martes, 9 de diciembre de 2014

Imitadores y originales

Hace mucho que no dejábamos por aquí un artículo de Vila-Matas, un escritor que siempre indaga en esos aspectos de la ficción que la mayoría de las veces pasan inadvertidos y que resultan, sin embargo, indispensables para entender, o para empezar a entender, cómo funciona el asunto. Esta vez, recordando a Diderot y a Sterne, nos habla de la imitación y la originalidad, que pueden llegar a confundirse.
No oímos alguna vez que “todo está escrito”? A mí, desde tiempo inmemorial, han tratado de convencerme de esto. “La imposibilidad de ser original”, repetía el primero que intentó desengañarme; me acuerdo muy bien de él: un tipejo que carecía de talento literario y ajustaba cuentas con todo el mundo que escribía en lugar de ajustarlas consigo mismo, lo que tanto le habría convenido. Cansaba tanto que un día hallé un fragmento de Macedonio Fernández y se lo leí y pude ver que le causaba los mismos problemas que una estaca a un vampiro: “Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo habían dicho, repuso. Y comenzó”.
Salió por piernas, y su fuga fue liberadora, porque me permitió adentrarme en el estudio de la originalidad. Quizá por eso me atraen las reflexiones de Adam Thirlwell en su ensayo La novela múltiple(traducción de Aleix Montoto, Anagrama). Me gusta cómo organiza sus comentarios sobre la originalidad a partir de un Kundera impresionado por el hecho de que un libro como Tristram Shandy,de Laurence Sterne, siga siendo excepcional en la historia de la novela: “Nadie lo siguió. Nadie salvo Diderot”.
Basada en la extraña relación entre Sterne y Diderot, Kundera desarrolló su teoría de la originalidad: Diderot fue receptivo enJacques el fatalista a la invitación sterneiana a recorrer nuevos caminos, y, por mucho que pueda parecer lo contrario, fue un escritor inmensamente original. Al hilo de esta certeza, el joven Thirlwell observa que la historia del arte de la novela está basada en una paradoja: una obra nueva sólo tiene sentido si forma parte de una tradición, pero sólo tiene valor en esa tradición si —como ocurre con Diderot con respecto a Sterne— ofrece algo nuevo. Esto vendría a decirnos que toda forma artística supone una confrontación directa con esta cuestión: ¿qué diferencia hay entre repetición y variación? ¿A partir de qué momento una imitación es original?
Dentro de la línea sin duda más feliz de la literatura universal, Sterne aportó algo nuevo al mundo de Cervantes y Diderot a su vez lo aportó al de Sterne, al que imitó, pero uno diría que para parodiarle; empleó para ello la ambigüedad del propio Sterne y lo hizo, claro está, de forma ambigua, lo que precisamente imposibilita saber si le imitaba o se reía. Y es que un ambiguo homenaje a la ambigüedad recorre esa también excepcional novela que es Jacques el fatalista.
Frente a las acusaciones de copia o de imitación insulsa, Diderot debió de experimentar un orgullo secreto, porque, en un mundo como el literario tan lleno de imitadores, él se sabía original. Porque no hay duda de que, inscrito en la franja más feliz de la historia de la novela, contribuyó a extender el lado más genial de ésta; un lado para el que Sterne y Diderot abrieron caminos de grandes posibilidades, que asombra ver que tan pocos han seguido. Pero las posibilidades están ahí. Y luego aún hay quien dice que el género está agotado.
Tomado de El País.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Narrativa hondureña actual: una voluntad posmoderna



Publiqué este artículo en el último número del boletín literario "Página al Viento" de la Editorial Universitaria y al parecer, ya empezaron a salir ronchas por todas partes. Es el "riesgo" que se corre al decir la verdad, supongo. Qué cosas, ¿no?
Por Giovanni Rodríguez

