi lectura de este año en la hamaca tuvo esa misma pasión, hilarante, concentrada, indignada, que tienen las lecturas juveniles. Esa felicidad de eliminar el juicio literario, las reticencias estilísticas, y sumergirse por completo en un universo alternativo, horrible y desafiante como este mundo real, sí, pero donde al fin se imponen la dignidad, la verdad y la justicia. Así no sucede en la vida real, como lo demuestra la misma suerte de Stieg Larsson, paradójica hasta la tragedia y la ironía, pero qué bueno que al menos ocurra en el mundo de la imaginación.

viernes, 14 de enero de 2011

Tres ataúdes blancos


Portada de la novela de Antonio Ungar.
Antonio Ungar, Tres ataúdes blancos, Barcelona, Anagrama, 2010, 284 pp.
Excelente reseña de Rafael Lemus:
En principio, una buena novela –tan eficaz como esa, tan divertida como aquella. Hay una trama larga y trepidante, mitad política mitad policiaca; una historia amorosa; una amplia nómina de personajes; una prosa hábil, nunca protagónica, y ese arsenal de efectos novelescos con que se construye, ya sabemos, cierta ilusión de realidad. Entonces, ¿cuál es el problema? El problema es que esta novela, Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar (Bogotá, 1974), no es otra novela: es una novela que –como todas las producidas hoy– llega después de otras miles de novelas y que por lo mismo arrastra, se quiera o no, una pesada herencia de reliquias y chatarra. Dicho de otro modo: llega tan tarde que, si se descuida un momento y afloja un poco su postura, sólo repite y recicla los detritos de otras obras.

Ese es, también, el problema: que esta novela (ganadora del Herralde) se descuida –y por tanto: repite y recicla. Por ejemplo: el ficticio país latinoamericano en que sucede la historia, Miranda, se parece menos a cualquier país latinoamericano que a esa gastada imagen de las repúblicas bananeras que han masticado otras muchas obras escritas por otros muchos latinoamericanos. La trama (compuesta de amores malogrados, traiciones políticas y persecuciones policiacas) está tapizada de enredos dignos de algún folletín y los personajes, todos, terminan por fundirse con su caricatura: lo mismo el héroe de la historia, el incorruptible político opositor Pedro Akira, que el villano, un dictadorzuelo de nombre Tomás del Pito, o el pobre diablo que narra la novela y suplanta al héroe cuando este es asesinado. Además: enfermeras sensuales y disponibles, toscas guerrillas estalinistas, obvios escuadrones de la muerte y la previsible redención de un hombre que de pronto, transformado por quién sabe qué recurso literario, abandona su cinismo, adquiere conciencia política y se une a la causa opositora.

Desde luego que estos tópicos no se cuelan nada más así, tan inocentemente, en la obra. El narrador es un tipo ácido y astuto –más lo primero que lo segundo– y está al tanto de los clichés que van irrumpiendo mientras él relata la trama. No obstante, carece de la fuerza necesaria para reprimirlos o de agilidad para esquivarlos o, sencillamente, de valentía para hacerles frente y entrar en conflicto con ellos. Opta, de este modo, por una solución intermedia: reconocer primero la existencia del cliché, permitir un segundo después que se cuele libremente en el relato. Una y otra vez advierte: lo que se narrará a continuación emplea tales términos, tales imágenes que todo parecerá trivial y falso, “como en las películas”, “como en las peores películas”. Una y otra vez acierta: apenas después del aviso se relatan pasajes que, en efecto, lucen huecos y vanos, como calcados de malas películas, de las peores películas.

