miércoles, 27 de agosto de 2008

Mayéutica contra el amor propio

Pintura de Oswaldo Guayasamín (Quito 1919-1999)
Por Giovanni Rodríguez
¿Por qué resulta tan fácil adivinar cómo son o de qué están hechas algunas personas? Lo he pensado nuevamente hoy, después de escuchar sin querer los retazos de la conversación entre una pareja de jóvenes a mi espalda en este café que frecuento una vez a la semana. Yo miraba a la calle a través del vidrio, veía pasar gente que nunca había visto, y trataba de asignarle un papel a cada uno en la gran comedia de la vida. Pero entonces ella dijo que no hay que pensar negativamente, que hay que ser optimista, a lo que él respondió con un saludable silencio prolongado durante unos dos minutos.
La frase me trajo de inmediato a la memoria una tarde de sábado en un café de Honduras en que conocí a una muchacha cuya cabecita adolescente estaba todavía llena de ideas “revolucionarias”, optimistas, esperanzadas en un gran futuro, para ella misma y para la humanidad entera. Después de los primeros minutos de intercambiar frases que parecían buscar ineficazmente el roce de la trascendencia, algo en ella, no sé si sus ojitos soñadoramente entrecerrados mientras pronunciaba con excesivo entusiasmo y seriedad cada una de sus palabras, me llevó a practicarle, en una versión caprichosa y chapucera de la mayéutica socrática, un interrogatorio que acabó, para mi perplejidad, haciéndola llorar.
Al final, repuesta ya de su llanto disimulado ante los parroquianos de las mesas contiguas y con dos servilletas humedecidas con las lágrimas, me confesó que lo que le había provocado tal estado de descalabro emocional había sido el sentirse extraordinariamente descubierta. “Como si fuera un libro abierto y sin dificultades de lectura” -fueron sus palabras exactas-, y yo entonces contuve el ímpetu de mi inminente retirada pues no soportaba la idea de seguir compartiendo mesa con una persona tan obvia, tan predecible, tan fácil de leer, todo lo contrario a lo que ella suponía de sí misma.
No sé si lo que esperaba de mí, después de propinarle a su amor propio un inconsciente golpe casi mortal, era que mi actitud con respecto a la situación se suavizara un poco, que empezara yo a ceder a su patetismo de niña caída en desgracia y acabara si no haciendo pucheros al menos ofreciéndole mi hombro solidario o mi pañuelo presumiblemente perfumado, pero lo que me quedó claro de toda aquella escena es que quienes más seguros se sienten en la vida, aferrados a esos estúpidos consejos del Feng shui o empujados por unas lecturas trasnochadas de Marx y el Ché Guevara, son los que más fácilmente exhiben su ignorancia o sus heridas no cicatrizadas.
El amor propio es una “valoración equivocada de uno mismo”, dice Ambrose Bierce en esa célebre compilación de definiciones satíricas titulada El diccionario del diablo, y esto es lo que ocurría con la ingenua muchacha de esta historia, creía ser hasta ese momento una persona “especial”, “diferente” e incluso “única” –fueron estos los adjetivos que utilizó para autoanalizarse, ya en retrospectiva-, pero siempre llega el momento del primer tropiezo en nuestra particular manera de ver las cosas, y más adelante, con el paso de los años, con la acumulación de la experiencia, el incremento de las buenas lecturas, la reflexión y la autocrítica, nos damos cuenta de que nuestra nueva manera de percibir las cosas tiene que ver más con cierta tendencia nihilista que con un idealismo desmesurado.
Nihilismo. Esa parece ser la única certeza del presente. Y la mejor opción para el futuro.

