lunes, 29 de septiembre de 2008

El acto más absurdo

Dibujo de Witold Orzechowski

La primera vez que me maté lo hice para aturdir a mi querida. Esta virtuosa criatura se había negado bruscamente, cediendo al remordimiento –según decía-, a acostarse conmigo, a engañar a su amante, su jefe de oficina. No sé muy bien si yo la amaba; sospecho que quince días de separación habrían disminuido de manera notable la necesidad que de ella sentía. Pero su rechazo me exasperó. ¿Cómo atraparla? ¿Ya he dicho que ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para aturdir a mi querida. Perdóneseme este suicidio en consideración a mi extremada juventud por la época de semejante aventura.
La segunda vez que me maté lo hice por pereza. Pobre, con un horror prematuro por toda ocupación, un día me maté sin convicción alguna, tal como había vivido. No fue una muerte demasiado rigurosa, a juzgar por la floreciente catadura que hoy tengo.
La tercera vez… Voy a eximirlos del relato de mis otros suicidios, siempre que consientan ustedes en escuchar éste: acababa de acostarme, después de una velada en la que mi hastío no había sido, ciertamente, más asediante que las demás noches, y tomé la decisión y, al mismo tiempo –lo recuerdo con precisión absoluta-, articulé la única razón para hacerlo. Y ahí mismo, ¡zas!, me levanté y fui en busca de la única arma que había en la casa, un pequeño revólver adquirido por uno de mis abuelos y cargado con balas igualmente viejas (en seguida veremos por qué insisto en este detalle). Acostado desnudo en mi cama, desnudo me hallaba en mi habitación. Hacía frío. Me apresuré en sumergirme bajo las mantas. Había armado el gatillo y sentí el frío del acero en mi boca. Parece verosímil que en aquel momento haya sentido latir mi corazón, tal como lo sentía al oír el silbido de un obús antes de estallar, como en presencia de lo irreparable aún no consumado. Oprimí el disparador, el percutor cayó, pero el balazo no se produjo. Entonces deposité el arma en una mesita, probablemente riéndome con alguna nerviosidad. Diez minutos más tarde, dormía. Creo que acabo de hacer una observación algo importante, tanto que… ¡naturalmente! Va de suyo que ni por un instante pensé en un segundo disparo. Lo que interesaba era haber adoptado la decisión de morir, no que yo muriese.
El tedio y un hombre al que no se le escatiman tedios encuentran quizás en el suicidio la consumación del más desinteresado gesto, ¡siempre que no sienta curiosidad por la muerte! No sé en absoluto cuándo ni cómo he podido llegar a pensar así, lo cual, por lo demás, no me fastidia. Pero de ahí, sin embargo, el acto más absurdo, y la fantasía en su frente, y la desenvoltura más lejana que el sueño, y el más puro compromiso.
De Littérature, diciembre de 1920.
Jacques Rigaut
Traducción de Hugo Acevedo

domingo, 28 de septiembre de 2008

Las citas literarias

Plenamente de acuerdo con Savater cuando dice que los maniáticos anticitas están abocados a los destinos menos deseables para un escritor: el casticismo y la ocurrencia, es decir, las dos peores variantes del tópico. Citar es respirar literatura para no ahogarse entre los tópicos castizos y ocurrentes que le vienen a uno a la pluma cuando se empeña en esa vulgaridad suprema de "no deberle nada a nadie". Y es que, en el fondo, quien no cita no hace más que repetir pero sin saberlo ni elegirlo.
Dietario voluble, Enrique Vila-Matas.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Las lecciones especulares de las telarañas

Infrarrealistas en México.
Arriba: Rosas, Santiago, Méndez y Bolaño. Abajo: Rubén, Dina, Lupita y José Feguero.

Leamos un ensayo sobre el Bolaño poeta que nos llega desde Uruguay y que acaba de aparecer publicado en la revista catalana "El llop ferotge". Un recorrido por la vida del poeta, desde sus tempranos años de México, pero también por sus lecturas, por los homenajes que hace a sus autores favoritos y por su particular manera de acercarse a lo poético, que no era otra que desde el trampolín de esas lecturas