¿Qué pasa aquí? En realidad, nada que no hayamos visto en otras muchas novelas contemporáneas: que el autor se siente obligado a admitir el cansancio y la ineficacia de sus recursos novelescos, pero al mismo tiempo no está dispuesto a transformarlos y menos todavía a abandonarlos. Como a estas alturas ya todos conocen –aunque sea a través de rumores– los argumentos posmodernos y post-estructuralistas en contra de la mímesis narrativa, se concede: es cierto, algo no funciona bien aquí. Como actuar en consecuencia supondría dejar de hacer lo que se hace y trabajar escrituras más arduas y menos rentables, se propone una cómoda estrategia: no es necesario batirse contra las formas heredadas, basta con incorporar algo de esa crítica en el viejo recipiente de la novela. Es decir: basta con ironizar apenas, con entrecomillar los clichés antes de consumirlos, con guiñar un ojo antes de cometer la falta. El resultado de esas prácticas: relatos convencionales pero saturados de comentarios críticos sobre su propio convencionalismo, novelitas camp que coleccionan estereotipos sólo después de haberlos denunciado.

Entonces: ¿es suficiente esa dosis de ironía? Si nos atenemos a esta novela, está claro que no. El narrador se burla de los estereotipos un instante antes de utilizarlos pero su burla, ay, no tiene los efectos deseados: no limpia al estereotipo, no alivia su fatiga, no cancela sus connotaciones, no lo deja listo para significar de nuevo o de otro modo. La verdad es que, aunque el narrador se ría de los tópicos, los tópicos se ríen más del narrador y arruinan su relato –desvían la historia amorosa hacia el melodrama, saturan la intriga política de caricaturas y juicios maniqueos. Peor: luego de 253 trabajosas páginas lo arrastran a una conclusión así de tópica: “La realidad de Miranda es siempre mucho peor que la imaginación, ya lo tengo bien aprendido.”

Por qué no se aprende mejor, y de una vez por todas, que lo que está en juego, al interior de una novela, es mucho y es relevante. Que la literatura supone, al fin y al cabo, una lucha por los signos y las representaciones. Que para disputar y conquistar un signo no basta con sonreír sarcásticamente. Hay que reír de veras: hasta sacudir el signo, hasta abrirle una grieta.

El blog de las discrepancias

Curiosa la aparición del blog Discrepancias Electivas en el panorama de la blogófera catracha, que abona a la diversión o al menos al combate al aburrimiento en esta tierra baldía. Sus misteriosos autores justifican su anonimato con el siguiente argumento:
"Nos reservamos el derecho al anonimato, a fin de evitar una tendencia condescendiente en la valoración de los libros que criticaremos, pues a veces nos toca hacer crítica de autores a los que les guardamos aprecio personal, pero que carecen de altura artística".
Se entiende, porque cada uno actúa según como le dé la gana, pero, ¿no creen que el anonimato contribuye también a la mediocridad contra la que supuestamente se proponen lidiar? En todo caso, si de verdad cumplen con lo de que
"quedarán descartados los comentarios que ofendan la dignidad personal o familiar de las personas mencionadas en el blog. No obstante, se admiten críticas contra léperos y oportunistas -que nunca faltan- siempre y cuando las críticas tengan algún interés literario"
no creo que su identidad (plenamente establecida ya, según algunas pesquisas) sea un asunto tan importante.
Si su afán es el de "la pedagogía de la lectura", como señalan al principio de la crítica al libro La palabra iluminada, de Helen Umaña, bienvenidos sean, muchachos, que estas iniciativas hacen buena falta en nuestra aburrida H.
Sigan escribiendo pues, que van bien, pero no vayan a cagarla.

miércoles, 12 de enero de 2011

Grafiti

Tomame una aquí, me gusta ese grafiti, dijo Francisco.
Por la caminata en Granada en un día de mayo de 2010 (y las cervezas en la terraza de un bar bajo un sol que no le hacía daño a nadie).

domingo, 9 de enero de 2011

FMallo vuelve con el hilo de Borges


Portada del libro de Fernández Mallo, que publicará Alfaguara.
Hay narradores con un escritor en las tripas y un lector en la cabeza. A veces, uno vive de espaldas al otro. A veces se confunden. Este último es el caso de Borges, que, ya es un tópico, imaginaba el paraíso con forma de biblioteca. No es, pues, extraño que su obra, sin dejar de ser inconfundiblemente borgiana, fuera con frecuencia fruto de la lenta digestión de relatos ajenos de ciencia ficción o de clásicos como Apolodoro, San Marcos o Cervantes. Ahí está el inevitable Pierre Menard, autor del Quijote, que narra la reescritura, letra por letra, de la novela cervantina.

