miércoles, 31 de agosto de 2011

Vida en vilo

El poeta Roberto Sosa, sentado en un pupitre de la UNAH-VS, en diciembre de 2010. Fotografía de Gerardo Torres.

A tres meses de su fallecimiento, Roberto Sosa, el poeta que todos consideraban la voz de la conciencia social en Honduras, sigue reclamando la atención de los estudiosos de su obra. El jueves pasado sus familiares y amigos le rindieron un homenaje póstumo en la biblioteca de la UNAH-VS y hoy, Hernán Antonio Bermúdez, uno de los críticos literarios más importantes del país, le dedica un texto en el que rescata su voluntad férrea de escribir aún con todo en contra.
“El escritor no considera de ninguna manera su trabajo como un medio. Es un objetivo en sí; hasta tal punto (…) que brinda en sacrificio la ofrenda del trabajo y cuando hace falta, su propia existencia personal”. Carlos Marx.

No hay un autor que haya dejado un rastro más hondo en la literatura hondureña contemporánea que Roberto Sosa. Ante su ausencia definitiva, ese convencimiento no hace sino afianzarse. Como se sabe, su brillante carrera literaria se vio jalonada por premios y reconocimientos internacionales así como por la traducción de su obra a varios idiomas. Sin embargo, dentro del país no se le ha valorado en la dimensión que merece.
Si bien a un autor se le juzga precisamente por la obra que ha dejado, es necesario decir que Sosa asumió la profesión de escritor no como una actividad secundaria sino como un quehacer vital, es decir, convirtió la literatura en una forma de existencia.
En tal empeño supo combinar su implacable virtuosismo con el sarcasmo y la ironía que constituyen, según Robert Musil, una suerte de profilaxis contra la estupidez de la sociedad.
Se puede afirmar de Sosa lo que dijera Nicolás Guillén del cartagenero Luis Carlos López: “sus versos son los de un gran poeta, amargo, profundo, en quien el sarcasmo es arma ofensiva de superior eficacia”.
Por su parte, Milan Kundera nos recuerda que “la ironía irrita. No porque se burle o ataque, sino porque nos priva de certezas revelando el mundo como ambigüedad”.
No extraña, entonces, que la “sal dulce” (valga ese título oxímoron) de la poesía de Sosa nunca fuera del todo digerida ni su figura integrara el lánguido olimpo de las glorias locales. Es más, Sosa supo disponer los asuntos de tal manera que ni siquiera en ausencia pudieran tocarlo los helados reconocimientos del poder. En esto fue fiel hasta el final a su temple contestatario, ese riesgo que consiguió alejarlo del eterno sainete de la cultura oficial.
Por el contrario, el poeta degustó el habla popular. De allí sus poemas menos literarios y más coloquiales, y aun cuando emplee expresiones callejeras, la fuerza y economía de las formas enriquecen el ritmo de su poesía.
Según Marx, el escritor debe tener la posibilidad de ganarse la vida para poder existir y escribir, pero en modo alguno debe existir y escribir para ganarse la vida. Roberto Sosa tuvo que escribir para ganarse el sustento, e hizo la “travesía del desierto” a fuerza de azarosos menesteres literarios, de labores de editor de revistas, antologías y compilaciones, a menudo desde la “infinita discreción de la humildad”.
Conoció, en consecuencia, sinsabores, dificultades y mezquindades como pocos, y sintió el cerco de la barbarie. Tal es el desfiladero por el que transitan las escrituras de gran calado, que suelen desembocar en el aislamiento y la indiferencia de un ambiente hostil. Y es que, en definitiva, como lo ha demostrado Canetti, es en las palabras donde se encuentra la verdadera rebelión contra el orden establecido.
Que la obra de Roberto Sosa, tras su muerte, se hunda en el olvido o pierda su valor, resulta dudoso, incluso improbable. O, mejor aún, improbable, incluso imposible.
23 de agosto del 2011

jueves, 25 de agosto de 2011

Llegó La danta que hizo dugú!