Por Ignacio Bajter
¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
—En que está allí, esperando la muerte.
A. Griffin, Pesanervios apócrifos leídos por Poe
El silencio de la poesía de Roberto Bolaño no fue el del viaje al África sino el del escritorio. En una entrevista de 2001 dijo al pasar que tenía en el cajón miles de poemas inéditos. Era valiente y sedicioso anunciarlo cuando los poetas del español —o juglares de la horda, juglares heridos dentro del escritorio en que durmió un extraño cuervo—, publicaban hasta lo inacabado. Tras la muerte de Bolaño se dieron a conocer sus poemas. La poesía, como la sabiduría, parece vagar póstuma en el odre del que pocos beben. Antes había publicado escasamente en revistas artesanales, minoritarias, a veces fotocopiadas, siempre sacrificiales. Revistas que nunca comulgarían con Neruda y Octavio Paz, y mucho menos con sus variantes de bolsillo: éste es el gesto de denostación crítica contra una época. Lentamente crecía la horda y su copia de copias, mientras Bolaño sobrevivía leyendo y amontonando cuadernos casi secretos. Un latinoamericano en tierra de nadie escribe poemas para quitarse de la efímera destrucción. Un lector despiadado, un poeta en llamas, algo feliz, algo hambriento, un escritor sin esperanzas.
Es conocido que su obra narrativa atacó a la nobleza y sus logogrifos, pero una vez abierto el cajón de los poemas se abrió el camino y el nombre que se ignoraba, la entrada al sueño innombrable, y así se clausuró y se mutiló una forma de la lírica y la política, de los sueños frágiles. Los manuscritos publicados póstumamente llevan consigo el aliento de los cuentos y las novelas con las que el poeta de la resistencia se impuso a sus lectores, a los panegiristas y a los enemigos. Lo que en el poema es una secuencia mínima será en la narrativa un desplazamiento sagaz. En La Universidad Desconocida pasa la vida de Bolaño, sostenida en la escritura de poemas. No puede existir Bolaño sin poesía: Bolaño es el poeta. Le bastaban dos líneas para cristalizar el sentido lanzándose al leproso centro del texto en una nave heliocéntrica. Una vez que alcanzada la entrevisión tiraba de un hilo (o relato) que pudo no haber tenido fin. Tirar del hilo: batallas por pesetas: el precio de la civilidad proletaria. En caso de haber tenido la suerte de Bioy Casares, que vivió de rentas, le hubiese alcanzado una novela de Walpole sobre la litera y la escritura del poema destinado a ser árbol inútil en medio del desierto. El árbol que sirve para hacer un escritorio.
La voz de la poesía de Bolaño suele hablar desde una sala de lectura. Una sala abierta y móvil —intuía el espacio como paradoja. Y los poemas que allí escribe también se leen como artefactos malditos para triturar el paisaje de las letras. La voz pasa de la iluminación al grito contra los logogrifos y luego al silencio y la desaparición como gesto, la nada, la indiferencia, la percepción de la mortalidad. Sigue el camino de Rimbaud, de Baudelaire, de Tzara. Recorre la literatura por los pasillos mal iluminados, los pasillos reservados a los que ven en la oscuridad. (Su sala de lectura tiene forma de laberinto en un desierto ubicuo al atardecer). Bolaño es un lector con dones oscuros. Tomando las lecciones de Stevenson, escribió: “Leer es aprender a morir, pero también es aprender a ser feliz, a ser valiente”. Y leyó y cruzó cementerios en forma de poemas y vivió a la manera de Arquíloco, del que decía que su épica había sido dedicarse a salvar su vida —escribiendo canciones apoyado en su lanza. Así es como su permanencia en la “Mente Desalojada” levanta lápidas.
En sus viajes por América, Europa y África pasea “Con los hombres concretos y los hombres subjetivos / y los buscados por la ley”, los afiliados a la universidad desconocida o Infierno o infierno pedagógico, salvajes enciclopedistas o bien antienciclopedistas. Se encuentra continuamente con amigos —poetas fantasmas, detectives y pandilleros que se encargan de desorientar a la policía y en este sentido su legión de ciudadanos de Troya, que deben arremeter contra el corazón vacío del caballo, es fiel a Parra. La universidad desconocida es el territorio fugaz del riesgo y la valentía, es la sede de salas cinéticas que propician una poesía cinética que se oculta en el lento escritorio. Bolaño habita metáforas y crea imágenes caleidoscópicas. Es de los pocos escritores conocidos en follar con Anaïs Nin y Carson McCullers, las mujeres dolientes, para así evitar el spleen y la soledad en Barcelona; a su vez las imágenes componen imágenes, como en el poema que cita una carta de Mario Santiago que a su vez cita un movimiento del cielo hacia lo indefinible. Bolaño vive como poeta y busca el paisaje fantástico de La invención de Morel para poder dormir.
Desde 1978 su poética va de Borges a Rimbaud —de los anaqueles de una biblioteca a la lectura al borde del acantilado, de la imagen del precipicio a la caída o viaje final. Esa visión acaba como una sentencia: “La sabiduría consiste en mantener los ojos abiertos / durante la caída”. Borges permanece como la entrada lateral a un sótano, como la búsqueda de la página perdida que abre un universo, del signo borrado visto a trasluz. Bolaño escribe sobre una página que la memoria ha dejado en blanco, que el tiempo llevó a la fosa, la página de los espejos encantados que reflejan poetas: traductor de los franceses que nadie leyó, devoto de los peruanos que alternaron la literatura con la miseria y de los decimonónicos que se colgaron de un farol por nada en apariencia, de los que se ocultaron tras una antología, de los que se perdieron para siempre. Y escribe sus descensos que conviven con Mario Santiago, Efraín Huerta, Teófilo Cid, El Monje, Fitche, Auden, Pascal, Guiraut de Bornelh, Alfred Bester y Fritz Leiber, los provenzales, los románticos, los antiguos, los clásicos del polvo, los orientales, los felices y los deprimidos, los suicidas. En dos versos se pliega en el escritorio de Pound y Queneau: “Mientras haya viento escribirás / El viento como matemáticas exactas”. El cajón y sus telarañas tienden a la infinitud, al pensamiento negro antes que a las palabras vanas.
La lista, que nunca acaba, debe llevar figuras geométricas en lugar de nombres propios pues en la universidad desconocida, como en las pasiones, las imágenes responden a la geometría. El terror, la pesadilla, la angustia y esa carretera en la que se pierde el miedo son abstractos —lo único concreto es el cuerpo alucinado y su camino hacia el fin. “Lo que aún no tiene forma me protegerá”, escribió. Que el plan de las relaciones de sus libros de narrativa acabe en un diagrama cruzados por líneas no es casual. No es caprichoso conjeturar que bajo ese plano conocido por sus lectores está la invisible escritura de sus cuadernos. Ese plano es una hoja que se despidió del escritorio. Bolaño no olvidó imaginar sus anteojos cayendo al vacío ni la generosidad de compartir sus pisadas (el cajón frente al acantilado, el cajón al vacío, las huellas de los textos, los nombres que desafían la caída). Cuando sueña la vida y la muerte de Aloysius Bertrand comprende que ambos pueden vivir “dentro de un calendario de piedra perdido en el espacio”.
El lector que paseó por la literatura puede advertir la cualidad del tiempo en la sala de lecturas del infierno y la cualidad del poema que se busca componer como oración, como veloz imagen de la lentitud. La lentitud con que los jóvenes aspirantes leían en los 70 a Ernesto Cardenal. Cuando el poeta —un adolescente que está loco— encuentra al poeta que fue cura y revolucionario, lo asedia con preguntas que en su forma son triviales pero en su respuesta traen el éxtasis de la muerte sin paraíso ni verdadero infierno sino en el lodo común del purgatorio. Sobre ese lodo está fundada Civitavecchia, una ciudad de un escultor que leyó y cambió las formas de leer. Una ciudad vieja que no va a hundirse. Que no va a caer por su propio peso porque allí, en las tabernas, está Pascal, como tantas veces, Whitman y Philip K. Dick, el rostro de Marcel Schowb y todo lo demás que puede sobrevivir pendiendo de Roberto Bolaño, de sus anteojos, del escritorio en la sala móvil, del cuervo, de la biblioteca y su diligencia, de la vida en viaje con un solo libro. Un libro incendiándose antes de que el poeta vea crecer sus alas. El escritorio alado en un camino inmóvil.