Hace dos años, el escritor argentino Rodolfo Fogwill versionó El Aleph de su paisano en la novela Help a él, cuyo título era un anagrama del encabezamiento del famoso relato. Ahora es Agustín Fernández Mallo el que se acerca al autor bonaerense con El hacedor (de Borges). Remake que publicará la editorial Alfaguara el próximo 23 de febrero. Borges publicó El hacedor -un conjunto de cuentos, poemas y falsas citas- en 1960, siete años antes de que naciera el autor de la trilogía Nocilla. "Fue el primer libro suyo que leí", cuenta Fernández Mallo, "y me impresionaron dos cosas: la capacidad de transmitir emoción a través de algo aparentemente descarnado y un montón de intuiciones que yo compartía sobre el tiempo, el espacio, la matemática y la metafísica".

A todo ello habría que añadir el carácter misceláneo del libro -una "silva de varia lección", como lo define el propio Borges- que desborda las fronteras de los géneros. Un artefacto marca de la casa: poemas narrativos, cuentos que parecen ensayos... "Cuando escribo no pienso en términos de género literario. Me parece limitador", explica Mallo. Otro concepto que, dice el escritor, "no circula" por su cabeza es el de originalidad: "Sacar una obra de su contexto ya es crear algo nuevo". En su nueva obra, él mantiene los títulos de Borges y reescribe los contenidos, a veces incluso con la ayuda del imprevisible y surrealista traductor de Google.

Pese a que la palabra remake parece reservada últimamente al cine, las versiones literarias de una misma historia son tan antiguas como la propia literatura. Ahí están Joyce reescribiendo a Homero, Goethe y Thomas Mann haciendo lo propio con la vieja historia de Fausto o J. M. Coetzee con Daniel Defoe. Por su parte, la editorial 451 se estrenó con una colección en la que ha participado media literatura española reciente -de Antonio Orejudo a Francisco Casavella pasando por Luisa Castro- para reescribir a Bécquer, Shakespeare, Lope o Larra.

A veces las páginas de un libro continúan en las de otro. Lo hizo Andrés Trapiello con Cervantes en Al morir don Quijote y Luisgé Martín con el propio Mann en La muerte de Tadzio. No hace falta pensar en Avellaneda, tirar del hilo era lo más normal cuando las historias no tenían dueño ni autor conocido. Así, la Biblioteca Castro acaba de reunir en un volumen dos secuelas del Lazarillo y una del Guzmán de Alfarache. Por si había alguna duda sobre la relación entre las palabras original y origen.
Tomado de El País.

