domingo, 7 de noviembre de 2010

Opiniones contundentes (de Mal-herido)


¿Aún no han curioseado por el blog Lector Mal-herido, que aparece enlazado aquí abajo, en la columna de la derecha de este blog? Échenle un ojo, probables eternos resentidos y ofendidos de H que repiten hasta el cansancio aquello de "crítica constructiva o crítica destructiva", para que aprendan un poquito. La cosa es que, según este artículo de Rafael Reig en ABCD..., una editorial española acaba de publicar una selección de las papadas cagadas de la risa que escribe Juan Mal-herido, el autor del blog mencionado:
La editorial Melusina acaba de publicar Vida y opiniones de Juan Mal-herido en una edición al cuidado de Alberto Olmos. En los mentideros corre el rumor de que Juan Mal-herido es el propio Olmos. Me niego a creerlo. Olmos es uno de los escritores jóvenes más consolidados, recién elegido por la revista Granta en español: ¿iba a echar a perder sus Grantas Esperanzas sólo por darse el gustazo de escribir lo que piensa?

El tal Juan Mal-herido mantiene un blog que visitan 150.000 usuarios únicos al año (¡ya quisiera Olmos!) y allí expone sus opiniones sobre literatura. Este libro (imprescindible) es una selección de los disparates del Mal-herido y admito que, leyéndolo en un vagón de metro, me reía a carcajadas. Como sugiere Olmos, lo más verosímil es que Mal-herido sea (por lo menos) francés: en España no hay gentuza de su calaña. Aquí nadie es machista, nadie es xenófobo, nadie quiere hacerse rico, nadie siente envidia y nadie, nunca, ha tenido un mal pensamiento. «Hay que entender», explica Olmos, «que en España no es de sentido común escribir sin ser una buena persona» y los libros que «incluyen sexo explícito y provocación gratuita están todos traducidos del francés.» El español y la española, cuando escriben, escriben de verdad, y a ninguno le interesa escribir por frivolidad: «Aquí hay que hacer películas protagonizadas por mujeres extraordinarias y escribir novelas sobre la Guerra Civil en las que los republicanos sean todos maestros amorosos: nada de borrones, nada de incursiones en oscuridades que nos retraten, nada de vida verdadera. Cosmética, ¡y premios!». Por tanto, Mal-herido y Olmos no pueden ser la misma persona, ya que Mal-herido, a la fuerza, ha de ser francés, ¡y me consta que Olmos es de Segovia!

Un francés como Mal-herido es indispensable en el panorama crítico español, porque, como dice Olmos, «a lo mejor el peligro no es opinar, sino estar todos de acuerdo».

Siempre he dicho que, para pensar, hay que arriesgarse a no tener razón. Nadie en España quiere correr tanto peligro y, por eso, no logramos sacar la cabeza del corralito de lo obvio, esa cochiquera en la que hozamos complacidos. Aquí nadie se atreve a decir algo con lo que se pueda no estar de acuerdo. Al contrario, sólo se permite hablar de aquello que no admita discusión: que la guerra es mala, que hay que proteger al planeta, que la lluvia moja o que los puñetazos duelen. Éste es un ademán totalitario, ya que, si nuestro interlocutor no tiene más remedio que estar de acuerdo, entonces hablamos sólo para evitar el pensamiento (esa funesta manía). En el fondo, lo que se pretende es borrar al otro, que no responda. ¿Qué se puede contestar, por ejemplo, a las simplezas babeantes que van empapando al Quijote? Nada. O sólo que sí, que vale, que lo que usted diga. ¿Quién en su sano juicio podría contradecir las lindezas que han ido soltando los ganadores del Premio Quijote (y lo que nos queda)? Nadie o, como mucho, algún maldito francés. Recuerdo, por ejemplo, haber leído que el Quijote es un libro sin sentido de la proporción, con una arquitectura narrativa débil (sobre todo el de 1605) o de una crueldad repelente. Pero, ¡faltaría más!, eso no se lo he oído decir a Vargas Llosa, ni a Carlos Fuentes, ni a Juan Goytisolo: ellos sólo han dicho cosas a las que nadie pueda oponerse. Gracias a Dios, las barbaridades las han dicho extranjeros, rusos inclusive (como Nabokov): aquí somos todos decentes y de Segovia, acostumbrados a mostrar adhesión inquebrantable.