¿Cuándo fue la última vez que se publicó un libro de narrativa en Honduras? ¿Fue, acaso en 2013, El equilibrista, una novela que Roberto Quesada ya había publicado, con otro título, hace muchos años? ¿O acaso en 2012, Entonces, el fuego, de Raúl López Lemus, una colección de cuentos de un tiraje cortísimo que pocos alcanzamos a leer? Es curioso que a pesar de ser pocos los libros de narrativa hondureña que llegan a nuestras exiguas librerías, resulte difícil recordarlos. ¿Cuántos habrán leído Final de invierno y Música del desierto, los dos libros de cuentos de Dennis Arita aparecidos en 2008 y 2011, respectivamente? ¿O Las virtudes de Onán (2007), la obra de Mario Gallardo que probablemente represente para una generación próxima lo que para la nuestra significó El arca, de Óscar Acosta?
Escasos son los lectores como escasa es nuestra narrativa, y más allá, escasa la calidad de esta narrativa, del mismo modo que pobre es nuestra vida cultural y deficiente nuestra formación académica. Una cosa no deriva necesariamente de la otra pero es obvio que alguna relación guardan entre sí. Un escritor de ficciones de nuestro llamado “tercer mundo” estará menos preocupado por escribir que por conservar el trabajo que le permita llenar la nevera. Con ese panorama, al que se le podría sumar la casi nula existencia de medios que permitan la difusión de la literatura, la incipiente industria editorial y el oneroso costo de la autoedición, distribución y promoción de los libros, poco se puede hablar de una narrativa contemporánea hondureña sólidamente establecida, pues, más que escritores, quienes de vez en cuando publicamos algún libro en estas Honduras somos profesores, periodistas, correctores de textos, y cuando hay menos suerte, nos dedicamos a labores que nada tienen que ver con la literatura.
Pero digamos, siendo optimistas, más allá de todas esas circunstancias adversas, que algún movimiento existe en Honduras con sus narradores, que ahí en sus viviendas, en sus respectivos escritorios, con el empuje inicial que ha supuesto la publicación de alguno de sus libros, se fraguan ahora los cuentos y las novelas que constituirán en el futuro las referencias de la narrativa de la generación actual. Y así, optimistas y expectantes, quedémonos por un momento.

De los siete autores hondureños incluidos en el libro Puertos abiertos, antología de cuento centroamericano, de Sergio Ramírez, sólo cuatro, Jorge Medina García, Julio Escoto, Mario Gallardo y Juan de Dios Pineda, publicaron al menos un libro de narrativa en los últimos 10 años; Gallardo y Pineda cuentan solamente con uno y dos libros de narrativa publicados, respectivamente, aunque “Las virtudes de Onán”, del primero, y “Sensemayá-Chatelet”, del segundo, son dos de los mejores cuentos de la narrativa hondureña de todos los tiempos.
De todos ellos, sólo Jorge Medina García publica regularmente, y si Julio Escoto aún tiene vigencia será por sus cuentos de La balada del herido pájaro y la novela El árbol de los pañuelos y no porque aprovechó la coyuntura del Golpe de Estado de 2009 para publicar una novelita de título absolutamente olvidable en donde coloca a unos comerciantes mayas a conspirar para derrocar a su gobernante.
Otra antología de cuento centroamericano con el título Un espejo roto publicó Sergio Ramírez recientemente y en el caso de Honduras la selección es, cuando menos, una “recogida” improvisada.
Hay que consignar tres casos de narradores hondureños publicando en el extranjero: Horacio Castellanos Moya, nacido en Tegucigalpa pero considerado salvadoreño por casi todo el mundo, cuyos libros aparecen, al menos cada dos años, en Tusquets; León Leiva Gallardo, otro escritor hondureño casi desconocido para nosotros y residente en Chicago, ha publicado dos novelas también con Tusquets, en 2006 y 2008; y Roberto Quesada, quien, después de La novela del milenio pasado (Tropismos, 2004) no ha dado a conocer a los lectores nada nuevo.
En cuanto a la narrativa escrita por mujeres, habría que destacar a Marta Susana Prieto, una de las pocas integrantes de nuestras letras actuales que no se ha dejado llevar por el influjo de ese feminismo machacón que entiende la literatura como campo de batalla ideológico y no como arte.
Otra vez, entonces, la revisión del panorama, pobre y triste, sobre todo si lo comparamos con el de otros países centroamericanos. Así, es necesario mencionar al grupo de narradores que integramos el libro Entre el parnaso y la maison (2011), que llegó a confirmar lo que Hernán Antonio Bermúdez dijera dos años atrás: “El eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la Costa Norte”. En ese libro aparecíamos los autores que, probablemente, nos habíamos formado en San Pedro Sula y sus alrededores y que teníamos, más o menos, ciertas afinidades literarias. De ese grupo de diez autores, sólo dos se mantienen sin publicar su propio libro. Hasta la fecha de aparición de ese libro no ha habido otro acontecimiento realmente importante para la narrativa hondureña.