Ya está en las librerías Liser y Caminante, de San Pedro Sula, Mundo Literario, de Tegucigalpa, y en Amazon.com (en formato kindle) el libro La danta que hizo dugú, de Mario Gallardo, el sexto título de mimalapalabra editores y el primero de su colección "Convergencias". En este libro se reúnen los relatos orales recopilados por el autor en la comunidad garífuna de Masca, al norte de Honduras, precedidos por un amplio estudio introductorio. Nuevamente Bayron Benítez, nuestro diagramador y diseñador, ha vuelto a sorprendernos con un libro físicamente exquisito, como nunca se había visto en la producción literaria de Honduras. A continuación, el relato "El burro y el zope", como entrada a este maravilloso mundo de la tradición oral garífuna de nuestro país:
Había un burro que estaba echado, listo ya para morirse. Pues vino el zope y daba vueltas caminando alrededor para ver si estaba vivo o estaba muerto el burro. Y también vino un gavilán y andaba detrás del zope, y los dos daban vuelta y vuelta alrededor del burro. Y entonces, como cuando uno ya se va a morir abre el culo (risas), pues los dos se fijaron que el burro ya tenía abierto ya su butute (ano). Y cuando el zope vió eso dijo: “Ese ya está muerto”. Entonces el gavilán le respondió: “Vivo”. “Muerto”, volvió a decir el zope. “Vivo, vivo”, dijo el gavilán.
Entonces el zope, que ya tiene ganas de comerse al burro, lo “jurgó” (picoteó). Y el burro no hizo nada de moverse, se quedó quietecito. Entonces el zope le fue metiendo la cabeza adentro del culo, porque allí la carne era más suavecita, y fue metiendo la cabeza y fue metiendo la cabeza… Y cuando ya estaba bien adentro, cuando el zope ya estaba jalando la tripa del burro, pues éste apretó el culo, se levantó y salió corriendo. Y detrás iba el gavilán diciendo “vivo, vivo”… (risas). Y el zope ya no pudo decir “muerto”, porque tenía toda la cabeza metida adentro del culo del burro. Bueno, y en eso el burro le da por tirarse “un gran pedo” y allá fue a caer el zope, bien bolo, todo lleno de mierda. Y el gavilán que se reía y se reía diciendo: “Jurgue, jurgue, el primero el ojo, el segundo el culo”. Por eso es que el zope si halla a un muerto lo primero que le puya son los ojos y hasta después se anima a hurgarle atrás, porque ya llevó una gran jodida.

El Consorcio

Mimalapalabra editores, Editorial Nagg y Nell, La Hermandad de la Uva, Grado Cero Cartonera y Ñ Editores se unieron para formar algo que han decidido llamar "Consorcio Editorial". Esto es algo que nunca se ha hecho en Honduras, país en donde todo está por escribirse siempre, así que resultará interesante ver las cosas que puedan hacer juntos estos sellos editoriales. Cada uno irá publicando algunos libros en varios géneros en el transcurso del año, así que prepárense, porque esto será la revolución editorial en Honduras.

viernes, 19 de agosto de 2011

Fallece Raúl Ruiz, director de Utopía


Raúl Ruiz flanqueado por Catherine Deneuve (izq.) y Emmanuelle Béart en Cannes, en 1999- ASSOCIATED PRESS.


Acabo de leer en El País la noticia de la muerte de Raúl Ruiz, el director de la hermosa película hondureña Utopía, en la que actúan, entre otros, Eduardo Bähr y Armando García.