El que saca los pies del plato, el que se arriesga a no tener razón, deja un espacio para el otro, admite un interlocutor. Aquí nos va más el pensamiento totalitario, es decir, la extinción del pensamiento (y del riesgo de no llevar razón) en favor del lugar seguro y protegido: ese lugar común con el que sólo se puede estar de acuerdo. ¿Se trata de Cervantes? Pues venga: libertad, tolerancia, diversidad, igualdad? Algo que elimine de un plumazo el derecho a réplica. ¿Quién podría no ser partidario de la libertad, la tolerancia, etc.? Sólo un francés, sin duda.

El Mal-herido dice barbaridades y nos hace reír, pero nos obliga a pensar, a replicar, a no estar de acuerdo. Es un tipo que cree que Hemingway es un palurdo pretencioso, que Carmen Laforet aburre a las ovejas o que Luis Martín-Santos es incapaz de escribir en español. Cita a Martín-Santos: «Andando sobre las piernas de su cuerpo», y comenta: «¡No va a ser sobre las piernas del cuerpo de Cristo!»; cita «ella delante, cogiendo con la mano el cuerpo de él» y comenta: «¡Qué manos tan grandes tiene tu novia! Y qué construcción gramatical. ¡No la entiendo! ¿Es que la novia ha empuñado al novio?». Es un tipo que detesta las novelas escritas por mujeres, que pone a Borges de vuelta y media, que dice que Kaf-

ka le dijo a Max Brod: ¡quema mis escritos, que los va a leer Vila-Matas!, o que afirma que la opinión de Vicente Verdú sobre las mujeres es idéntica a la de «Espartaco Santoni, Julio Iglesias y tantas otras mentes progresistas».

Seamos sinceros, ¿quién se cree que el Mal-herido sea Olmos? Olmos es de Segovia y, por consiguiente, más honrado que una lata de sardinas. El Mal-herido, oxígeno puro a carcajadas, tendrá que ser como mínimo francés.

Dos veces París


Puente Mirabeau.
El colombiano Santiago Gamboa nos trae, desde El Espectador, este recuerdo de sus dos veces en París: 
He vivido ya dos veces en París, sumando entre ambas diez años, y una de las cosas que comprendí es que jamás volveré a hacerlo, aunque siempre tenga que volver y, en ocasiones como la de esta semana, con mucha honra y junto a una docena de escritores colombianos para participar en Les Belles Etrangères, el más importante festival literario de Francia, que en 2010 tiene como invitado a Colombia.

La primera vez llegué con una mano delante y otra atrás, un maletín y un número de teléfono, y sobre todo el furioso deseo de convertirme en escritor. Era el inicio de los años noventa. Venía siguiendo la huella de grandes latinoamericanos como Cortázar, Vargas Llosa o García Márquez. Pero cuando llegué ya todos se habían ido. O casi todos. Sólo quedaban el peruano Julio Ramón Ribeyro y el cubano Severo Sarduy. La novela en la que narro algunas peripecias de esos años alocados comienza con la siguiente frase: “Por esa época la vida no me sonreía”. Y era verdad. Me sentía profundamente desdichado. Las dificultades de la vida parisina me llevaron al límite, pero ese límite, recordado hoy, fue una verdadera escuela. Tal vez una escuela militar, pero escuela al fin y al cabo. Yo venía de Madrid, que era un gigantesco bar. Un poco de disciplina no venía mal.

La segunda vez llegué como diplomático, a la Unesco, es decir, que tenía un sueldo y disfrutaba de ciertas canonjías. Creí que todo sería diferente y que, de algún modo, llegaba la revancha, pero no fue así. Si a principios de los noventa los propietarios de apartamentos me colgaban el teléfono por ser colombiano —peligrosa modalidad de “extranjero”—, en 2006 me colgaban por ser diplomático. ¿Se volvieron locos?, pregunté, y me respondieron: no, lo que pasa es que los diplomáticos tienen inmunidad y no se les puede hacer juicio de expulsión. Me quedé de piedra. Sólo una marca de carros les vendía a crédito a diplomáticos y casi era mejor no tener, pues por la calle les hacían rayones. ¿Y por qué?, pregunté de nuevo, aterrado. Porque odian que otros tengan privilegios. De nuevo tuve problemas, aunque fue menos novelesco. A pesar de las dificultades conseguí un apartamento cómodo frente al Sena, a la altura del puente Mirabeau. Cómodo para los niveles parisinos, se entiende, pues igual tenía unos baños tremebundos y ese color amarillento en las paredes que transmite al espíritu una helada sensación de dejadez y avaricia.