lunes, 3 de enero de 2011

Encuentros extraordinarios entre dos tipos

Por Juan Gabriel Vásquez
Hace unos meses apareció en Francia una novela cuyo rasgo más curioso es el de no haberse escrito antes.
La semana pasada hablaba en esta columna de especulaciones literarias; pues bien, una de las ramas de esa particular manera de perder el tiempo es la de los encuentros extraordinarios, por la cual uno desarrolla una especie de fascinación por los momentos en que dos grandes hombres se cruzan por azar o por voluntad. La novela de la que hablo se ocupa de uno de los más raros: el momento de 1922 en que un tal James Joyce, que por ese entonces acababa de publicar una novelita titulada Ulises, se topó en el hotel Majestic de París con un tal Marcel Proust, que por ese entonces acababa de publicar el último tomo de una novelita titulada En busca del tiempo perdido. Los dos acababan de poner patas arriba la literatura del siglo XX, pero ese día su conversación fue una de las más aburridas que constan en los anales de la vida social parisina. Creo que hablaron de trufas, entre otras cosas.
Me gusta pensar en estos momentos, que no abundan y son por lo tanto más interesantes cuando los descubrimos. El interés en ellos tiene algo de caprichoso, por supuesto, pero me parece que son caprichos comprensibles: ¿cómo no preguntarse por lo que habrá podido decir Herman Melville, que todavía no había escrito Moby Dick, cuando se encontró en Paita con una mujer moribunda de nombre Manuela Sáenz? Melville andaba buscando ballenas, y al parecer Manuelita no supo decirle si en la costa del Perú podían avistarse algunas. Hace unos meses un amigo, editor de una revista canadiense, me habló con entusiasmo de un gran descubrimiento que acababa de hacer: una foto del encuentro de Tolstói y Chéjov en Yásnaia Poliana. ¿Cómo no preguntarse también por esa conversación, que no consta enteramente en ninguna parte? A RH Moreno-Durán le gustaban estos encuentros también, y no sólo los que ocurrían entre dos grandes personas, sino los que no ocurrían: al final de su vida, por ejemplo, había estado escribiendo una novela sobre los días (ficticios pero posibles) que Orson Welles pasó en Bogotá, y sentía una suerte de pasión por la idea de que García Márquez se hubiera cruzado con Fidel Castro el 9 de abril de 1948.
He estado pensando en uno de estos encuentros ahora que termina el año con un eco raro de su comienzo. Para los lectores de Camus en medio mundo, el 2010 comenzó el 4 de enero, cuando estuvimos acordándonos de que fue hace medio siglo que el hombre se estampó contra un árbol en el Facel-Vega de su editor. Y el año termina con la entrega del premio Nobel a Vargas Llosa, que es, por supuesto, uno de los grandes vindicadores de Camus. En El pez en el agua cuenta Vargas Llosa de su llegada a París a finales de los años cincuenta y de cómo, venciendo la timidez, se apostó a la salida del teatro donde Camus montaba una de sus obras. Al verlo salir, se le acercó y le regaló una revista. Camus le dijo dos palabras en español, lengua que entendía bien, y luego se despidieron: el premio Nobel de 1959 y el muchachito impresionado que acababa de ganar un premio para principiantes con uno de sus primeros cuentos y que ahora, muchos años después, puede hablar de Camus como uno de sus pares.
“A la realidad le gustan las simetrías”, escribe Borges.
Pues eso.
Tomado de El Espectador

domingo, 2 de enero de 2011

Intro


Algunos de los asistentes esa noche.
Creo que fue la noche del 23 de diciembre, en La Maison Maya, cuando presentamos Autorretrato de un payaso adolescente, de Magdiel Midence. Darío Cálix y yo le dimos la bienvenida al poeta con el siguiente diálogo: 
D: Tengo el recuerdo de un viaje a Tegus en el que Magdiel me dio hospedaje. Nos pusimos bien a verga y fumamos demasiada mota y casi nos terminamos agarrando a verga. Yo y mi novia de aquel entonces tuvimos que dormir afuera de la casa… Hacía mucho frío y nos masturbamos mutuamente viendo a los gatos pasar por la calle. Al rato Magdiel abrió la puerta, salió tambaleandose y se sacó la verga en frente de mi por aquel entonces novia. Casi nos orina encima. Parece que esto no viene al caso pero siento que algo así es este libro. Vale 70 lempiras. ¿Ya dije que ocupo más cerveza?

G: Mirá, Darío, hay que escribir un texto introductorio.

D: Sí, uno que empiece así: “Aderezados con alusiones a Rimbaud y Lautreamont y el dolce stil nuovo del malditismo poético nacional contemporáneo”…

G: ¿No te parece un tanto exagerado?

D: ¿Exagerado? ¿Qué cosa?

G: Esa parte del malditismo no sé qué putas…

D: No, no creo. Lo dijo un tipo inteligente.

G: Y a vos te gustó cómo sonaba…

D: Pero es que tenía razón, aquí todos somos malditos.

G: Pensé que eso era antes, cuando íbamos a Tegus a rumbarle verga a los poetas de allá, que abundaban y atontaban con tanto verso ralo sacado del sobaco. De hecho creí que de esos tales poetas sólo quedaban dos o tres…

D: No hablés muy fuerte, que pueda que aquí haya uno.

G: ¿Creés que Magdiel Midence es un poeta maldito?

-…

G: Compa, no se haga el papo, responda la pregunta.