martes, 9 de agosto de 2011

El partido de la muerte


Los jugadores del Start -con camiseta oscura- y los del Flakelf posan juntos después del segundo partido que los enfrentó, el 9 de agosto de 1942.
Recuerdo una historia parecida a ésta en una película en la que aparecían, entre otros, Silvester Stallone, Pelé y Michael Caine. ¿Estará hablándonos Juan Villoro en este texto acerca de los hechos que la inspiraron? La nota es de El País:
En 1942, durante la ocupación nazi de Kiev, los antiguos miembros del equipo Dínamo trabajaban en la Panadería 3.
En verano ocurrió uno de esos milagros que el sol trae en los países fríos: se volvió a jugar fútbol. Los panaderos comunistas formaron el equipo Start. Golearon a un par de escuadras ucranias y a un equipo húngaro.
El 28 de julio Stalin promulgó la Orden 227, que se resumía en cuatro palabras: "Ni un paso atrás". La tensión aumentaba en Kiev cuando el Start enfrentó a un equipo alemán, el Flakelf.
Los ucranios cumplieron en el campo la Orden 227: ganaron 5-1. El deporte era un eje decisivo de la ideología nazi. En 1936, cuando Noruega derrotó a Alemania en la Olimpiadas de Berlín, Goebbels escribió en su diario: "100.000 personas abandonaron el estadio deprimidas. Ganar un partido puede ser más importante que conquistar algún pueblo en el este". El Flakelf exigió la revancha.
El segundo juego se celebró el 9 de agosto. El árbitro era miembro de las SS y el equipo alemán recibió refuerzos (no se trataba de cracks, pero sí de aviadores mejor alimentados).
Antes del partido, el árbitro visitó a los ucranianos y pidió que al salir a la cancha hicieran el saludo nazi. Sobrevino una polémica que llevó a la típica conclusión de izquierdas: la discrepancia. Sin embargo, cuando el Flakelf gritó "Heil Hitler!", en forma espontánea, los panaderos exclamaron: "FizcultHura!" ("¡Viva el deporte!", lema de los equipos soviéticos).
El Start jugaba con camiseta roja porque no tenía otra. El accidente cromático contribuyó a la rivalidad. El árbitro toleró el juego rudo de los alemanes como si sus patadas fuerzan permitidas por el Convenio de Ginebra. Aun así, el primer tiempo terminó 3-1 a favor del Start.
En el medio tiempo, un oficial les advirtió de las consecuencias de ganar. Esta vez la unanimidad en el vestuario fue instantánea: el partido terminó 5-3 para los ucranios.
Durante décadas se ignoró lo que pasó después. Una leyenda aseguraba que los futbolistas habían sido fusilados. La tragedia tuvo otro signo: un jugador fue torturado hasta la muerte y los demás fueron llevados al campo de concentración de Siretz.
En cautiverio, los panaderos de Kiev recibieron una ración de 150 gramos de hogaza al día. El 24 de febrero, el comandante del campo enfrentó la nieve y la hambruna con una aritmética de delirio: uno de cada tres presidiarios fue liquidado. Tres miembros del Start cayeron ese día.
Cuando el Ejército Rojo recuperó Kiev en noviembre, la población había descendido de 400.000 habitantes a 80.000. El alivio fue relativo para los jugadores. En un ambiente paranoico fueron vistos como colaboracionistas. El primer reportaje sobre el tema se publicó en 1959.
La gran jugada del "partido de la muerte" no fue un gol. Alexei Klimenko sorteó a la defensa del Flakelf y llegó a la línea de cal. En vez de empujar el balón a las redes, lo pateó al centro del campo.
Los nazis no soportaron ese gol fallado adrede. Acaso por ello, el más joven del equipo fue uno de los tres que murió en Siretz, con un tiro tras la oreja.
Klimenko hizo la jugada más valiente en la historia del fútbol. Solo ante la portería, demostró a sus verdugos que no era como ellos: les perdonó.

miércoles, 3 de agosto de 2011

O’Henry en tierras catrachas


Para quienes creían ya olvidada nuestra sección "El discreto encanto de la H", en la que recogemos todas las citas sobre nuestra Honduras que vamos encontrando en los libros y en internet, aquí les va la última. Se trata de un libro que publicará en septiembre el escritor José Ovejero con la editorial Alfaguara. El libro se titula Escritores delincuentes y en él Ovejero comentará el caso de varios escritores que fueron encarcelados. Pero vamos a lo que nos compete: el caso de O’Henry en tierras catrachas, adelantado por Nuria Azancot para El Cultural (y encontrado en el blog Moleskine Literario):
A veces los escritores-delincuentes tienen mucho cuento, y se convierten, como en el caso de O’Henry, en maestros del género tras su paso por la prisión. Su verdadero nombre era William Sydney Porter (1862-1910) y simultaneaba su trabajo en el First National Bank con el alcohol, sus escritos en un semanario humorístico llamado The Rolling Stone, y una desdichada vida familiar. Acusado en 1895 de desfalco, no ayudó mucho a sus defensores al huir en julio de 1896 rumbo a Honduras. La noticia de que su mujer estaba agonizando le hizo regresar a Estados Unidos, donde fue juzgado y condenado a cinco años de cárcel, aunque sólo cumplió tres por buena conducta: mientras, escribía los relatos a los que debe su fama.

lunes, 1 de agosto de 2011

Así murió un chino

Escena de la película El complot mongol.