Ah, París. En mi primera visita recorrí a pie, a medianoche, desde Notre Dame hasta el Arco de Triunfo, dándome un empacho de urbanismo, cultura y arquitectura. Luego, siempre con los libros de Cortázar por delante, conocí la Place Furstenberg, que aparece en "El perseguidor", y la Place des Vosges, con la casa de Victor Hugo, y por supuesto la Place de la Contrescarpe, tan mencionada por Bryce Echenique, vecina de los lugares en los que vivieron Hemingway y James Joyce. Recuerdo que leía las placas de los edificios recordando a Verlaine, a Joseph Roth, y me llenaba de emoción, pues me decía: estos escritores se ganaron su reconocimiento a pulso, escribiendo y escribiendo, contra toda esperanza. Y esa fue para mí, junto a la dificultad y el frío y la nostalgia, la mejor de todas las escuelas literarias.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Fracasa otra vez

En cuanto a la vida literaria, ésta en esencia es enredo de tedios, rencores, lucha de vanidades y trasvase de venganzas. Lo dice Enrique Vila-Matas, en Babelia, en un artículo que habla sobre el fracaso del escritor:
Hace tres años, recibí una invitación a participar en un congreso literario sobre el Fracaso. La gentil propuesta llegó desde la Universidad suiza de Saint-Gallen. No es desde luego la clase de invitaciones que los escritores reciben normalmente y, sin embargo, pocas cosas parecen tan íntimamente vinculadas como fracaso y literatura. Tal vez por eso, porque en realidad lo raro era que la invitación no me hubiera llegado antes, leí la carta de Saint-Gallen con la más absoluta flema, como si hubiera sabido desde siempre que un día la recibiría. No moví ni un músculo de la cara. Sólo una duda: ponerme la máscara de fracasado o continuar llevando mi vida normal de fracasado. Después descubrí que, por causas ineludibles, no podría acudir al congreso y así lo comuniqué a Yvette Sánchez, catedrática de Lenguas Romances en Saint-Gallen y organizadora del encuentro.

En Nueva York, por los mismos días, Sergio Chejfec recibía también la invitación para el congreso. Bromeó con los amigos, pero poco a poco fue quedándole "el gusto amargo de no sólo haber ofrecido, sino también blandido, un flanco débil. Como decía Borges, uno puede pensar que cuando se ríe o habla mal de sí mismo lo hace en broma y para acercarse a los otros, pero los demás lo toman a uno muy en serio".

El año pasado se publicó el libro Poéticas del fracaso, que contenía las ponencias del Congreso y así pude por fin enterarme de lo que acerca de ese tema dijeron allí escritores admirados, Vidal-Folch y Chejfec entre otros. "Un tema, cuya brutal y siempre humillante esencia, con espacio propio en la literatura de todos los tiempos, se neutraliza estéticamente en dicho arte", escribe Yvette Sánchez en el prólogo del libro. Como sea que últimamente el tema me atrae con fuerza, la semana pasada rescaté Poéticas del fracaso y acabé releyéndome el libro de cabo a rabo, al tiempo que me adentraba, en fascinante lectura paralela, en el número 4 de la revista mexicana Número 0, con su monográfico en clave literaria sobre la Fama, es decir, sobre el éxito, el aguerrido envés de la derrota.

En Poéticas del fracaso hay textos de Dorian Occhiuzzi, Ignacio Vidal-Folch (cuatro agudas piezas breves), Ottmar Ette, Ana Merino (una bella aproximación a cómo abordaron los dramas infantiles Buñuel, Julio Ramón Ribeyro y el pintor Berni; especialmente interesante el caso de Ribeyro, que buscó la esencia del ser humano desde la misma marginalidad frágil creando una poética dolorosa, portadora de una inevitable derrota), David Freudenthal, Roland Spiller (que habla del "fracaso con éxito" de Roberto Bolaño).

¿Se "neutraliza estéticamente" el fracaso en la literatura? Desde luego sobra gente que haya querido situarse en la vaga estela de los artistas románticos para que su previsible desengaño en la vida les resultara más suave. En el prólogo a Poéticas del fracaso Yvette Sánchez cita a Beckett, pero no al que dijera ciertas palabras memorables ("Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor"), sino al que declaró que los artistas se hallan en una posición privilegiada para fracasar donde los demás no se atreverían a hacerlo y lograr así crear obras de arte "auténticas", que carecerían de sentido, si no contuvieran el fracaso en su propia esencia.