El llanto del camino

Fotograma de la película Pather panchali, 1955

Por Dennis Arita

Bengala es una región al sur de la India y vecina de Bangladesh cuyo territorio es al mismo tiempo enriquecido y devastado por los vientos y las lluvias del monzón. Las tierras bangladesíes son tan bajas que una subida mínima del caudal marino podría inundar la décima parte del territorio. Cada año, los bengalíes esperan y temen la llegada de los vientos anuales y se preparan para recibir la humedad nutricia y el verdor de la tierra. Es la época esperada por los que siembran y cosechan el arroz en los paddies, por los que se dedican a producir maíz y té, por el campesino que a la cabeza de una yunta de bueyes recorre los campos que dentro de poco estarán cubiertos de agua marrón y temblorosa al paso de los cascos y los pies calzados de sandalias. Es el fin del largo verano.
En 1920 –y hoy también, seguramente- los campesinos y la gente de la Bengala rural recurrían a los hombres que representan a la divinidad y proclaman su mensaje para curar el temor a la furia de la naturaleza y alimentar su esperanza en la fertilidad de la tierra y en la riqueza de la Bahía de Bengala, de aguas luminosas y abundantes en barracudas y delfines. En esa época, uno de los hombres de Dios que intercedían por los expectantes campesinos bengalíes debe haber sido el modelo de una criatura de ficción, el sacerdote, padre de familia y aspirante a poeta y dramaturgo Harihar Ray, personaje secundario de la ya clásica novela bengalí Pather panchali (de variable nombre español: El llanto del camino, La canción del camino, El pequeño llanto del camino), escrita en 1929 por Bibhutibhushan Bandopadhyay.
Harihar es por definición un buen hombre, pero no tiene ambición y mientras su esposa Sarbajaya y sus hijos Durga y Apu se las arreglan como pueden para sobrevivir en su viejísima casa en el campo, su trabajo de sacerdote no sólo le da poco dinero, sino menos del que en realidad ha ganado, pues su patrón tiene la costumbre de no pagarle o acaso padece del saludable hábito –saludable para sus finanzas, no para las de Harihar- de evitar pagarle. En la casa de Harihar Ray, y tal vez en toda esa región, no se vive, sino que se sobrevive; su mujer Sarbajaya está amargada por la miseria, por los fantásticos planes de Harihar, que trama meticulosa e inútilmente una obra poética o teatral que lo hará famoso y los rescatará a todos de la miseria, por los hábitos de su hija Durga, que amorosamente roba frutas para dárselas a su querida tía Indir Thakrun, y por la misma Indir Thakrun, hermana de Harihar, deshecha por los años y por el desprecio de su cuñada, pero que se mantiene en pie por el cariño de Durga y por las ofrendas de comida y techo que recibe de otro familiar a cuya casa se muda cada vez que las afrentas de Sarbajaya la tocan en lo vivo.
Confieso que no he leído Pather panchali ni su secuela Aparajito (El invencible) aunque espero hacerlo pronto, algún día, y que si sé de la existencia azarosa, miserable y conmovedora de la familia Ray, de la fama y la fortuna siempre aplazadas de Harihar, de las penas y amarguras de su mujer Sarbajaya, de los repetidos saqueos de Durga en los huertos vecinos y de su amor por la vieja Indir Thakrun y de los ritos de crecimiento del pequeño Apu, verdadero protagonista de la historia, se debe a una película hermosa y magistral del director indio Satyajit Ray. A la primera película de Ray, llamada también Pather panchali como la novela de Bandopadhyay, rodada en 1955 con poco dinero, con actores de los que incluso hoy poco o nada sabemos y con un director de fotografía que nunca antes había participado en un filme y cuyos créditos se reducían a su trabajo como fotógrafo de revistas. A la primera parte de la llamada Trilogía de Apu, también compuesta por dos filmes perfectos: Aparajito (El invencible), filmada en 1957, y Apur sansar (El mundo de Apu), de 1959.
Usamos muchas veces la palabra mágico para describir objetos o eventos que encantan o agradan más de lo normal, aunque llega a abusarse de ese término y hablamos de la magia de un atardecer o de un vino o de una mujer porque para nosotros tienen la virtud de ser enigmáticos, asombrosos, hermosos o simplemente llamativos. Con más corrección, aunque sin mayor fortuna, se dice que un relato de brujas, duendes y talismanes es mágico aunque los hechos narrados nos aburran fatalmente o no resulten interesantes ni como estructura narrativa ni como fábula ni como reacción contra lo que se ha dado en llamar realismo. Me parece, sin embargo, que esa palabra puede usarse sin temor al hablar de Pather panchali.
Decirme a mí mismo que El llanto del camino es una película mágica es un enunciado más atractivo porque a primera vista nada en este filme parece mágico, es un relato de pobreza, desarraigo y sufrimiento. La magia está en cómo se cuenta el relato, en la selección de imágenes y de sonidos, en cómo lo narrado sucede como nos ocurre la vida, pero con la ventaja de que asistimos al desarrollo de la vida en una remota aldea bengalí como testigos privilegiados, pues nos satisface enormemente que la repetición de un suceso que en la realidad cotidiana sería rutinario (como la visita periódica del vendedor de dulces que Durga y Apu ven pasar sin poder comprarle su producto) se vuelva de pronto emocionante, como el estribillo de una canción querida que conocemos y esperamos.
No sólo es mágica la maravillosa notoriedad de sucesos cotidianos que le debe tanto al neorrealismo italiano -escuela de realización cuya obra cimera, Ladrón de bicicletas, convierte en símbolo de sobrevivencia la búsqueda de un artículo robado-: también el cómo, el método narrativo de Pather panchali, es un elemento mágico. Ray elude cuidadosamente -¿o debería decir instintivamente, sin esfuerzo aparente, con la felicidad de quien asiste al desarrollo de su creación y se asombra de lo que ve y descubre?- lo abiertamente dramático y prefiere el desarrollo natural del relato sin olvidar la importancia de los detalles amados, como las frutas que Durga sustrae, como la visita del vendedor de caramelos, como la bolsa de enseres que Indir Thakrun se echa al hombro cada vez que es desterrada de la casa Ray.
Sin embargo, al contrario de la película italiana de De Sica, en Pather panchali no hay nada que aspire a ser símbolo. Todo tiene valor en cuanto es objeto de un mundo amorosamente recreado, de una realidad que puede ser la realidad bengalí, pero que es más que la realidad bengalí porque es la realidad del mejor cine, hecho de imágenes memorables, como la imagen de los campos anegados por la lluvia, como la de las flores acuáticas remecidas por la brisa, como la del bosque milenario, como la del tren negro y humeante que Durga y Apu ven desde el suelo, ocultos y risueños entre las altas malezas.
Ejemplar en su desarrollo argumental, fiel al dictado de representar la vida como si ésta fuera un descubrimiento perpetuo, hay una secuencia de Pather panchali que me parece ejemplo notable del afortunado método narrativo del maestro indio. Me refiero a la unión de dos sucesos: el destierro de la tía Indir (maravillosamente encarnada por la actriz Chunibala Devi, que murió de gripe en 1955 sin haber visto la película terminada) y el paseo en que Apu y Durga vuelven de ver el tren. Acostumbrado a los dos sucesos repetidos a lo largo del filme e inevitablemente enternecido por ambos, me asombra cada vez que veo la película la manera sencilla y conmovedora en que Ray hace confluir vida y muerte en una sola secuencia.
Dije más arriba que el verdadero protagonista de Pather panchali es Apu Ray, el hijo menor del sacerdote Harihar y de la paciente y triste ama de casa Sarbajaya. Habría que esperar la segunda y la tercera entregas de la trilogía fílmica de Satyajit Ray para que Apu se convirtiera en protagonista. Para mí, el protagonista de El llanto del camino es el tiempo, el paso de los días que lo cambia todo. El tiempo, protagonista de las grandes novelas decimonónicas que sin duda influyeron en Ray y en el autor de Pather panchali: Tolstói, Balzac, Stendhal…
Aún no sé si el director Satyajit Ray fue fiel a la novela de Bibhutibhushan Bandopadhyay; se dice que algunos críticos prefieren el texto literario sobre la película. Yo, sin haber leído la novela, embrujado por la magia de una película de 1955, soy incapaz de decidir cuál es mejor y las acepto a ambas, pero sí soy capaz de imaginarme las palabras de ese texto que quizá algún día leeré: agua, árbol, casa, tormenta, muerte, vida.

martes, 26 de agosto de 2008

Todos amigos

Enlazo a continuación con el blog La obsesión de Babel (http://obsesivababel.blogspot.com/), en el que Mario Gallardo, aprovechando un texto de Rafael Gumucio sobre Bolaño, hace una muy buena observación acerca de la crítica y las peleas entre literatos:
Como todo clásico, la figura de Roberto Bolaño continúa siendo evocada como referencia ineludible cuando se reflexiona acerca de la actual literatura latinoamericana. En esta ocasión, su paisano y escritor Rafael Gumucio recuerda su faceta sardónica, de crítico visceral y polemista de dientes apretados, en un escrito titulado "Todos amigos", que acaba de aparecer en la revista Letras Libres en el número correspondiente al mes de agosto de 2008, en la sección Letras, Letrillas, letrones (si desea leer el texto íntegro haga click aquí).
La lectura de este texto de Gumucio me recuerda conversaciones y disputas de hace ya mucho tiempo, en las que algunos me señalaban que lo correcto, para el bienestar y desarrollo de la literatura nacional, era suavizar y minimizar la crítica; precepto que rebate -a través de su evocación de Bolaño- el autor de "Todos amigos", quien incluso afirma que quizás deberíamos desconfiar de la amabilidad y la simpatía que abunda entre los jóvenes escritores latinoamericanos actuales. En la parte medular de su escrito, Gumucio reitera que: "No hay prueba alguna de que se escriban mejores libros en ambientes calmos donde los críticos acaricien a sus escritores y los quieran. La historia de la literatura nos dice más bien lo contrario. Donde hay crítica acerada, donde hay polémica en carne viva, hay buena literatura. La única paz posible en la literatura -o en cualquier profesión que tenga que ver con el pensamiento- es la paz de los cementerios". Y, más adelante, añade que "las peleas entre críticos y escritores no son desagradables anécdotas que revelan el lado mezquino de grandes hombres, sino que son el terreno fértil del que surge su grandeza."