El Tiempo Lento

A la mañana siguiente, recibí en el hotel a un señor muy serio que preguntó si podía hacerme exactamente cuatro preguntas. Empezó queriendo saber si me identificaba plenamente con el título de mi libro El viajero más lento. Dudé al contestar. El señor aquel tenía un gesto tan grave que no parecía proclive a las vacilaciones. Opté por decirle que sí, y me pareció que después de todo era la respuesta más coherente. Entonces sonrió y, con palabras pausadas, me dijo que era el presidente de la Asociación del Tiempo Lento. ¿Qué se contesta a alguien que dice algo así? Me quedé lento de reflejos. La segunda pregunta buscaba conocer mi opinión sobre el tiempo. "Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, lo ignoro", dije imitando a San Agustín, y temiendo la reacción airada del señor del Tiempo Lento. Pero el hombre ni se inmutó, siguió anotándolo todo en su cuaderno. La tercera pregunta pretendía averiguar si el tiempo era la imagen móvil de la eternidad. Comencé a preocuparme porque tuve la impresión de que aquel hombre tenía todo el tiempo del mundo y que iba a ser difícil -después de haberme declarado a favor del Tiempo Lento- explicarle que tenía cierta prisa porque me esperaban en la plaza Sordello. Hubo una cuarta, quinta, sexta pregunta. Y más anotaciones parsimoniosas en su cuaderno. Sentí que había quedado atrapado en una trampa claustrofóbica. Y pensé en decirle al señor del Tiempo Lento: "Soy un ser anónimo, ¿me permite volver a la libertad?" Iba a decírselo cuando el hombre, esbozando una sonrisa, cerró su cuaderno y me comunicó que habíamos llegado al final de nuestro tiempo. "Siga su camino", añadió magnánimo. Frenando mi velocidad, salí perturbado, pero libre, hacia la plaza Sordello.
Dietario voluble, Enrique Vila-Matas.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Que alguien, por favor, recuerde a los cobardes

Tríptico de F. Bacon
Por Giovanni Rodríguez
Para ser valiente, o no, mejor dicho: para no ser cobarde, es necesario, en primer lugar, tener nombre y apellido, y, por supuesto, usarlo, usarlo siempre que se quiera demostrar que se es valiente, o no, mejor dicho: que no se es cobarde, a menos que no nos interese demostrar valentía, perdón, ausencia de cobardía, y demos por satisfecha nuestra terrible necesidad de autoinculcarnos la idea del heroísmo desde el confortable diván del anonimato.
Pero aunque la razón sea esta última, lo único que podrá sacarse en claro es que el valor no es una de nuestras virtudes y que no existen argumentos de los que podamos valernos para acometer una batalla de antemano perdida, ya sea contra monstruos sobrenaturales, contra nuestros demonios interiores o simplemente contra la literatura misma.
Nombre y apellido: imprescindibles a la hora de invocar valentía (inexistencia de cobardía) y posesión de criterio para señalarle a otro lo que consideramos “sus errores”.
Si Luis no se llama Luis y en su lugar lo único visible es su alias, no es porque Luis sea un defensor de la modestia y no le interese figurar, sino más bien porque Luis tiene miedo, pánico quizá de que a él también vayan a señalarle “sus errores” cuando su nombre Luis firme su obra de heces expuestas.
Nombre y apellido bastan para demostrar que no somos peores que los otros, que nuestros argumentos sí que tienen algún valor, para que el día en que veamos de frente a quien ha sido objeto de nuestros señalamientos no se nos acelere el pulso por la emoción miserable de ser quienes señalamos a éste sin que éste lo sepa, sino por la nada reprochable emoción de saber que existe en ese momento la posibilidad de trasladar al terreno del “cara a cara” la disputa que, humanamente, hemos iniciado en otro sitio.
Llevo cierto tiempo dedicándome a este ejercicio de la opinión y de la crítica y, curiosamente, aparte de mis amigos, que demuestran serlo más entre menos concesiones permitan, nunca nadie, con nombre y apellido, me ha reprochado algo o ha señalado mis errores. Debo tenerlos, supongo, a montones, como los tiene cualquiera, pero hasta ahora nadie fuera del círculo de mis amigos me los ha comunicado.
La única conclusión posible de todo esto es que hasta la fecha no he cosechado detractores sino solamente pobres diablos anónimos y cobardes que, si acaso tienen algún talento, éste consiste únicamente en el de ofenderse secretamente por cualquier cosa que llego a escribir y publicar, aun si estos escritos míos no los señalan a ellos directamente, asumiendo así su pertenencia a todo aquello que mi modesto índice apunta.
Es sabido que para oponer resistencia (gesto siempre digno de aplauso y de respeto en cualquier ámbito de la vida) es necesario primeramente tener algo de talento, cosa jamás aplicable a los cobardes anónimos, porque estos sólo aparecen, como los fantasmas, de noche, en la oscuridad, y se refugian en las sombras y en los rincones, avergonzados de su propia condición de seres miserables, minusválidos, inferiores a cualquier otro con existencia real.
Que alguien se acuerde, por favor, de los cobardes. Que alguien, cualquiera, se encargue de hablar de ellos, que alguien recuerde su importancia en los anales de la mediocridad nuestra de cada día, que alguien reconstruya, a partir de la nada, sus rostros idiotas y sus risas idiotas, jamás equiparables a una auténtica carcajada, porque ésta sólo es posible para quienes tienen un rostro y, además, no temen la ridícula mirada acusadora de los mojigatos.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Prochazka y el éxito