El texto que sigue es el inicio de la novela policiaca La melancolía del karateca, obra de un autor de la costa norte hondureña que, por ahora, prefiere ocultar su identidad bajo el seudónimo Gualberto Posadas. El personaje, Antúnez, es un detective sampedrano que decidió serlo luego de ver la película mexicana El complot mongol en el cine Lux del barrio Medina, lugar en el que vive y por el que se mueve buscando pistas en la década de los 80. Un día recibe una visita que se traduce en oferta de trabajo: la búsqueda de un chino muerto, y desde entonces empieza su aventura.
El detective privado Francisco Antúnez estaba seguro de que todo le ocurría intempestivamente. Se sentía viejo, sabio y lento y le habían pasado mil cabronadas y por eso no tenía duda de que era lo bastante jugado para decidir que todas las cosas le sucedían cuando menos las esperaba.
Siempre que pensaba en eso recordaba el día de 1979 en que decidió convertirse en detective después de ver la película mexicana El complot mongol, con Pedro Armendáriz y Blanca Guerra, en una tanda nocturna del cine Lux. La decisión fue tan intempestiva y lo tomó tan de sorpresa como todo en su vida. Ese día, Antúnez había terminado de mercar incienso y jabones Don Simón con sus prospectos reglamentarios y folletones ilustrados con oraciones infalibles contra las malas influencias y para conseguir el éxito en el amor y los negocios en un puesto de santeros del mercado Rápido y al salir de su trabajo se encontró en la sexta calle, bajo el sol purpúreo, con dinero suficiente para hacer una de tres cosas: visitar a una de sus tres putas predilectas en los cumajones, comer pollo, tajadas de guineo verde fritas y rodajas de chile jalapeño en el puesto de doña Meche o ir al cine a imaginarse que era Jimmy Wang Yu en La guillotina voladora o Charles Bronson en Los caballos de Valdez. Había una cuarta posibilidad que era, en realidad, una especie de combinación de las primeras tres: cambiar sus novelitas Bruguera de vaqueros, espías y monstruos en la librería de don Quintín, comprar pollo para llevar y comer en su cuarto, mientras leía a Clark Carrados o Keith Luger, y levantarse de vez en cuando para estar pendiente del momento en que su vecina saldría del único baño de la cuartería con una toalla apretada contra las tetas. No tenía hambre y, aunque en esa época aún podía considerarse joven, sentía que por algún motivo todavía indeterminado se le habían quitado las ganas de hacer el amor. Sólo le quedaba el cine. Se entretuvo caminando por las anchas calles del barrio Medina, donde había nacido treinta y dos años antes, se dio el lujo de comprar mango verde con chile, sal y pimienta y un paquete de Royales y se fumó cuatro puchos sentado sobre una pila de ladrillos frente a un taller mecánico. A las seis y media se fue al cine, pagó su boleto, contó el dinero que le quedaba, calculó si era suficiente para comprar una coca-cola y churros, decidió que ya había gastado más que suficiente, se emocionó mirando los carteles de películas mexicanas y chinas y entró a tiempo para ver las extras. Se acomodó en el asiento de madera, vio a su alrededor en busca de algún conocido y no encontró a nadie. Mejor. No le gustaba que uno de los vagos del mercado lo interrumpiera cuando se divertía. Apoyó las suelas de los tenis en el asiento de enfrente y miró las aspas de los enormes ventiladores y el techo desde cuyos agujeros algún murciélago ensayaba un vuelo siniestro y fantaseó, como tantas otras veces, que uno de los ventiladores se desprendía y les partía el cráneo a los espectadores. Exhibían dos películas. Primero pasaban El complot mongol y después La furia del dragón, con Bruce Lee. Cuando el Mico le había contado que exhibían ese doblete en el Lux, Antúnez creyó que se trataba de dos cintas chinas y se alegró porque le gustaba el gran arte. Pero el comienzo de El complot mongol lo inquietó. La película mostró que era una mexicanada desde que aparecieron los títulos con los nombres de los actores. Se sintió mejor al recordar que de hecho le encantaban las mexicanadas, aunque en el fondo de su mente, mientras miraba a Pedro Armendáriz hijo enfrentándose a matones asiáticos y a Blanca Guerra con un maquillaje de china que no ocupaba porque sin él ya parecía más nativa de Hong Kong que el mismo Wang Yu, siguió sintiéndose ligeramente estafado. Cuando pusieron el rótulo FIN, Antúnez estaba tan extasiado que tomó la decisión de hacerse detective. Esa determinación fue tan intempestiva como la que lo había alejado de la casa de sus padres en el litoral o como la que lo llevaba de un trabajo a otro, cada uno peor pagado que el anterior, algunos increíblemente peligrosos y otros, decididamente anestésicos.
De esa manera comenzó todo.