miércoles, 20 de agosto de 2008

Razones no descritas para correr el riesgo

Por Giovanni Rodríguez
Una vez le escuché decir a una amiga esta frase: “Hay que desconfiar de la gente que no bebe”, y aunque se refería sólo a la desventaja que representa para los demás, los que sí beben, el hecho de tener entre ellos a una persona que no se una en igualdad de condiciones a la euforia alcohólica colectiva, yo he terminado ampliando el campo de acción de la frase e incluso la frase misma, de modo que creo –y digo- que hay que desconfiar no sólo de los abstemios sino también de las personas moderadas, cautas, prudentes (aunque estas tres palabras vengan a significar lo mismo), en fin, de esas personas que no están dispuestas a correr riesgos bajo ninguna circunstancia.
Nunca me han gustado esas personas que vigilan demasiado sus modales, su dieta, las dosis de alcohol que consumen (o que se permiten consumir, o que no consumen), las palabras que dicen e incluso las que piensan, personas cuya mirada atenta es una permanente amenaza de un llamado de atención por nuestros excesos, por pequeños que estos sean.
Los he observado, tanto como probablemente ellos lo observan a uno, y estoy seguro de que los moderados no viven, sólo existen; caminan como de puntillas, como cristos envueltos en una túnica de castidad y pureza, apenas tocando con sus pies el lodo de la vida. Ni aman demasiado ni odian demasiado. Nunca gritan para expresar su ira o su felicidad porque generalmente no son iracundos ni felices. Nunca corren pues conservan la monástica idea de que el tiempo está siempre de su lado. Son monógamos hasta la médula.
¿Y qué hay de la moral? La moral, sí, por supuesto, es el terreno en donde despliegan todas sus facultades para la inacción, para la imparcialidad de sus pasiones (¿las tienen?), para su férrea voluntad de mantenerse ajenos a los debates y a las disputas, porque no pronunciarán el nombre de la madre del otro en vano y estarán siempre anuentes a colocar la otra mejilla en el caso de que sea necesario.
Pobres reprimidos, tristes, aburridos e indolentes. Indolencia. Es la palabra que mejor los define. Ni negro ni blanco sino gris. Ni izquierda ni derecha sino centro. Su poética es la del pájaro en mano en lugar de los cien volando. Mejor no le apuestan a nada extremo, porque como dice Homero Simpson: “Intentar algo es el primer paso hacia el fracaso”.
No voy a enumerar razones por las que creo que vale la pena correr riesgos en la vida, en primer lugar porque hacerlo sería caer en el discurso propio de esos vomitivos libros de autoayuda o superación y segundo porque precisamente en la inexistencia de razones es que se fundamenta el riesgo, en el principio de incertidumbre tiene su raíz, pero he venido describiendo a este tipo de personas, a estos seres carentes de gracia y poseedores en cambio de un extraordinario espíritu sosegado, sólo para sugerirles aquello de lo que, por lo menos en el arte, todo individuo debería prescindir.
Una cita de Héctor Aguilar Camín: “Algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la transgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco”. ¿Por qué se empeñan algunos supuestos artistas en seguir encerrados en su pose de lo políticamente correcto? ¿Por qué estos supuestos artistas buscan afanosamente alguna forma de la perfección moral? ¿Por qué seguimos otorgándoles crédito a estos supuestos artistas, manada de embusteros e hipócritas? Pobres víctimas de sus propios buenos modales. Si yo fuera su padre, les haría escupir su contenida rabia a latigazos.

martes, 19 de agosto de 2008

Al centro y violento

Horacio Castellanos Moya nació en Honduras y fue criado en El Salvador. Vivió en varias ciudades de América latina y actualmente reside en Pittsburgh, Pennsylvania. La diáspora y el exilio se entrelazan con la publicación de El asco (Tusquets), novela de “imitación” de Thomas Bernhard que le valió repudios y amenazas en San Salvador desde su aparición, en 1997. En esta entrevista, Castellanos Moya habla de su obra en plena expansión y difusión, y del desencanto producido por Centroamérica, un Edén que se convirtió en zona caliente y violenta.