El narrador peruano Enrique Prochazka

El más reciente libro de Vila-Matas, Dietario voluble, quedaría muy bien siendo publicado por partes, tal como él asegura que lo escribió, en un blog como éste, pero como ni hay tiempo suficiente ni quiero meterme en problemas con Anagrama, sólo reproduciré aquí, de vez en cuando, algunos fragmentos. El primero es el que sigue y en él Vila-Matas nos descubre a un narrador peruano que, al parecer, le escribe a "los intelectuales". Si quieren seguir la historia completa, la encontrarán en el blog PUENTE AÉREO dándole clic aquí

Hace unos días entré en un diario-blog peruano de carácter literario y ese blog me llevó a otro, y acabé entrando en un tercer blog, también peruano y literario, el del escritor Gustavo Faverón. Ahí se decía lo siguiente acerca de un narrador peruano con apellido de jugador de fútbol polaco, Enrique Prochazka:
"Tengo una hipótesis un tanto agresiva sobre su falta de éxito comercial. Ls textos de Prochazka exigen un lector entrenado y que maneje muchos referentes, y nunca tendrán ventas millonarias. Pero en el Perú nadie las tiene. Escribiéndole sobre todo a la intelectualidad, Prochazka reduce su público infinitamente. Pero si sus ediciones, pequeñas en cantidad, no se agotan, se debe a que ni siquiera nuestra intelectualidad está muy interesada en leer literatura demasiado inteligente."
Pensé en el aislamiento de algunos escritores peruanos que no cuentan con editoriales que les hagan cruzar fronteras. Y me demoré algo más pensando en lo que decía Ricardo Piglia en una entrevista mexicana en la que le preguntaban si se sentía a salvo de la tentación del éxito: "A veces digo en broma que el éxito es el gran riesgo de los escritores actuales, en el siglo XIX el fracaso era el problema."
Y, bueno, algo más tarde olvidé todo esto, hasta que días después me encontré con la respuesta de Prochazka en uno de los blogs peruanos y leí fascinado: "Abrigo la teoría de que uno tiene éxito porque se agita como loco, o logra que los demás se agiten como locos por uno, o bien los demás lo obligan a uno a agitarse como loco. Según esta noción a mis textos les sucede lo que les sucede porque yo no me agito. De hecho escribir estas líneas ya me parece acercarme demasiado a la visibilidad y al agitarse, si bien levemente. "Prochazka reduce a su público infinitamente": sí. Y también el contacto con las personas. Vivo en una especie de distante Sydney del espíritu, que se llama Lima. Camino un sábado por la noche de Magdalena a Chacarilla, pasando por todos los sanantonios y centrosculturales y cafés, y literalmente no conozco a nadie, y nadie me saluda ni conoce mi cara. Me borré en paz, hace años. Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy. Me borré..."
Enrique Vila-Matas, Dietario voluble.

domingo, 21 de septiembre de 2008

El enigma Bolaño

Caricatura de Roberto Bolaño. Fuente: Revista de Libros

Reproduzco del suplemento ABCD las Artes y las Letras del diario español ABC un texto de Andrés Ibáñez en su columna "Comunicados de la tortuga celeste" (muy recomendable) que nos trae una anécdota de Roberto Bolaño y las consecuentes e interesantes conclusiones del autor. Ya podemos ir imaginando al buen cabrón autor de 2666 con sus íntimas carcajadas después de dejar pensando a unos cuantos con este enigma