Sin embargo, todo indica que esa posición de la que hablaba Beckett ha dejado de ser tan privilegiada. Porque hasta no hace mucho las grandes derrotas literarias tenían prestigio, pero últimamente, en pleno apogeo del culto al éxito, el fracaso ha pasado a ser simplemente un puro y duro fracaso; es más, para cualquier escritor actual es una amenaza permanente, incluso ya desde su primer libro. Antes, al menos, al fracaso le dejaban ser, por ejemplo, una paranoia recurrente. Me acuerdo de Italo Calvino, que cada vez que sacaba un libro temía que los reseñistas lo fumigaran y escrutaba el horizonte con miedo de ver aparecer el escuadrón de salvajes que aullaría en su contra y pediría que le arrancaran el cuero cabelludo. Y también me acuerdo de escritores sin otras conexiones con el fracaso que la de vivir feliz y permanentemente en él. Onetti, por ejemplo, con su galería de personajes inmersos en el universo quieto de la derrota. Y el pobre Felisberto Hernández, gran fracasado que hacía que fracasaran hasta sus mejores cuentos, historias como Nadie encendía las lámparas, donde hundía las expectativas del lector escamoteándole el final, permitiendo que el abrupto desenlace quedara ahí flotando, en suspenso.

No hace nada descubrí, gracias al comentario de un amigo, que mi imposibilidad de encarnar la literatura me ha condenado a un exilio perpetuo. Me gustó mucho en un primer momento su frase, quizás porque juzgué elegante que me sucediera algo así. Pero pronto la condena a perpetuidad me fue dejando en un penoso estado de ánimo, del que sólo me recuperé cuando vi que mi desgracia era compartible. ¿O no ha dejado de ser el fracaso un tema narrativo para ser sinónimo de la literatura en general?

En su ponencia de Saint-Gallen dedicó Chejfec unas interesantes líneas a 'Escritor fracasado', de Roberto Arlt, cuento incluido en El jorobadito, seguramente un relato esencial (junto con El divino fracaso de Rafael Cansinos Assens) de toda poética de la derrota literaria. Narra la historia de alguien que advierte muy temprano, poco después de los 20 años y tras su primer libro, obviamente prometedor, que carece de talento. Desde entonces, el resto de su carrera se lo pasa conspirando contra las señales que ponen de manifiesto esa condición. Escritor fracasado puede ser leído como un manual de tácticas literarias para la supervivencia en el medio gremial. Y, según como se lea, ofrece pistas, además, para comprender mejor por qué el medio literario español tiene una plantilla tan completa de fumigadores.

"¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita?", escribe Arlt. Muchos años después, en la misma Argentina, César Aira cerraba así un diálogo con Graciela Speranza: "Tal vez se trate de una resignación: resignarse a ser escritor y seguir escribiendo".

Veo horrible escribir para total acabar logrando, con suerte, algún feliz hallazgo literario, siempre negado por los demás, que para compensar su mezquindad esperarán al funeral para darte un estúpido aplauso cerrado. En cuanto a la vida literaria, ésta en esencia es enredo de tedios, rencores, lucha de vanidades y trasvase de venganzas. Entrar en esa vida equivale a caer en el derrotero mismo de la derrota. En cualquier caso, el auténtico verdadero gran fracaso del escritor, aquel que alcanza a tantos, llega siempre con puntualidad, generalmente muy temprana. Es un fiasco doloroso, íntimo. Llega cuando no podemos reproducir con fidelidad lo que acabamos de pensar y querríamos haber escrito. Llega cuando comprendemos que no hemos podido ser fieles a la ambiciosa idea que nos habíamos propuesto al comenzar un libro o un artículo. Son fracasos que a veces, por prudencia (surgen los enemigos como hongos), se silencian. Querríamos que nuestros libros y artículos contuvieran la verdad de nosotros, o por lo menos la parte de esta que puede ser transmitida mediante el lenguaje. Pero escribir sabe a traición. Ese fracaso lo conocen todos los escritores serios. Como conocen también otro, de matiz no menos trágico, una clase de desastre que podríamos habernos ahorrado de no ser porque existe la literatura. Llega cuando comenzamos a envidiar a los personajes de las grandes novelas, tan correctos ellos, tan sólidos, tan bien explicados, aunque no sean más corpóreos que el vuelo de un alma. En cambio nosotros, aun estando inscritos en los registros de nuestra parroquia, cuanto más nos ilusionamos con la idea de estar vivos, más vemos que tendemos a borrarnos. Este drama nos sitúa precisamente en la curva principal del derrotero de los fracasos sin fin. O con fin. De hecho, el fin es otro fracaso.

Poéticas del fracaso. Yvette Sánchez / Roland Spiller (editores). Narr (Frankfurter Studien zu Iberoromania und Frankophonie, 1). Tübingen, 2009. 2009. Revista Número 0. Número 4. Fama. Editorial Almadía. México, 2010. El jorobadito. Roberto Arlt. Losada, Buenos Aires, 2006. El divino fracaso. Rafael Cansinos Assens. Valdemar. Madrid, 2002.