Por Alejandro Soifer, RadarLibros, Página 12
Su propia forma de collar que une América del Sur con América del Norte la haría, acaso, zona de tránsito, camino de tierra donde nada pasa, donde los países se confunden, las nacionalidades se entienden como una misma separada por caprichosos trazados cartográficos. Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala, Panamá. ¿No hay nada ahí? ¿Es sólo pura selva y tierra y revoluciones difíciles de distinguir?
En medio de todo este barro Horacio Castellanos Moya dice: “No tengo idea de quién estará construyendo el imaginario nacional en Centroamérica: a las élites no les queda tiempo porque están concentradas en el saqueo y la rapiña, los intelectuales sobreviven tratando de parecer simpáticos al gran capital y al poder político, y al pueblo no le queda más energía que para buscarse la próxima comida”.
Se entiende, no es la voz de un improvisado comentador sino la de un escritor nacido en Tegucigalpa, Honduras, y criado ya de niño en El Salvador –que además pasó gran parte de su vida recorriendo y viviendo en distintas ciudades de América latina, en especial Ciudad de México–.
Si hay alguien, entonces, que hoy en día pueda pensarse como emergente de una literatura centroamericana y que logre trazar los límites de un mapa difuso, es él.
La literatura de Castellanos Moya, al igual que su idea sobre la posibilidad de la construcción de ese imaginario, no deja de referirse una y otra vez a la situación política, social e histórica de la región. Centroamérica es un mapa nuevo a construir y él lo sabe: “No tengo ninguna intención instructiva en mis novelas. Los datos históricos los incluyo porque me los pide la trama. Ahora bien, no puedo negar que Centroamérica, por ser una zona periférica poco tratada literariamente, al menos en el terreno de la ficción, me ofrece suficiente material que puedo manejar a mi antojo”.
Periferia y literatura. Periferia e historia. Las metrópolis que viven de sus piedras preciosas no se manchan las manos con el barro de la historia que se sigue amasando, en silencio, en una zona que nos resulta todavía desconocida, y por lo tanto, fascinante.
Thomas Bernhard en San Salvador
La primera novela de Castellanos Moya lleva por título El asco. Thomas Bernhard en San Salvador y la referencia al gran escritor iconoclasta austríaco parece ineludible a lo largo de páginas en las que el narrador reconstruye el monólogo de Edgardo Vega, un exiliado salvadoreño en Canadá que ha tomado como nombre para sí el de Bernhard y que se dedica, en ese monólogo, a destruir uno a uno todos los mitos de la esencia nacional salvadoreña:
“Te podrás imaginar, Moya, como si yo considerara el patriotismo un valor, como si no estuviera completamente seguro de que el patriotismo tuviera que ver con esas repugnantes tortillas grasosas rellenas de chicharrón que de haberlas comido hubieran destrozado mi intestino, hubieran agudizado aún más mi colitis nerviosa, me dijo Vega.”
La influencia bernhardiana se desparrama también en varias de sus obras que tienen a su vez, el tono de cinismo destructivo y los títulos en clara resonancia: Insensatez, Desmoronamiento, La diáspora.
La diferencia está en vivir al sur, podría decirse. La diferencia de Castellanos Moya es el haber nacido y vivido en el trópico, en la zona caliente donde una novela como El asco no fue recibida con escándalos en palacetes imperiales austríacos sino con la concreta amenaza de muerte que lo llevó al exilio.
Resulta quizás incómodo, entonces, pensar en la construcción de una literatura de América Central para reubicar en el mapa geopolítico a la zona teniendo en cuenta estos valores.
A eso se dedica Castellanos Moya: a atacar los lugares del sentido común y a la construcción de un imaginario decadente, sin sentido, mostrando los ribetes absurdos que adquiere la experiencia histórica concreta de una zona en conflicto permanente, que no logra salir de la pobreza, la exclusión y la violencia.
La tentación de asociar esta mirada y reflexión desde un emergente de la literatura latinoamericana y encastrarla con cierta tradición nihilista europea de posguerra parece fuerte. Aunque él piense lo contrario: “Es significativo que un intento de respuesta a esta cuestión se encuentre en Respiración artificial quizá la primera novela latinoamericana profunda y explícitamente infectada por Bernhard. Pero yo no creo que lo que se escriba en América latina sea eco y respuesta a lo que ya se escribió en Europa. La literatura europea de las últimas décadas, con contadas excepciones, no me dice nada; me parece una anciana agonizante preocupada por sus galas y porque no le arrebatés el monedero”.
Si la literatura europea agoniza, Castellanos Moya le roba ese monedero y se apropia para sí del desencanto. Y lo mezcla con dosis de un humor inusual.
Roberto Bolaño escribió en el posfacio agregado a la reciente reedición de El asco que Castellanos Moya “es un superviviente, pero no escribe como un superviviente”. Castellanos Moya como superviviente y exiliado: el escritor que nació en Honduras, vivió en El Salvador, recorrió América buscando su lugar y no se detuvo, sino que siguió en tránsito, construyéndose a sí mismo y luego produciendo una literatura donde esto se trasluciría. Un primer atisbo de aquella cartografía llamada América Central. Una forma de reubicarla en el mapa. Todo tratado desde los ojos del superviviente pero con el humor del cínico, de quien celebra porque todo está perdido, el mundo se acaba y no hay ya nada más que hacer.
“Mi segundo libro de cuentos, publicado en México en 1987, se titula precisamente Perfil de prófugo –dice Castellanos Moya–. Años después de publicarlo, en un momento de claridad, comprendí que la huida era mi impronta, que si algunos de mis personajes huyen y siempre están incómodos donde están, es en buena medida porque ésa ha sido mi experiencia y la conozco desde dentro.”
Pero el exilio es dolor también y no queda superado por el giro sarcástico: “Yo estoy fuera del juego. A principios de los ’90, cuando terminaba la guerra civil, regresé a El Salvador con el entusiasmo de quien quiere colaborar en la construcción de algo nuevo. Con un grupo de amigos, fundamos una revista mensual y luego un periódico semanal, del que fui director; pero el gusto nos duró poco tiempo. La realidad era demasiado dura, áspera a las nuevas ideas. Yo me largué de nuevo. De Centroamérica procede mi material para escribir ficciones, pero considero que esa zona es irredimible en términos históricos” dice Castellanos Moya.
Robocop en América Latina
Algo es seguro: la literatura latinoamericana parece haberse sobrepuesto a ese shock llamado boom y su inundación de las napas de producción.
Si en Colombia Mario Mendoza y Fernando Vallejo (éste desde México), por mencionar sólo a un par, hicieron sonar con furia su voz del desencanto estetizando a niveles de complejidad y barroquismo verbal la experiencia de la violencia interna, del hermano enemigo y la destrucción institucional que sobrevino a las guerras civiles, revoluciones incompletas y contrarrevoluciones de sangre, en esa línea puede inscribirse tranquilamente gran parte de la obra de Castellanos Moya. “La violencia exacerbada es parte intrínseca de las sociedades centroamericanas que yo recreo en mis ficciones; no es algo buscado o puro contexto, sino que está en la esencia misma de lo narrado. Luego, cuando he hablado de cultura de la violencia me refiero a sociedades donde la vida vale un par de pesos, la voluntad y el placer de matar están enraizados en buena parte de las élites y la población, y el sistema judicial naufraga en medio de la corrupción generalizada”, señala.
Quizá podría encontrarse un momento fundante de esa violencia en El arma en el hombre, novela capital de Castellanos Moya ya que lo narrado en ella se recupera y fluye en otras de sus narraciones, reconstruyendo diversos aspectos de la acción desde otros puntos de vista y perspectivas.
En esta novela el narrador se encarna en Robocop, tropa de asalto desmovilizada al finalizar la guerra civil en El Salvador (que, incluso, dice haber recibido instrucción militar en Panamá y que cuando se queda sin cadena de mando sobre sí se encuentra solo, perdido y con sus armas como único material con el que salir adelante en esta nueva sociedad):
“Mis únicas pertenencias eran dos fusiles AK-47, un M-16, una docena de cargadores, ocho granadas fragmentarias, mi pistola nueve milímetros y un cheque equivalente a mi salario de tres meses, que me entregaron como indemnización”.
Robocop, mitad máquina mitad hombre en la película de Paul Verhoeven (1987), es en este caso un hombre que no conoce otro lenguaje que el de la violencia. Y no es casual entonces que sea esta novela el núcleo medular de gran parte del resto de la obra de Castellanos Moya; donde se condensa la mayor violencia, el mayor dolor, la mayor cantidad de exilios y traslados, traiciones, muertes y donde el lenguaje adquiere su forma más acabada y perfecta. Un tono de latigazos verbales que no expresan emoción, que se limitan a informar como se procede a la faena.
Robocop, como personaje, es un hallazgo porque al igual que los asesinos niños de Vallejo en La virgen de los sicarios sustituye cualquier impulso primario (hablar, el sexo, amar, comer) y lo reemplaza por el de dar la muerte. Robocop sintetiza un tipo social que se construye en la violencia sin sentido; un tipo que tiene sobre sí el movimiento esperpéntico de la violencia que caracteriza, en gran parte, a las sociedades latinoamericanas actuales.
Castellanos Moya dice acerca de su personaje: “Robocop es un sobreviviente –un criminal desalmado, según la ley– que aprovecha los conocimientos aprendidos en la guerra para mantenerse a flote en las nuevas circunstancias. Un par de generaciones de salvadoreños somos sobrevivientes y construimos nuestra identidad a golpes de timón y con lo que tenemos a mano”. La construcción de la identidad de Robocop como golpe de timón es la de una violencia como el último estertor de un agonizante.
“No me gustó la forma como me miraba. Tomé el dinero y le disparé en la sien”, relata Robocop uno de sus crímenes.
Precisamente, será el asesinato de Olga María de Trabanino, relatado en la novela como una misión más (“La sorprendí en la cochera. Venía con sus dos pequeñas hijas. Le disparé una vez en el pecho y luego le di el tiro de gracia”), el eje sobre el cual girará su novela La diabla en el espejo, y será referido en otras como El asco y Donde no estén ustedes, que retoma a José Pindonga, acaso la contracara de Robocop, el héroe romántico y melancólico, un ex periodista y detective privado encargado de investigar la muerte de Olga María, torpe en todo lo que hace y quien provoca los momentos más hilarantes de la obra de Castellanos Moya. Violencia y sarcasmo. Destrucción y cinismo. Robocop y Pepe Pindonga encarnan una dualidad estética en la obra de Castellanos Moya.
La experiencia de la muerte es una presencia, como sombra o realidad concreta y cotidiana, que atraviesa toda la narrativa de Castellanos Moya, como si fuera un río subterráneo que contamina todo lo que toca. Esa experiencia física afirma al mismo tiempo que subvierte la estética del naturalismo; lo que en ella era sangre interna que trasmitía por generaciones el gen de la derrota o del mal, aquí se ve como una especie de río imaginario de fluidos corporales que interconectan las distintas obras de Castellanos Moya pero como pura presencia externa, contacto con la sustancia. Robocop no duda en sacarse los guantes para tener esa experiencia en carne propia: “El mayor aún respiraba cuando le machaqué la cabeza con la culata de la pistola: me quité el guante para tomar sus sesos y restregárselos en lo que quedaba de su rostro”.
Esa presencia de la violencia como río de sustancias restituye un lugar en la historia a los olvidados y fluye, tocando de algún modo u otro los distintos relatos: “Quizá la sangre de esos cien mil muertos es la que los hace apestar de esa manera tan particular” dice Thomas Bernhard en El asco tendiendo un puente con Insensatez, un relato voluptuoso cuyo narrador es el encargado de corregir unas mil cuartillas de un informe sobre el exterminio brutal de indígenas por parte de los militares en un país centroamericano. Situaciones de un absurdo que encuentran cima en el eco de la Guerra del Fútbol que describe la trama de Desmoronamiento y da cuenta de esa guerra entre Honduras y El Salvador desencadenada como excusa de un encuentro por las eliminatorias del Mundial 1970 de ambas selecciones nacionales. Una guerra de la transpiración para terminar con la mecánica de fluidos que justifican, llevan, riegan, dan cuenta de la muerte y la violencia.
Quizás la construcción de esa América Central que desconocíamos venga empapada del desencanto de los muertos no vengados y las tumbas sin nombre que conocemos también como experiencia directa.
“Por eso, en contra de mi voluntad, he tenido que ver y escuchar a esos políticos apestosos por la sangre de las cien mil personas que mandaron a la muerte con sus ideas grandiosas, un tremendo asco me producen esos tipos tenebrosos que tienen en sus manos el futuro de este país, Moya, no importa si son de derecha o de izquierda, son igualmente vomitivos, igualmente corruptos, igualmente ladrones, se les nota en la cara la ansiedad por saquear lo que puedan a quien puedan, unos pillos con saco y corbata que antes tuvieron su festín de sangre, su orgía de crímenes, y ahora se dedican al festín del saqueo, a la orgía del robo, me dijo Vega.” La declaración de Bernhard en El asco se sostiene con la fuerza de un programa estético que Castellanos Moya sigue desarrollando. Y en el retumbar de esas palabras, el trazado del mapa adquiere por momentos la perturbadora fisonomía de nuestros propios límites.
“Nadie sabe para quién trabaja”
¿Cómo fue tu experiencia de militancia política?
–Yo nunca encajé en ninguna militancia, deserté incluso antes de ser boy scout; la obediencia me cuesta mucho. En los primeros años de la década del ’80 hice periodismo en apoyo a las fuerzas revolucionarias que entonces peleaban en El Salvador, pero pronto descubrí las trampas y los crímenes, y salté del barco cuando aún ondeaba la bandera de la “inminente” victoria. Me gustaría creer que la fuerza que me movió entonces tenía que ver con la dignidad y con cierta textura moral, más que con las ideologías o la ambición política.
¿Te arrepentís de algo de lo que escribiste en El asco?
–Si comienzo a arrepentirme de algo terminaré arrepintiéndome de todo. Escribí lo que tenía que escribir y he pagado un precio por ello. Nada más.
¿Qué sentido particular tiene escribir en América Latina?
–Latinoamérica siempre ha sido un territorio hostil a la literatura en términos de lectores, y ahora con la golpiza a las clases medias lo es más. Cuando alguien procede de un lugar como del que yo procedo, escribir no tiene ningún sentido, a menos que sea un impulso inevitable, una tara genética, como decía Onetti.
Tu nueva novela se llamas Tirana memoria. ¿Cómo significás esta tiranía?
–La memoria es tirana porque nos mantiene girando en rollos, y en esos rollos están estampadas las experiencias traumáticas, las cuentas pendientes, las heridas; también, por supuesto, los recuerdos positivos, pero no con la misma intensidad. La memoria del dolor es inmensamente más fuerte que la memoria del placer, creo. Tirana memoria sucede en su mayor parte en El Salvador y gira alrededor de una mujer conservadora, católica, buena persona, cuya vida de pronto da un tremendo giro cuando su marido es apresado, por opositor al régimen, en el vórtice de un golpe de Estado; tiene vasos comunicantes con Donde no estén ustedes y Desmoronamiento.
Tu literatura interesa mucho en Europa. ¿Hay alguna posibilidad de que termine convirtiéndose en una especie de exotismo latinoamericano?
–La verdad es que nadie sabe para quién trabaja. Y para mí, tener lectores ya es ganancia; cómo me vean o lo que opinen esos lectores sobre mis libros viene después, y nada puedo hacer sobre ello.