Por Andrés Ibáñez
Me contaron una anécdota de Bolaño. Imaginen al autor de Los detectives salvajes en medio de un pequeño grupo de escritores, acodado en la barra de un bar. Decía Bolaño que si quieres ser novelista tienes que ser capaz de resolver el siguiente enigma: dos hombres roban un banco a punta de pistola, se escapan con el botín y se refugian en una cabaña de la sierra. Al final, la policía localiza la cabaña. El botín está intacto en el interior, colocado sobre la mesa. Fuera hay tres tumbas excavadas en la tierra. Dos hombres, tres tumbas. ¿Qué es lo que ha pasado?
En esta clase de juegos es imposible especular ni usar la imaginación, porque la historia que hay detrás es tan complicada y enrevesada y los datos que se nos dan tan parciales y engañosos que uno jamás podría descubrirla. De modo que uno empieza a hacer preguntas, a imaginar, a suponer, y Bolaño dirá una y otra vez: «no, no, así no lo vas a descubrir nunca, tienes que hacer otra clase de preguntas. Preguntas del tipo, ¿murieron los atracadores? ¿Había una mujer? ¿Hay un elemento sobrenatural en la historia?, porque de otro modo jamás lo averiguarás». Mucho tiempo después, la historia sigue sin desentrañarse por muchas preguntas que se hacen. Y entonces Bolaño, con una sonrisa, dirá: «bueno, no has podido encontrar la solución al enigma», lo cual quiere decir (recuerden) que jamás podrás ser un buen novelista. No, no podrás ser un buen novelista, «pero al menos», añadirá Bolaño, «podrás contar esta historia».
Anécdotas que contar. Todo esto significa varias cosas. La primera, que Bolaño está comenzando a convertirse en un mito latinoamericano al estilo de Borges, del que todo el mundo tiene una anécdota que contar. La segunda, que Bolaño se reía de todo el mundo sin misericordia. Otras personas que le conocieron me han hablado de su terrible amargura. ¿Existe una solución al enigma de Bolaño? Es posible que sí. Hay muchas historias de este estilo, ¿no conocen ustedes ninguna? Por ejemplo, la de los dos hombres que piden sándwiches de gaviota y al probarlos uno empieza a llorar y otro empieza a reír. O la de la habitación cerrada en la que están los cadáveres desnudos de Marta y Roberto junto con unos cuantos cristales rotos. Y muchas otras. Uno hace preguntas y con cierta paciencia (la segunda historia es muy, muy fácil) logra encontrar la solución. También es posible que el enigma de Bolaño, como el manuscrito Voynich, no tenga solución. La verdad es que se parece vagamente a la película High Sierra de Raoul Walsh, de 1941, con Humphrey Bogart e Ida Lupino, que Bolaño sin duda conocía.
Una broma de bar. Podemos considerar el enigma de Bolaño una simple broma de bar o quizá, si así lo deseamos, buscarle un sentido más misterioso y oscuro. ¿Qué dice el enigma de Bolaño? ¿Es una crítica sutil a la novela negra y, en general, a ese tipo de literatura que consiste en la desvelación progresiva de un misterio sorprendente? ¿Es una reflexión sobre el estatuto de las historias, de nuestra incapacidad para crear verdaderas historias? ¿Es una denuncia melancólica? ¿Dice el enigma de Bolaño que en nuestro mundo ya no hay historias que contar? ¿Es una defensa curiosa y elocuente de la poética posmoderna, que afirma que aunque ya no es posible contar historias porque nuestra vida ha dejado de ser épica, sí podemos en cambio contar nuestro fracaso («al menos podrás contar esta historia») o nuestra propia incapacidad para contar historias?
Todo es posible, pero me da la impresión de que la única forma de resolver correctamente el enigma de Bolaño consiste en darle la vuelta a la afirmación inicial, que dice más o menos que si quieres ser un verdadero novelista tienes que ser capaz de desentrañar el acertijo. Porque la historia de los dos atracadores es imposible de desentrañar, y es imposible porque también el sentido del mundo es imposible de desentrañar. Lo que dice en realidad el enigma de Bolaño es que los escritores que son capaces de desentrañar el misterio y exponerlo son los novelistas baratos, fáciles y comerciales, y que los verdaderos escritores no buscan una solución al enigma, sino que se limitan a dar cuenta del carácter enigmático que de pronto ha adquirido la vida a nuestro alrededor. Y que la tarea de la literatura no consiste en descifrar enigmas, sino en maravillarse ante lo extraña, lo profundamente extraña que es la existencia.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

D. Foster Wallace: el temprano adiós

Por Giovanni Rodríguez
“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”, dice Albert Camus en uno de sus ensayos del libro El mito de Sísifo. Si bien Camus, desde la posición de un observador acucioso, situaba el suicidio en la categoría de “problema filosófico”, para los que representan el objeto de su indagación –los suicidas- probablemente el asunto sea algo menos metafísico, más simple.
La mayoría de quienes han estudiado este fenómeno coinciden en que un suicida no es alguien que se niegue a la voluntad de vivir sino que, por el contrario, en el momento previo a la muerte, confirma categóricamente esa voluntad. ¿Por qué? Pues porque el individuo llega a ese momento convencido de que es mejor abandonar el barco que mantenerse en él en medio de una tempestad y sin posibilidades de distinguir tierra a lo lejos. La vida, si no es como la deseamos, no es una vida buena, y si además está llena de reveses diarios y no da muestras de cambio, ni siquiera es vida.
Es obvio que los tiempos han cambiado, que ya para los escritores contemporáneos ni la vida es un fastidio ni el suicidio es un deber. Hay que buscar otros motivos para mitificar ahora a los escritores, y generalmente es la gran maquinaria de las editoriales la que se encarga de hacerlo, y no tanto los lectores, que era quienes lo hacían antes, cuando a los escritores la idea del suicidio los seducía obsesivamente, ya fuera para instaurar su propio mito o porque de verdad en su época no se sentían lo suficientemente cómodos como para empeñarse en seguir viviendo.
La semana pasada murió David Foster Wallace, un escritor norteamericano todavía joven (46 años) pero con una obra que, al parecer, ya lo había acreditado como una de las voces más importantes de la más reciente generación de escritores estadounidenses. “Suicidio”, dicen las necrológicas en los periódicos, y dan cuenta de la vida y obra de Foster Wallace, como si de una vuelta de página se tratara, como si fuera absolutamente normal que él, por ser escritor, por ser artista, se haya suicidado.
Es extraño –reflexiono en este momento- porque es la primera vez, en mi vida conciente como lector, que se suicida un escritor situado en la órbita de mis posibles lecturas actuales, un escritor contemporáneo.
No he leído aún la obra de David Foster Wallace, y si hablo de él en este texto no es por una especial admiración que le tenga sino solamente porque me ha sorprendido leer en los periódicos la noticia de su suicidio, como si no esperara yo que el tema de la muerte por propia mano entre los escritores pudiera reeditarse ahora, después de que lo hicieran Cesare Pavese (1950), Ernest Hemingway (1962), Alejandra Pizarnik (1972) o Reinaldo Arenas (1990), para citar sólo algunos de los que he leído.
¿Cobrará la obra de David Foster Wallace una atención mayor que la que tenía hasta este momento? Probablemente sí. Probablemente los agentes de Random House Mondadori, la editorial que le publicaba, estén ya hurgando entre sus papeles para ver si descubren textos inéditos. Probablemente muchos empecemos pronto a leerlo. Quizá en sus libros encontremos las huellas de su pasado y las señales de lo que, por estos días de crisis financiera y bancos en quiebra en Estados Unidos, habría de hacer para decir adiós a todo.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Primeras palabras de Saer

