domingo, 29 de agosto de 2010

Los abismos de Coetzee


J.M.Coetzee. Fuente: chrysalis.com.au
Un blog me lleva a este artículo de Rafael Lemus en Letras Libres, en el que se pregunta por qué J.M. Coetzee, a quien considera "el más grande de los novelistas contemporáneos", opta por la novela antes que por el ensayo para tocar temas que aparentemente podrían ser mejor abordados con el segundo de estos dos géneros:
La pregunta obvia sería: ¿por qué la narrativa y no el ensayo? O de otra manera: ¿por qué Coetzee elige crear personajes y tramas aun cuando, en sus libros más recientes, no parece querer otra cosa que discutir ideas sobre –digamos– los animales, el erotismo, el mal? En vez de responder, habría que arrojar algunos apellidos: Kafka, Beckett, Borges, Michon, Jelinek –intelectuales que también han optado por pensar a través de la narrativa. O incluso: Benjamin, Blanchot, Barthes –autores que prefirieron filosofar no en el vacío sino mientras interpretaban textos ya existentes. Lo que impera al final, en unos, en otros y en Coetzee, es un mismo deseo: el afán de encarnar el pensamiento. Para hacer eso, entretejer pensamiento y ficción, los narradores suelen reblandecer los pasajes realistas y echar mano de la alegoría. No Coetzee, y ese es uno de sus rasgos distintivos: incluye, sí, elementos alegóricos en sus tramas –alguna casa alevosamente dispuesta en medio de ninguna parte, una enferma terminal que se consume al mismo tiempo que Sudáfrica– pero jamás atenúa su realismo. Cualquiera que lo haya leído conoce esa rara mezcla de literalidad y simbolismo, relato y especulación, materia y espíritu, que destaca y enciende a sus libros. Allí está, por ejemplo, Vida y época de Michael K: una novela que es a la vez descripción de un vagabundeo a través de Sudáfrica y meditación sobre la Sudáfrica que el vagabundo recorre. Allí está, también, la doble naturaleza de Foe: narrativa por un lado, reflexión sobre la narrativa por el otro. Allí está, por supuesto, la inusual combinación de Esperando a los bárbaros: naturalismo brutal, densa alegoría. Otro recurso a la mano de todo aquel que pretenda pensar por medio de la narrativa es, ya se sabe, la adopción del punto de mira de uno o varios personajes. A primera vista parecería que Coetzee se oculta detrás de protagonistas más bien cómodos: humanistas enfrentados, de una manera u otra, a la barbarie –un magistrado en Esperando a los bárbaros, un profesor en Desgracia, Dostoievski en El maestro de Petersburgo, un par de escritoras en Foe y Elizabeth Costello, todos sitiados por seres ásperos y violentos. Basta, sin embargo, que transcurran unas pocas páginas para que los muros entre los bárbaros y los civilizados se fracturen. Es entonces, ya perdidas las distinciones, cuando ocurre el momento clave –el punto crítico– de casi todas las novelas de Coetzee: ese instante en que los protagonistas, todavía más o menos al margen del caos, deciden lanzarse al abismo abierto bajo sus pies. En La edad de hierro: ese segundo en que la protagonista, una vieja enferma de cáncer, acepta al mendigo y al perro que han ocupado su jardín. En El maestro de Petersburgo: esa página en que Dostoievski opta por acompañar a un implacable joven nihilista, camarada de su hijo muerto. En Desgracia: cuando el profesor David Lurie se niega a defenderse de una acusación injusta y soporta estoicamente el castigo. En Elizabeth Costello: el apartado en que esa mujer, una escritora ya anciana, se resiste a confesar sus creencias, único requisito para que se le permita cruzar una puerta hacia el Otro Lado.