sábado, 16 de agosto de 2008

Homero y la escuela de Springfield

De izquierda a derecha y en primer plano, Kant, Marx, Barthes y Foucault; detrás, Platón, Wittgenstein, Sartre y Nietzsche, en una ilustración del dibujante Felix Petruska

¿Alguna vez pensaron "filosóficamente" en Los Simpson? Pues si la respuesta es no, he aquí el momento de empezar a hacerlo. Por lo menos ésta es la propuesta del libro Los Simpson y la filosofía, en el que un grupo de veinte filósofos de distintas universidades estadounidenses ensayan sobre la curiosa familia y su entorno en la ciudad de Springfield.

Jordi Soler, El País

En la Universidad de Berkeley, en California, se imparte un curso de filosofía fundamentado en la vida cotidiana de la familia Simpson. El maestro y sus alumnos van tomando nota, a lo largo de un semestre, de los actos y los diálogos que la tribu de Homero va desvelando semanalmente en la televisión; este conocimiento, aparentemente superfluo, les sirve para comprender, y luego aplicar, los engranajes del pensamiento filosófico. Matt Groening, artífice de esta familia dolorosamente arquetípica, sostiene: "Los Simpson es un programa que te recompensa si pones suficiente atención". Sus célebres episodios pueden entenderse en distintos niveles, divierten a niños, a adultos y a filósofos; tres datos sobre la inversión que lleva cada capítulo de esta serie dan una idea de su complejidad: 300 personas, que trabajan durante 8 meses, con un costo de 1,5 millones de dólares.
La misma idea de convertir a la familia Simpson en materia de especulación filosófica es el tema de un curioso libro, The Simpsons and philosophy: the D'oh of Homer (ese "D'oh" se traduce en la versión española por "mosquis", la célebre interjección de Homero). Una nueva editorial, Blackie, lo publicará en España en invierno con el título de Los Simpson y la filosofía. En este volumen, un éxito de ventas en EE UU e Italia, 20 filósofos, de diversas universidades de Estados Unidos, ensayan sobre esta familia y su entorno en la desternillante ciudad de Springfield. El compilador de este proyecto de reflexión colectiva es William Irwin, profesor de filosofía del Kings College, en Pensilvania, con la participación de Mark T. Conrad y Aeon J. Skoble; Irwin es también autor de un célebre ensayo, en la misma línea de filosofía pop, titulado Seinfeld and philosophy (Seinfeld y la filosofía), donde, en un ejercicio a caballo entre la reflexión y la enajenación que produce mirar tantas horas la tele, desmonta filosóficamente la vida del solterón neoyorquino y el grupo de solterones que lo rodean.
Los Simpson y la filosofía comienza con un ensayo de Raja Halwani dedicado a rescatar, filosóficamente, lo que Homer tiene de admirable, y el punto de partida para esta empresa imposible es Aristóteles, ni más ni menos. "Los hombres fallan a la hora de discernir en la vida qué es el bien"; esta idea aristotélica consuena con esta idea homérica, de Homero Simpson: "Yo no puedo vivir esta vida de mierda que llevas tú. Lo quiero todo, las terroríficas partes bajas, las cimas mareantes, las partes cremosas de en medio". La interesantísima radiografía filosófica de Homero que hace Halwani viene salpicada con diálogos y situaciones que hacen ver al lector lo que ya había notado al ver Los Simpson en la televisión: que Homero, fuera de algunos momentos de intensa vitalidad, casi todos asociados con la cerveza Duff, no tiene nada de admirable. "Brindo por el alcohol, que es la causa y la solución de todos los problemas de la vida", dice Homero en un momento festivo, con una jarra de cerveza en la mano, y unos capítulos más tarde se sincera con Marge, su esposa: "Mira Marge, siento mucho no haber sido mejor esposo; estoy arrepentido del día en que intenté hacer salsa en la bañera y de la vez en que le puse cera al coche con tu vestido de novia... Digamos que te pido perdón por todo nuestro matrimonio hasta el día de hoy".
El libro se divide en cuatro grandes secciones: personajes, temas simpsonianos, la ética de los Simpson y los Simpson y los filósofos. El resultado, como suele suceder en los libros de varios autores, es desigual y ligeramente repetitivo; sin embargo, su lectura puede ser muy instructiva para los millones de forofos de esta serie que desde 1989 presenta una visión de la sociedad en dibujos que se parece bastante a la realidad de la familia occidental; en sus episodios, además de la lúcida disección que se hace del zoo humano, se tratan temas muy serios como la inmigración, los derechos de los homosexuales, la energía nuclear, la polución, y todo teñido de una sátira política que al final, como sucede casi siempre en los ambientes de Hollywood, resulta ser más demócrata que republicana.
Hace unos años, Matt Groening declaró que el gran subtexto de Los Simpson es éste: "La gente que está en el poder no siempre tiene en mente tu bienestar". La serie está basada en la desconfianza que siente el ciudadano común frente al poder, en todas sus manifestaciones, y en la necesidad que éste tiene de preservar a su familia que, por disfuncional que sea, termina siendo el último refugio posible. En los capítulos que se ocupan de los personajes de la serie, los filósofos autores de este libro aprovechan para revisar el antiintelectualismo yanqui a la luz de Lisa, o el silencio de Maggie a partir de esa idea de Wittgenstein que dice "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo"; también hay una sesuda reflexión sobre Marge, esposa y madre, como referente moral de la familia Simpson, y del pueblo de Springfield; en uno de los episodios aparece este diálogo, debidamente consignado en el libro, entre Marge y el tabernero Moe:
Moe: "He perdido las ganas de vivir".
Marge: "Oh, eso es ridículo, Moe. Tienes muchas cosas por las que vivir".
Moe: "¿De verdad?, no es lo que me ha dicho el reverendo Lovejoy. Gracias Marge, eres buena".
Bart Simpson es analizado con óptica nietzscheana; Mark T. Conrad intenta armonizar la vida gamberra de este niño con el rechazo de Nietzsche a la moral tradicional. "Yo no lo hice. Nadie me ha visto hacerlo. No hay manera de que tú puedas probar nada", se defiende Bart en uno de los episodios, ignorando esta contundente línea de Nietzsche que lo justifica: "No existen los hechos, sólo las interpretaciones".
Además de Nietzsche y Aristóteles, Los Simpson y la filosofía echa mano de Kierkegaard, Camus, Sartre, Heidegger, Popper, Bergson, Husserl, Kant y Marx, y este último filósofo da sustancia al divertido capítulo "Un (Karl, no Groucho) marxista en Springfield", donde James M. Wallace llega a la conclusión de que los Simpson son capitalistas y, simultáneamente, críticos marxistas de la sociedad capitalista. A la hora de desmontar filosóficamente a Homero, Raja Halwani llega a la conclusión de que el tipo de carácter que tiene este personaje, desde el punto de vista aristotélico, es el vicioso, su escaso autocontrol frente a la ira, la alegría, el sexo o la cerveza, sus mentiras y su cobardía histérica en las situaciones en que tendría que responder como jefe de la tribu, lo sitúan como la antítesis de la templanza. Esta línea, dicha por él mismo cuando peligraba su integridad física, describe bien al entrañable personaje: "¡Oh, Dios mío; criaturas del espacio! ¡No me coman, tengo esposa e hijos!; ¡cómanselos a ellos!".