Llamémoslo nomás Bianco. Que en ciertos períodos de su vida él se haya hecho llamar Burton, le explicaría un día a Garay López, no se debía más que al color de sus cabellos, considerando que llamarse Bianco puede minar la credibilidad de un pelirrojo.
La ocasión
Juan José Saer

jueves, 11 de septiembre de 2008

¿Qué es la literatura seria?

Ilustración de Iván Solbes
Por Giovanni Rodríguez
¿Por qué la mayoría de quienes se dedican a la literatura se la toman tan en serio?, o mejor dicho, ¿por qué se toman ellos tan en serio? ¿Acaso la mejor manera de asumir la seriedad como escritor no es procurando hacer buena literatura?
Hablo de este asunto sólo porque me parece que cada vez es más difícil encontrar a un escritor lo suficientemente serio en su oficio, lo suficientemente comprometido con su oficio antes que con otro tipo de demandas, demandas externas, periféricas, con escasa importancia a la hora de crear una obra literaria de calidad.
Vivimos, es cierto, una época de incertidumbres, una época de continuos cambios políticos, económicos y sociales en todo el mundo. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, algún niño estará muriendo de hambre en África, algún ciudadano inocente estará siendo víctima de un asalto violento en una calle cualquiera, algún radical iraquí piensa en el mejor sitio para colocar su próxima bomba o un prisionero de Guantánamo siente explotar su cabeza después de horas y horas de escuchar a un volumen altísimo la misma canción de Britney Spears, pero ¿deben esperar los lectores que el escritor se obligue a comprometerse en sus libros con las causas que tratan de solucionar asuntos como estos?
Por eso en la actualidad escribir literatura utilizando la ironía, el sarcasmo o siquiera el buen humor representa algo así como una ofensa a la conciencia social de la humanidad entera. Porque los lectores esperan que el escritor interprete la gran tragedia de la realidad diaria en nuestros países, que retrate la corrupción de nuestros políticos, la violencia de las calles, la pobreza de nuestra gente. Pero ¿qué habría de importarles que el escritor quiera descargar la tinta sobre, por ejemplo, las nalgas flojas de Madonna, el partido que decide si iremos al próximo Mundial de fútbol o la última película de Batman?
Pienso en todos esos temas serios que mencioné antes de meterme con las posaderas de la cantante pop y en muchos otros temas serios, serios como ninguna otra cosa puede serlo en la vida, y creo que tenían absoluta razón quienes decían que después de Auschwitz ya no se podía escribir una poesía que tuviera realmente algún valor, y creo también que tienen razón los que afirman que no se puede escribir ficción seria (en el sentido que le dan a la seriedad los exagerados) después de los atentados del 11-S.
No, definitivamente no se puede ser serio después de presenciar escenas espeluznantes como la de la caída de las Torres Gemelas. ¿Qué narrador podría ser capaz de representar a través de la ficción algo más fuerte, más contundente, más literario que la muerte de miles de personas provocada por la chipa de luz de un retorcido cerebro humano? Si la misma realidad parece ficticia, ¿qué le queda a la ficción?
A la narrativa habrán de alimentarla en nuestra época la ironía, el sarcasmo y el buen humor, y no deberá importarte al escritor esa tajante y decimonónica separación entre lo ficticio y lo verdadero pues de esa manera es como se nos presenta la realidad en nuestro tiempo: irrefutable pero también confusa y aparentemente ficticia. Esa mueca de asombro, incertidumbre y sospecha que produce la realidad es lo que debe propiciar la narrativa contemporánea, no importa si el tema es serio o no. La literatura, si es de calidad, será siempre seria.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Desde el hospicio