La actual narrativa hondureña se debate entre el realismo mágico o costumbrista y la posmodernidad, entre el puritanismo y la heterodoxia, entre lo políticamente correcto y la rebeldía, entre la autocensura y el desparpajo, entre el afán reivindicativo de alguna causa y la búsqueda de lo meramente artístico, y la pugna entre todos estos elementos, aunque a algún despistado seguramente cosmopolita le parezca provinciano, hay que asumirla como parte de nuestro devenir histórico, pues no vivimos en una sociedad homogénea; aquí conviven, en una armonía delirante, lo antiguo y lo moderno, por lo que no es extraño que algunos de nuestros narradores (o poetas) sigan, a estas alturas, con los discursos trillados de hace cuarenta o cincuenta años.
        Una nueva generación de narradores empezó a manifestarse durante los últimos años, en la que Mario Gallardo y Dennis Arita sobresalen y a la zaga vamos otros, más jóvenes, quizá insolentes y hasta fanfarrones, pero enteramente comprometidos con la búsqueda que deberá conducirnos a la consolidación de una nueva narrativa hondureña.
      ¿Qué características marcan a esta nueva generación? En lo relativo al “fondo”, la casi ansiedad por desmarcarse del relato bananero, del apego a la tierra y a lo rural que caracterizó a generaciones anteriores, y la identificación de los espacios urbanos no como simples estaciones de paso sino como escenarios centrales. Ahí se mueven personajes ya no preocupados por el abordaje totalizante de la historia, que incluye en nuestra narrativa, entre otros aspectos, la guerra, la inestabilidad política, la explotación laboral y el asunto remasticado de la identidad, sino por los temas inherentes a la época más reciente: la criminalidad, la emigración, la crisis económica, pero desde una perspectiva particular, que va de la mano con la soledad del individuo, con sus relaciones interpersonales, su visión del arte y la literatura, el erotismo y el hedonismo. No se trata de grandes temas sino de temas muy específicos que implican el abandono de una visión abarcadora en favor de un acercamiento con la obligada “obsesión del miope”, como apuntó Antonio Skármeta.
       En cuanto a la “forma”, se percibe en algunos narradores esa misma voluntad posmoderna que apela a la fragmentación, aunque en algunos casos habría que preguntarse si no se trata de cierta incapacidad para la construcción de relatos más homogéneos. La incorporación de elementos propios del género policial, del lenguaje de la tecnología, del humor, de la ironía y el uso del pastiche y la intertextualidad, son otros rasgos que permiten entender a la narrativa actual como inmersa en un proceso posmoderno.
   Pero a pesar de que todas estas características pueden ya identificarse en nuestra narrativa contemporánea, resultan escasos los libros dignos de estudio, los libros que pasen los rigores inherentes a una obra literaria de calidad; por ello habría que esperar una buena cantidad de años antes de aventurarse a hablar con propiedad de una narrativa hondureña de principios del Siglo XXI que no pase de ser apenas un intento, un punto de partida prometedor, una entelequia.