Tarantino, frente a los nazis

Roger Boyes. The Times
La nueva película de Quentin Tarantino promete ser un auténtico baño de sangre, incluso para el nivel de imperturbabilidad del que suele hacer gala el director estadounidense, autor de filmes como Pulp Fiction y Reservoir Dogs.
Si bien el rodaje comenzará en Berlín el 13 de octubre, el controvertido director está ya en la capital alemana para tomar allí las decisiones finales con respecto al reparto.
El papel estelar será interpretado por Brad Pitt. Su personaje, un teniente llamado Aldo Raine, está al mando de un grupo de soldados judíos norteamericanos que son lanzados a la Europa ocupada por los nazis para vengarse de los alemanes y destruir su moral.
El tono en que se desarrolla esta película, provisionalmente titulada Inglorious Bastards [Bastardos ignominiosos], lo justifica, al principio, el teniente Raine en una arenga que pronuncia ante sus hombres. Según una versión del guión filtrada a la prensa, el oficial les dice: "Todo hombre que esté bajo mi mando me debe cien cabelleras de nazis arrancadas de las cabezas de cien nazis muertos, o morir en el intento".
Pero posiblemente lo que conmocione más a los alemanes no sea la crudeza de esos episodios en los que se arrancan cabelleras, se graban esvásticas en la frente, se dispara a los testículos o se estrangula lentamente, todo ello presentado con la acostumbrada afición por los detalles de Tarantino. Lo más grave será aceptar cómo la Segunda Guerra Mundial se convierte en una especie de libro de cómics violentos en el que ni un solo personaje alemán ostenta ningún valor personal.
A juzgar por este guión de Tarantino que se ha filtrado, el único alemán bueno es el alemán muerto, concentrándose la totalidad del suspense en la forma en que debe morir. Para la moderna Alemania, todo ello supone un regreso a los tiempos más crudos de la propaganda de guerra antialemana. "Éste es un caso en el que la cultura popular se ha tropezado con la Alemania nazi y el Holocausto y con una fuerza sin precedentes", ha dicho Tobias Kniebe, crítico de cine del diario Suddeutsche Zeitung. "Y los efectos de esta colisión son absolutamente impredecibles".
Durante 60 años, los directores de cine alemanes han utilizado las películas de guerra como instrumentos pedagógicos para mostrar la forma en que los buenos alemanes deberían haber reaccionado frente al terror nazi. Recientemente, en Alemania se ha producido un intenso debate sobre si se debió haber permitido o no que Hollywood hiciera una película sobre el conde Claus Schenk von Stauffenberg, el hombre que intentó acabar con la vida de Hitler con una bomba y al que todo el país considera, casi, como un héroe de guerra.
Lo más probable es que esta película de Tarantino, antes que procurarles el perverso placer de escribir unas malas críticas, lo que cause sea un paro cardíaco a todos los críticos cinematográficos alemanes. "Todos esos historiadores y críticos de cine alemanes que ya se habían quedado sin aliento por culpa de Tom Cruise y de sus intentos de conseguir una imagen correcta de Von Stauffenberg se sentirán tan horrorizados por Inglorious Bastards que, de inmediato, la atacarán salvajemente", continuaba diciendo Kniebe.
"Aunque es muy posible que ése, precisamente, sea el plan de Tarantino". De hecho, el director norteamericano ya está asegurando insistentemente que su película, en realidad, "no tratará en absoluto sobre la guerra, y, mucho menos aún, sobre Alemania".