Ejemplares de Desde el hospicio sobre una mesa durante la presentación del libro (Foto de Armando García, ed.)
Por Gustavo Campos
Digamos que presento Desde el hospicio en Librería Liser por lealtad. Bukowski la tuvo con su editorial Black Sparrow Press por haberle dado la oportunidad de dedicarse a escribir a tiempo completo (comenzaré a hacerle esos reclamos a mi editor de Nagg y Nell, a ver si consigo dedicarme de lleno a la literatura), pero también digamos que es otra razón más sencilla, hasta podría sonar ridícula: aquí hablé de Desde el hospicio en el año 2005 en la presentación de mi primer libro, Habitaciones sordas. Entonces oponía un libro al otro; Desde el hospicio era más ambicioso, más cercano a mi concepción de ese año, y no como Habitaciones sordas que debió ser publicado en el 2004 y la Editorial Letra Negra de Guatemala lo tuvo en lista de espera durante un año, y que ya comenzaba a mostrar sus gazapos y debilidades estilísticas. Tampoco puedo reprochárselos, ellos creyeron en el libro, lo publicaron, lo publicitaron y lo vendieron. Digamos, también, que escogí de nuevo esta librería para cerrar el ciclo que comenzó acá.
No hablaré entonces de mis juicios emitidos en aquella presentación; sin duda lo hice por respeto a los lectores y a mí mismo, o quizás porque no quería que nadie me pusiera al tanto de algo que yo ya sabía. Hay otro aspecto importante, y es sobre mi personalidad, que se aburre tan pronto de cada nuevo descubrimiento estético y artístico nomás descubierto. Tienen fecha de caducidad en Gustavo Campos. Y no es que mi concepción de arte cambie sino que va renovándose y ampliándose. Hay ocasiones en donde mis parámetros de escritura son tan altos que me hacen renegar constantemente de lo que he escrito. Pero tiene un beneficio, no sólo el hecho de ser autodestructivo sino también autocrítico. Y la madurez me viene condicionada. Siempre una etapa artística comiéndose a la anterior. Pienso que los libros deberían publicarse en la fecha precisa y no dejarlos pasar años en alguna gaveta; y si no sirven, no deberían publicarse.
Yo nunca he entendido la escritura como un oficio, de alguna manera sí, porque sino estaría contradiciéndome sobre Bukowski; si es oficio, que sea personal, no impuesto. Y éste es un dilema baudelariano: o trabajás o te regís por los placeres, tenés que escoger entre los únicos dos medios para escapar de esa pesadilla que es la idea y sensación de tiempo. Y quienes me conocen saben a cuál me inclino por vocación, sin embargo, como algunos sabrán, en el último año he renunciado –me gusta más decir que ando de espía en el mundo laboral- a mi vocación. O al menos las he mantenido a ambas como las bodas de Blake: cielo e infierno. Sí, el placer nos desgasta y el trabajo nos fortalece, pero existe algo más en esa superficial apreciación: sí, al trabajar uno aumenta recursos y al vivir los gasta, pero el trabajo responde a la preocupación del mañana y el placer, al del instante. Y esto es la base de la poesía de Baudelaire y de la poesía misma: vivir, leer, escribir: libertad.
Y mi voluntad fue suplantada por una voluntad ajena: leer compulsivamente, pero por placer, leer escritores que te gustan y que andan en la onda tuya, que se enferman de literatura como vos, que andan de ladrones en infiernos clandestinos robando bellezas literarias. Y Desde el hospicio nació así, por obsesiones e insomnios. Pero estando en esas se me cayó la venda, y vi a la poesía tan jactanciosa y cínica, tan burlista y puta, y al pobre creador torpe y esperanzado, creyente y adorador de esa bestia. Y bien, algo pasa acá, me dije. No es posible que uno se arrodille ante el arte o ante la poesía misma, ante la santísima poesía de Calcuta. Por una parte estaban mis escritores preferidos, por otra parte, la poesía. Opuse ambas cosas. Dialogaron. Posiblemente se mataron en su acto de amor-odio. ¿Y cuáles eran -o son- mis escritores favoritos? Aquellos que, como yo, no se adaptan a moldes y no siguen las normativas de la academia en la escritura; yo mismo estoy contra la escritura en algún arrebato artudiano, pero contra aquella que se define a través de gustos dominantes por la crítica establecida, aquella que nace en la vida feliz del compadrazgo hipócrita, que margina a quienes atentan contra el canon y dificultan la historización de la literatura ya clasificada y lista para empacar en su molde y venderse según su discurso publicitario, filantrópico y moralizante.
Pero hay otro aspecto que complementa lo dicho, es desde dónde leer. Las lecturas son tendenciosas, y aquí las lecturas materialistas son las que han imperado, y si son materialistas son moralizantes. No se puede leer a un autor sino desde su estética. Aquí en Honduras fueron marginados muchos escritores, pero esto es comprensible por la falta de perspectiva histórica, por la cercanía en el tiempo y las necesidades propias de un pueblo, que no es el arte, y menos la escritura. Y me dediqué -y aún lo hago- a defender y a recomendar escritores que no gozan de la simpatía de escritores nacionales y menos de la crítica especializada, esos que acentúan el valor del rechazo y que “son capaces de contorsionar su alma hasta el extremo de sí mismos”, esos que se han amado hasta el límite, hasta condenarse, consiguiendo su plenitud. Los cautos, como dijo mi amigo Giovanni, jamás me han atraído. Y hay que desconfiar de ellos. Escritores de la crueldad deben ser leídos, escritores amorales, que hacen arte amoral, arte de la maldad, arte arte.
Sartre tiene una interesante apreciación respecto a la maldad: “Hacer el mal por el mal es exactamente hacer expresamente lo contrario de aquello que se continúa considerando Bien. El escritor debe elegir equivocarse infinitamente, para que su libertad sea vertiginosa.”
No es arte del mal por ser malo, es arte y su escenario la maldad y todas las miserias humanas. Es la naturaleza humana, maldad y bondad, amor y odio. “La crueldad tiene corazón humano, y la envidia humano rostro”.
Y Desde el hospicio puede ser todo eso. Lo más seguro es que no, ni tampoco Bajo el árbol de Madeleine, mi tercer libro de poesía. Pero es un intento. Ojalá desde la tumba a algún escritor homenajeado en mis poemas se le dibuje una sonrisa inexistente, invisible.
Esos tres libros junto al relato Los inacabados reflejan mi vida, mis lecturas, mis obsesiones, mi propuesta de esa primera juventud que terminó lautremonianamente a los 23 años, en enero del año pasado. En el futuro me esperan las carcajadas y los escritos para reír por ratos.
Texto leído por su autor en la presentación de su libro Desde el hospicio en la Librería Liser de
San Pedro Sula en una fecha indeterminada de agosto de 2008.