D: Sólo recuerdo que una vez me invitó a su casa y al final dormí en la calle…

G: No, ya hablando en serio.

D: Pues yo creo que sí, cita mucho en latín.

G: ¿Sólo por eso?

D: eeeehm, no sé... El uso de diálogos a lo largo de toda la obra, los cambios repentinos de verso a prosa, el juego, la joda con la estructura, con capítulos con títulos como “otro capítulo”, “siguiente capítulo”, “capítulo cualquiera”… Magdiel Midence está enfermo de literatura. Espejea constantemente con las figuras de Pizarnik y Panero…???... La afición por los franceses, Corcobado y Nacho Vegas???

G: Yo lo que puedo decir es que todo eso de los poetas malditos ya aburre bastante. No me refiero a Magdiel, por supuesto, pues todavía no sé si es un poeta maldito o no. Esperaremos a leer sus poemas para saberlo. Pero de que los poetas malditos aburren, aburren. Y si no, que le pregunten a aquel poeta que se creía maldito y acabó loco con un porro que mezclaba marihuana con hoja de naranjo seca.

D: ¿Estás diciendo que no se puede ser poeta maldito y marihuanero a la vez?

G: No, estoy diciendo que la mayoría de las veces los porros que te fumás no son de marihuana sino de hoja de naranjo seca. (No es el caso de los porros que te sirven aquí, valga la aclaración).

D: Entonces estás diciendo que los poetas malditos no consumen marihuana sino hoja de naranjo seca…

G: Tampoco. Lo que digo es que todo eso de los poetas malditos es una gran paja. Es como fumarse un porro de supuesta marihuana que en realidad es un porro de hoja de naranjo seca.

D: ¿Vos sabés cómo le llaman en Francia al cuarto de libra con queso?

G: Lo sabía, pero ya no me acuerdo.

D: Ni yo tampoco, por eso preguntaba.

G: ¿Y si le preguntamos a Magdiel?

D: ¿Lo de que cómo le llaman en Francia al cuarto de libra con queso?

G: Nombre, lo de si se considera o no un poeta maldito.

D: Va pue.

G: Magdiel: ¿Sos un poeta maldito o no?

(Magdiel responde)

G: La verdad es que sí leí los textos de Magdiel contenidos en este libro. Quedé desconcertado. Le pregunté a Darío si sabía qué pedo y Darío me dijo que no sabía nada. ¿Sabés algo, Darío? Y Darío responde: nada, nada, nada.

D: ¿Se supone que trata de la locura?

G: Preguntémosle a él.

D: Magdiel…

G: No, esperate. Primero que hable Yorch, el de la boina, el poeta de las causas perdidas, tan perdidas que quiso ir a encontrarlas a un pueblito tico y lo único que encontró al parecer fue un disfraz de pirata. Porque Yorch dice en su blog sobre este libro lo siguiente: “Una de las más honestas reflexiones en la nueva poesía hondureña. Finalmente Tegucigalpa reencuentra su paso en la poesía con una clara sacudida de sus rémoras”. A ver, Yorch, el porqué de estas palabras.

(Yorch responde)

D: Bueno. Pero a mí no se me olvida lo que iba a preguntarle a Magdiel, así que aquí le va: Magdiel: ¿de qué putas trata este libro?

(Magdiel responde)

G: ¿Aclarado el asunto? Si no, pregúntenle ustedes algo, que para eso vino.

(Se esperan las preguntas del público)

D: Mejor que no pregunten nada y que traigan más cervezas.

G: Y que Magdiel empiece, por fin, a leer esos textos reflexivos.

D: Y que siga la fiesta, que para eso estamos aquí al fin y al cabo.

G: No sin antes…

D: No sin antes levantar estas botellas y brindar por…

G: Por Magdiel.

D: No.

G: Por el libro de Magdiel.

D: No.

G: ¿Por qué putas entonces?

D: Bueno, sí, por Magdiel, y por el libro de Magdiel, y por todos nosotros, los del dolce stil nuovo del malditismo poético nacional contemporáneo…

¡Salud!