jueves, 14 de agosto de 2008

Generaciones y épocas

Por Giovanni Rodríguez
Uno no empieza a considerarse seriamente como perteneciente a una generación determinada sino hasta el momento en que esa generación ha sido suplantada por otra o por otras. Y es que una condición esencial para que un individuo empiece a considerarse parte de un grupo correspondiente a una época determinada es precisamente el hecho de que esa época es algo que pertenece al pasado. La nostalgia es, por lo tanto, la primera condición de la conciencia generacional en el individuo. La segunda condición sería la confrontación ideológica y cultural con la o las generaciones posteriores, o ya, de plano, el rechazo absoluto de todo lo que identifique a estas generaciones posteriores.
Dos condiciones entonces: la nostalgia del pasado y el rechazo al presente.
Yo empecé a cobrar conciencia de pertenecer a una generación determinada desde el momento en que empecé también a notar que todo esto que caracteriza a los nuevos individuos, a los individuos sociales del presente, no va conmigo.
No van conmigo, por ejemplo, las tendencias de la música, de la moda o de las corrientes ideológicas actuales. Mis preferencias se quedaron en las tendencias de hace varios años, cuando empezaba a ser un joven que recién abría los ojos para descubrir con asombro el mundo circundante.
¿A qué generación pertenezco entonces? ¿Quiénes más forman parte de esta generación a la cual me siento perteneciente? ¿Tiene algún nombre esta generación?
No sé si encajo del todo en esa Generación X, que es como se nos conoce a los que nacimos más o menos entre 1970 y 1980, que asumimos –con cierto pesar por no haber nacido diez o veinte años antes- la música originada en los sesentas y setentas, que jugamos, en un ejercicio lúdico evolutivo, a los trompos, a los mables, al Atari y a la Playstation; como tampoco sé si quepo en el círculo que encierra a la Generación Y, que son los nacidos a partir 1981 o 1982 (los grandes teóricos del asunto no se ponen de acuerdo), los que crecieron con las computadoras y el Internet, los que vieron, con ojos infantiles e infantilmente asombrados, la guerra del Golfo Pérsico, los atentados del 11-S, o las guerras de Afganistán e Irak.
No lo sé. La verdad es que me siento tanto parte de una como de la otra. De la G-X, el culto a Pink Floyd, Alice in Chains o Pearl Jam; de la G-Y, mi casi adicción al Internet y el mantenimiento de un blog que actualizo regularmente. De la G-X, probablemente mi nihilismo y mi eterna descolocación ante cualquier intento de coartar mi libertad; de la G-Y, el recuerdo de los misiles norteamericanos cayendo de madrugada sobre Bagdad en una mañana de mi infancia viendo CNN y el menos antiguo de un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas en la pausa del almuerzo durante mi primer día de trabajo como cajero en un banco allá en el lejano año 2001.
Posiblemente en el futuro alguien –otro de estos teóricos empeñados en establecer fechas y acumular datos- venga a decirnos que hay además una generación intermedia, la XY, la que reúne a los que, como yo, deambulan en un limbo generacional sin saber exactamente con cuál generación identificarse plenamente. Para entonces quizá yo ya sea un viejo malhumorado al que no le hará la menor gracia que traten de situarlo en una generación específica, porque quizá lo único que quiera recordar de esa generación y de su época sea a los amigos, y los libros de los amigos, y la música y las palabras eternas de los amigos, que es lo que esencialmente la habrán constituido.

martes, 12 de agosto de 2008

Las heroínas de Quentin y Russ

Afiche de la película Faster, pussycat! kill! kill!, de Russ Meyer

El texto que sigue debía ser un comentario para la entrada anterior, "Cine y fetichismo", pero decidí dejarlo como una nueva entrada porque no solamente comenta el texto que escribí sobre Tarantino y Meyer sino que lo enriquece con nuevos datos y puntos de vista. Ustedes lean:

Por Dennis Arita
Además de adorar ciertas partes femeninas, Tarantino y Meyer ponen de protagonistas de sus filmes a mujeronas poderosas que no cejan ante nada ni nadie cuando quieren lograr sus propósitos. Las heroínas de estos dos tipos nunca son universalmente buenas. Sin embargo, las damas peligrosas de Tarantino no son meras máquinas de hacer el mal y a veces hasta resultan simpáticas.
Dos ejemplos de heroína ambivalente del mundo tarantiniano son la protagonista homónima de Jackie Brown y Beatrix Kiddo, alias "la Novia", la vengadora de Kill Bill. Jackie Brown usa su trabajo de aeromoza como pantalla para traer a escondidas desde México el dinero malhabido de Ordell Robbie, asesino y traficante de armas. Su vida transcurre en una monocroma barriada de California y no parece tener más destino que el señalado por Robbie. Su derecho a ser simpática se lo debe a su romance otoñal e imposible con Max Cherry, bonachón pagador de fianzas, y a su amor por los viejos vinilos de música soul. O mejor dicho al triángulo amoroso entre ella, Max Cherry y la canción "Didn't I Blow Your Mind This Time" de los Delfonics.
¿Es posible decir que una asesina es tierna? En el mundo según Tarantino, parece que sí. Tarantino se inventa a Beatrix Kiddo, asesina perfecta que decide retirarse del crimen y abandonar a Bill, su mentor y amante, para refugiarse en un pueblito desértico y casarse con un gris vendedor de pinturas que es además el padre de su hijo. Pero Bill es celoso y la rastrea hasta Arizona o Nuevo México. Él y su selecto grupo de asesinos, las Víboras Mortales, acaban a balazo limpio con los invitados a la boda, pero Beatrix queda viva y comatosa durante años. Cuando despierta del coma en Kill Bill, su único propósito, bastante comprensible, es asesinar a Bill. En Kill Bill 2 su objetivo es convertirse en madre ejemplar.
Como antídoto contra protagonistas menopáusicas, enamoradizas y maternales, tenemos a Varla, bailarina go-go y heroína de Faster, pussycat! kill! kill!, la supuesta obra maestra de Russ Meyer. Ella es diferente a las amazonas de Tarantino porque absolutamente nada la redime, salvo su deseo casi irrefrenable por divertirse a costa de quien sea. Acompañada por dos colegas tan dotadas como ella para el sexo y el crimen, su búsqueda de diversión la lleva al desierto, lejos de la civilización, donde se dedica sin obstáculos a sus tres pasatiempos favoritos, las carreras de autos, el asesinato y el robo. Luego de matar a golpes y patadas a un oponente en una carrera, rapta a su novia y la hace pasar por una rica heredera a la que está en trance de devolver a sus preocupados padres. En el camino se encuentra a una familia compuesta por tres hombres, el patriarca viejo y libidinoso que oculta un dineral en su rancho y sus hijos Kirk y "El Vegetal", un forzudo que padece de atrofia mental.
Mientras comete sus variados crímenes, Varla encuentra el tiempo para acostarse con Kirk y exponer su filosofía: "Yo nunca intento nada, sólo lo hago".
Varla anda en busca de sexo, dinero y velocidad y nada ni nadie la detiene. El símbolo de su búsqueda vital es su auto, un Porsche que usa como un hombre usaría su órgano viril. Con él parece querer atravesarlo y destruirlo todo. En una secuencia impresionante, con su carro aplasta contra una pared a "El vegetal". Como para afirmar más allá de la duda su falta de moral, viste toda de negro.

viernes, 8 de agosto de 2008

Cine y fetichismo

Tarantino durante la filmación de Death Proof

Por Giovanni Rodríguez

En los últimos días he estado revisando algunas películas de Quentin Tarantino; un detalle recurrente en ellas me había llevado a informarme más y he encontrado unos datos interesantes. Uno de ellos es la especial admiración que le deparaba a Russ Meyer, un cineasta norteamericano nacido en San Leandro, California. Probablemente de Meyer le atraía su inclinación irreverente hacia el cine erótico, pero sería más acertado pensar que lo que lo unía a él era su denodado fetichismo de los pechos femeninos, que demostró sin ambages sobre todo en sus últimas películas.
Ya se sabe que Tarantino es un fetichista consumado (éste es el detalle al que aludí antes), sobre todo un fetichista de pies, como se puede comprobar en sus películas con los planos recurrentes a los pies de Uma Thurman, aunque la escena que mejor refleja esta obsesión del cineasta es aquella en la que bebe alcohol de los pies de Salma Hayek en Del crepúsculo al amanecer, película escrita por él y dirigida por su amigo Robert Rodríguez.
Tarantino había conocido a Meyer en el cóctel ofrecido luego del estreno de una de las películas de éste. En una entrevista realizada por un periódico mexicano, Quentin describe el encuentro con las siguientes palabras: “Quería saludarlo de manera adecuada, estrechándole la mano, pero no se pudo porque tenía las manos ocupadas con las copas y los bocadillos. Él, por supuesto, no me conocía, y yo lo admiraba muchísimo, de modo que cuando quise decirle algo, el residuo de uno de los bocadillos en mi garganta hizo que las palabras se me atoraran, entonces él me dio unas palmaditas en la espalada y me recomendó tomar un trago de mi copa. Después ya no volví a verlo esa noche, había desaparecido inexplicablemente de su propio cóctel”. En el momento de ese encuentro, Tarantino tenía apenas veintitrés años y ni siquiera había escrito el guión de Amor a quemarropa.
Según una página web dedicada a Tarantino, éste vio en 2001, precisamente en una pequeña sala de cine californiana atestada de cinéfilos pornógrafos, Pandora Peaks, la última película filmada por Meyer antes de su muerte en 2004 a los 82 años por causa de una neumonía y con ciertos signos de demencia. Para entonces Tarantino ya era un fanático de Meyer.
Pandora Peaks también es el nombre de la protagonista del film. Sus enormes implantes de senos llamaron la atención de Meyer, a quien se le ocurrió hacer una película con ella. Se trató de una sucesión ininterrumpida (sin diálogos) de escenas con Pandora vistiéndose y desvistiéndose durante 72 minutos, los cuales son narrados por la propia actriz y por Meyer.
No sabemos si fue con la intención de emular a su admirado Meyer, pero a Tarantino también se le ocurrió utilizar a la Peaks en una película de serie B que proyectaba filmar más adelante y que se titularía Death Proof, pero desafortunadamente ella decidió retirarse del cine antes de que la propuesta de Tarantino llegara a su representante, de modo que la actriz de la exuberante delantera no apareció finalmente en Death Proof, estrenada el año pasado.
¿Qué oscuro placer impulsaba a Meyer a filmar obsesivamente los pechos de una mujer? ¿Qué es lo que pasa por la cabeza de Tarantino en el instante previo a ordenar, desde su butaca, la inmortalización de los feos pies de las actrices de sus películas? Son preguntas que, aunque algo periféricas, solemos hacerle siempre a los artistas.