viernes, 5 de septiembre de 2008

No rendirse a la poesía

Fotografía de Armando García
Gustavo Campos presentó en la librería Liser su poemario Desde el hospicio, un texto de más de cien páginas donde la poesía, transformada en una especie de monstruo, se alimenta de los poetas.
Es el segundo libro de poemas que publica Campos, quien ha pertenecido a los colectivos mimalapalabra y Poetas del Grado Cero. Antes sacó a luz Habitaciones sordas (Letra Negra, Guatemala, 2005), pero también es creador de un libro hermano de los dos anteriores: Bajo el árbol de Madeleine, del cual leyó también algunos poemas ante el público que asistió a la velada literaria.
Durante su presentación se refirió a su lectura compulsiva de la obra de escritores enfermos de literatura, de esos "que andan de ladrones en infiernos clandestinos robando bellezas literarias. Y Desde el hospicio nació así, por obsesiones e insomnios. Pero estando en esas se me cayó la venda, y vi a la poesía tan jactanciosa y cínica, burlista y puta, y al pobre creador torpe y esperanzado, creyente y adorador de esa bestia. Y bien, algo pasa acá, me dije, no es posible que uno se arrodille ante el arte o ante la poesía misma, ante la santísima poesía de Calcuta".
También dijo que "esos tres libros, junto al relato Los inacabados (tercer lugar premio Hibueras 2006), reflejan mi vida, mis lecturas, mis obsesiones, mi propuesta de esa primera juventud que terminó lautremonianamente a los 23 años, en enero del año pasado".

jueves, 4 de septiembre de 2008

Identificar a los tontos

Por Giovanni Rodríguez
¿Por qué me parece que una de las maneras más eficaces para determinar si una persona es tonta o no consiste en preguntarle si le gusta leer? No quiero decir que si la respuesta es no, yo decido que la persona es tonta, o lo contrario. Tiene que ver con los argumentos que suelen esgrimir a la par de la respuesta negativa. Veamos algunos: “No. No pierdo el tiempo con eso”. “No. Eso es para los aburridos, para los que no saben cómo divertirse”. “No. No quiero quedar loco”. “¡¡¡¿Qué? ¿Leer?!!!”
En cualquiera de estos casos lo único que uno puede –o debe- hacer es guardar silencio y emprender la retirada. Porque si cometemos el terrible error de replicar con un “¿por qué?” a ese tipo de inocentes majaderías, lo que conseguiremos es invitar a quien las dice a abrumarnos con ese clásico discursito imbécil propio de quienes sin saber nada creen saberlo todo.
No voy a hacer hoy una apología de la lectura; soy muy conciente de la inutilidad de ese placer, como de casi todos los placeres en la vida. Porque leer –leer bien y apasionadamente- es un placer reservado solamente a los que, por la carambola de haber crecido entre los libros de alguna modesta biblioteca familiar cuyos lomos atrajeron su mirada desde pequeños, o por una afortunada buena inducción de sus profesores en la escuela, el colegio o la universidad, o quizá sólo por las justas coordenadas de un azar misterioso (es éste mi caso), llegaron a entender que la vida no vale mucho sin los libros, que ésta no puede ser digerida satisfactoriamente si no es a través de la literatura.
No contestarles, pues, a esos pobres diablos, y dejarlos saborear la supuesta efímera gloria que les procura su estupidez.
(De igual manera actuar ante esos curiosos imbéciles que se consideran –y no desaprovechan ocasión para manifestarlo- los salvadores del mundo de las letras, esos diletantes que fundamentan su supuesta capacidad artística o intelectual nada más que en su súper-ego y que cada vez que abren la boca no hacen más que poner en evidencia su ignorancia. Nuestros países están saturados de esta clase de individuos, parásitos de la ignorancia local, explotadores de su propio mito, fantoches apenas maquillados de inteligencia, inmejorables ejemplos del tuerto reinante en un territorio eminentemente poblado de ciegos, de donde los únicos capaces de ver han huido despavoridos, prefiriendo el exilio al diario convivio con la mediocridad, o han cerrado sus puertas y sus oídos a las palabras de los necios eternos.)
Yo, al menos, detesto tener que convivir a diario con ese tipo de personas, gente a la que, además de parecerle la lectura una actividad propia de aburridos, no le importa el tipo de música que escucha (“Me gusta de todo, desde ranchera hasta reguetón”), que puede pasar una hora o más rumiando la misma trivialidad (normalmente el tema es el fútbol y la Selección Nacional que reemprende su esperanzador camino al próximo Mundial) o que no sabe iniciar una conversación si no es con una observación meteorológica (“¿¡Qué calor, verdad!?”).
Lo mejor es dejarlos hablando solos, pero confieso que cuando me ocurre lo contrario, cuando se me aparece uno de ellos preguntándome si me gusta leer, le respondo, con cara de indignación, que por supuesto que no, que leer es lo más aburrido del mundo y además una pérdida de tiempo, que por favor no vuelva a preguntarme tonterías, que yo soy una persona normal, y emprendo la retirada antes de que empiece a sentir que somos amigos y me invite a tomar una cerveza para seguir hablando de fútbol, de rancheras o quizá tan sólo del clima, del terrible calor que hace ese día.