De qué está hecha la novela

 Ilustración de Fernando Vicente.
Muy bueno el artículo "La realidad asalta la ficción", de Berna González Harbour que publica hoy El País. "No nos llamaremos a engaño. Que la realidad es la materia prima más sustanciosa de la ficción es una verdad probada desde que la sabiduría popular tomó forma de Sancho Panza, por ejemplo, o el Essex, el ballenero hundido por un cachalote en 1820, se transformó en el Pequod en el tintero mágico de Melville", señala la autora del texto. "La novela no solo no ha muerto, como predijeron muchos, sino que se renueva y revive con una fortaleza inusitada", sigue diciendo, a lo que Javier Cercas, uno de esos autores que ha sabido mezclar con eficacia realidad y ficción, agrega: "Lo que ocurre ahora son muchas cosas a la vez: estamos rompiendo determinadas barreras. La historia de la novela es la historia de cómo el género va apropiándose de todo lo que encuentra a su alrededor —la historia, la poesía, el ensayo y el periodismo— y al hacerlo se transforma". Otro escritor español, Antonio Muñoz Molina, amplía el panorama: "En el siglo XIX y desde entonces hay una experimentación increíble en la novela, desde Balzac a Flaubert, este cambia constantemente en sus propias novelas. Miremos a Conrad, o James Joyce a Tolstói o Dostoievski. La realidad se ha contado siempre en la novela. El Lazarillo se presenta como autobiografía o ahí tenemos a Robinson Crusoe. Pero la novela siempre ha jugado con parecerse a la realidad o con introducir elementos de la realidad. En el Quijote aparece el bandolero que atemoriza Cataluña. Forma parte del panel de atracciones que tiene el arte de la novela: mezclar ficción con realidad". Jorge Herralde, el editor de Anagrama, analiza el fenómeno: "En los sesenta y setenta, en plena ebullición del Nuevo Periodismo, Norman Mailer (La canción del verdugo, Los ejércitos de la noche) y Truman Capote (A sangre fría) popularizaron la novela de no ficción y estos años hay un renovado interés por esta aproximación narrativa". "Toda buena novela quiere sonar a verdad", defiende también Juan Cerezo, editor de Tusquets. "Y saturados de ficción, o de los trucos de cierta ficción, muchos novelistas recurren a la crónica, la autobiografía, a la documentación para incrementar la eficacia de la verosimilitud. La autoficción, que fue motivo de exploración metaliteraria en tantas novelas, se ha ido convirtiendo en autoconfesión como estrategia necesaria de credibilidad. El narrador testigo es ahora narrador personaje y muchas veces objeto de autoanálisis en paralelo y confundido con la historia que quiere contar, sin ocultar su punto de vista o su implicación emocional en lo que cuenta".
¿Cómo distinguir, entonces, una novela de una crónica, por ejemplo? Muñoz Molina advierte: "Que algo se convierta en novela no depende de que sus elementos sean reales o no, sino de la construcción que lo convierte en novela, de un discurso narrativo autónomo al mezclar la experiencia del asesino con la mía. La frontera entre narración y crónica es muy exacta, es la misma que entre ficción y no ficción: la libertad. Si hiciera un reportaje hay libertades que no podría tomarme. La novela te da libertad de usar la realidad como tú quieres y una sola gota de ficción la convierte en ficción. En periodismo la única libertad es solo organizar los hechos de una manera, y es escasa. Cuando tú haces un texto histórico o de no ficción no tienes libertad, mientras la novela te da el grado de libertad que quieras. Responde a necesidades distintas".
Y Cercas remata:
"Lo que distingue a la literatura es la ambición formal —la certeza de que a través de la forma se puede acceder a una verdad a la que no se puede acceder de ninguna otra manera— y un género se distingue de otro por las preguntas que se hacen y las respuestas que se dan. La pregunta que yo me hago ante el 23-F no es la pregunta de un ensayista o un historiador, sino la de un novelista: ¿por qué se queda sentado Adolfo Suárez en su escaño mientras las balas zumban a su alrededor? Lo mismo pasa con la pregunta que me hago ante el caso de Marco o el fusilamiento de Sánchez Mazas. Y en todos estos casos la respuesta también es novelesca: no hay respuesta, es decir, no hay una respuesta clara, nítida, taxativa, sino poliédrica, ambigua y contradictoria, como la propia realidad. Hay infinidad de respuestas y cada lector puede sacar la suya. La novela es una pregunta cuya respuesta solo la tiene el lector".
El debate sobre ficción y no ficción dura tanto como la literatura y quizá, como dijo Günter Grass: "Este asunto es un sinsentido. Tal vez les resulte útil a los libreros para clasificar los libros por género. Siempre he imaginado una suerte de comité de libreros reuniéndose para decidir cuáles deben ser ficción y cuáles no. ¡Diría que lo que hacen los libreros es ficción!". Quién sabe. Tal vez todo esto, incluida la anunciada muerte de la novela, también es ficción. Y la única verdad sea, en palabras de Cercas, que: "Si la novela está muerta —cosa que se dice casi desde que está viva—, la culpa es nuestra por no aprovechar todas las posibilidades que abrió Cervantes, que nos dio un género en el que cabe todo. Esa fue su genialidad".