sábado, 2 de agosto de 2008

De cuando la literatura era peligrosa

Haroldo Conti

En El Salvador de los años setenta la cultura era perseguida por los militares. Esa atmósfera fue crucial para una generación de lectores que debieron buscarse la vida. En ese ambiente hostil, Horacio Castellanos Moya descubrió a uno de los autores latinoamericanos dignos de conocer: Haroldo Conti

Por Horacio Castellanos Moya
Me pregunto hasta dónde la atmósfera cultural en la que un joven decide hacerse escritor influye para siempre en su visión del oficio y de la literatura. Me lo pregunto porque recordar aquel ambiente que vivimos en San Salvador quienes nos asumimos como escritores en los años 1975-1979 aún me resulta estimulante, aunque a muchos lectores seguramente les parecerá más ficción que realidad. Y me lo pregunto en especial en estos momentos en que la obra de Haroldo Conti, un escritor determinante para nosotros en aquella época, está siendo reeditada y revalorada tanto en España como en Latinoamérica.
San Salvador era entonces una ciudad ajena a los circuitos culturales de las grandes urbes latinoamericanas como Buenos Aires, México y La Habana. No había una sola revista cultural, ni un suplemento literario, ni una editorial dedicada seriamente a la literatura. Más de 45 años consecutivos de gobiernos militares habían creado una atmósfera asfixiante en la que la disensión, la expresión de una sensibilidad social o la exigencia de justicia eran consideradas "subversión comunista".
No había estímulo alguno para asumir el oficio de la escritura literaria en tales circunstancias. Tratar de convertirse en escritor era un sinsentido o expresión de una voluntad de rebeldía que conduciría a la acción política o una mala estrella a secas.
Cuando yo comencé a estudiar Letras en la Universidad de El Salvador en 1976, ésta parecía más un campo de concentración que un campus universitario. Penetrar en sus instalaciones era un desafío: pelotones de guardias armados, apostados a la entrada del recinto, exigían la credencial estudiantil y cacheaban a todo aquel que quería ingresar. Esos mismos guardias -a quienes llamábamos "los verdes", por sus uniformes- recorrían los pasillos, escopeta en mano, y se detenían en el umbral de las aulas, a media clase, amenazantes. Alambradas dividían las distintas facultades y, si uno quería ir de una a otra, había que cruzar un puesto de chequeo.
Tal atmósfera llegaba al absurdo: los profesores no podían escribir la palabra "marxismo" en sus programas de estudio y apenas la pronunciaban con sigilo en clase. Así, el libro Estética y marxismo de Adolfo Sánchez Vásquez, en mi programa de Historia del Arte se titulaba nada más Estética...
Pero el control militar de la sociedad sólo cubría una olla de presión. En la misma Universidad la conspiración bullía subterránea y varios profesores no se dejaban doblegar por el miedo. Uno de ellos fundó una pequeña librería a la que llamó Neruda. No sé por qué recovecos del destino, o del mercado, pronto comenzó a importar libros argentinos: bellos tomos de Librería Fausto, de Fabril, de Siglo XX y de Sudamericana llenaban sus estanterías. Gracias a él nos iniciamos en la lectura de la mejor literatura contemporánea, ávidos de contactar con el mundo desde aquel hoyo infame. Ahí compré Sudeste, la primera novela de Conti, en la edición original de Fabril; y me parece que ahí también conseguí la primera edición de su segunda novela, Alrededor de la jaula, publicada por la Universidad Veracruzana. La librería Neruda no iba a durar mucho: los militares la dinamitaron en 1979, si mal no recuerdo. A su dueño, aquel silencioso y tranquilo profesor de Letras, pálido y de ojos rasgados, un comando del ejército lo asesinó el último día de octubre de 1984, cuando salía de su casa para llevar a su hija a la escuela. Su nombre era Reynaldo Echeverría.
Estoy seguro de que la edición de Casa de las Américas de Mascaró el cazador americano que llegó a manos de nuestro grupo de jóvenes poetas, allá por 1977, no la importó la librería Neruda, ya que no había forma de hacer negocios entre San Salvador y La Habana. Seguramente alguien la metió subrepticiamente desde Costa Rica. ¿Por qué nos conmovió tanto leer esta novela de Conti (entonces ya un escritor "desaparecido" por los militares argentinos)? ¿De qué manera esta historia de un pobre circo ambulante transformó nuestras vidas? Resulta que entonces nosotros editábamos una efímera y artesanal revista literaria y acabábamos de leer Mascaró cuando, como en un acto de prestidigitación, un joven filósofo convertido en organizador de redes clandestinas entre los sindicatos llegó a ofrecernos un artículo precisamente sobre los artistas circenses. Y así como el circo del príncipe Patagón liberaba la energía creativa de los espectadores en los perdidos pueblos de la Pampa para que luego Mascaró organizara su reclutamiento, el libro de Conti había liberado nuestras energías, al mostrarnos que todo gran arte es en esencia subversivo, para que entendiéramos que la vida no estaba en otra parte sino ante nuestras propias narices, donde la guerra se fraguaba a plomo y sangre. La identificación fue tal que un poeta de nuestro grupo, Miguel Huezo Mixco, se fue a la guerra los siguientes diez años bajo el seudónimo de Haroldo, en homenaje a Conti, claro está, aunque también acicateado por el ejemplo de otros poetas combatientes, como Ungaretti, Cendrars o Char.
Por supuesto que la obra de Conti es mucho más que un llamado a la dignidad y a la valentía. Yo, por ejemplo, desde entonces me he quedado buscando uno de sus textos, incluido en una antología del cuento ocultista, publicada en Buenos Aires, en el que narra las vicisitudes de un hombre atormentado por sus demonios que va en busca de un maestro a la montaña. Esa antología la quemó mi madre en 1980, junto a la mayoría de mis libros que dejé en su casa, ante un inminente cateo del ejército. No recuerdo la editorial ni el título del cuento. Desde entonces lo he buscado en antologías e índices bibliográficos, pero el cuento permanece tan oculto como los restos de su autor.
Tomado de Babelia, 02 de agosto de 2008