¿Qué pasa ahí? ¿Por qué personajes en apariencia tan racionales actúan, de pronto, tan inexplicablemente? Pasa, en principio, que esos personajes no son, en el fondo, tan racionales –las criaturas de Coetzee abandonan, en los momentos clave, la razón y confían en su instinto. Pasa, también, que en las obras del sudafricano no imperan las mecánicas leyes del conductismo –no toda acción tiene una causa identificable, y lo que creíamos haber entendido en, por ejemplo, la página 37 de Hombre lento no necesariamente determina lo que ocurre en las páginas 39 o 92. Pasa, además, que dentro de la moral de Coetzee (porque se delinea, sí, una moral a lo largo de la obra de Coetzee) nadie es verdaderamente inocente –y, por lo mismo, qué sentido tiene intentar esquivar los problemas cuando uno, nada más por el solo hecho de existir y ser blanco o burgués o civilizado, o, para el caso, negro o explotado o rústico, ya está en el centro del problema. Pasa, por último y por encima de todo, que el apetito de conocimiento, la necesidad de entender, arroja a los personajes de Coetzee hacia esos abismos –penetran la oscuridad porque ese, y no el frío raciocinio, es el único modo de comprender, de veras comprender, cualquier cosa.

sábado, 28 de agosto de 2010

¿Transgresión en la literatura contemporánea?


Foto: ALEX MAJOLI / MAGNUM.
En Babelia se preguntan dónde está la transgresión en la literatura contemporánea:
Allen Ginsberg arañando el alma de la sociedad biempensante, subido a la mesa de un café, recitando su poema Aullido. La violencia verbal de Louis-Ferdinand Céline viajando al fin de la noche entre las sórdidas trincheras de la Primera Guerra Mundial. Los personajes solitarios, desahuciados, perdedores o alcohólicos de Charles Bukowski, de Raymond Carver o de John Cheever, mostrando el lado más gris del ingenuo sueño americano. La lista de autores que fueron más allá de las leyes morales o literarias de su época está bien nutrida. ¿Qué queda de todo eso? ¿Es posible a estas alturas la transgresión en la literatura?

Se preguntan si la respuesta está en "los llamados offbeat, un grupo de jóvenes autores anglosajones que se dicen herederos de la generación beat, de los Kerouac, los Gingsberg y los Burroughs, que, como ellos, no tienen pelos en la lengua: sus historias tratan de la marginalidad, de modos de vida alternativos al sistema, de las drogas".

Buscando más respuestas, mencionan a los autores españoles Aixa de la Cruz y Guillermo Aguirre, "que incluyen en sus obras algunos de estos elementos: la música, las drogas, el punk o el techno, aunque en este caso sin ningún ánimo provocador, sin cargar las tintas en la casa okupa, y la raya de speed, simplemente como testigos de una vivencia que en estos tiempos es ya cotidiana, en una generación que ya ha integrado los excesos en la normalidad, tal vez a falta de ritos de paso hacia la madurez.

Después sugieren que "la libertad sexual es otro de los pilares de la subversión", y respaldan la idea citando a la francesa Catherine Millet, autora de la obra La vida sexual de Catherine M (Anagrama), donde relataba sin tapujos sus experiencias sexuales con nutridos grupos de personas en diferentes escenarios, una pasión desaforada por el sexo múltiple (o multitudinario), al inglés Daniel Davies, autor de la novela La isla de los perros (Anagrama), en la que cuenta, con muchos pelos y señales, la historia de un exitoso periodista que deja la dirección de una revista de tendencias en Londres y una agitada vida social para regresar a su pueblo natal, donde encuentra la felicidad en un trabajo gris y el dogging o cancaneo sexo en grupo en lugares públicos (parkings, bosques, descampados), en reuniones concertadas con desconocidos a través de foros de Internet, sms o e-mail.

También mencionan Temporada de caza para el león negro (Anagrama), del mexicano Tryno Maldonado, "una sucesión de pequeños fragmentos sobre la vida de Golo, una especie de héroe romántico, artista infantil y genial, autodestructivo y marginal, inmerso en una espiral de vicio y perversión. Vicio y perversión que también son centrales en la última novela del polémico Chuck Palahniuk, Snuff (Mondadori), que parte del rodaje de una película porno en el que una diva del género pretende lograr un récord mundial de los suyo montándoselo en serie con la friolera de seiscientos voluntarios".

Pero terminan también preguntándose si "tal vez la verdadera transgresión actual haya de asociarse a los cambios en la estructura de la novela, al fragmentarismo, a la mezcla de realidad y ficción... Nos referimos a obras como la trilogía Nocilla, de Agustín Fernández Mallo; Aire nuestro, de Manuel Vilas, o Providence, de Juan Francisco Ferré, entre otras. Como dice Manuel Vilas: "Hay que romper las expectativas del lector y las expectativas del discurso literario imperante, mostrando las nuevas realidades sociales, culturales y económicas del siglo XXI, explorando zonas tenidas por no literarias, rompiendo moldes morales. En pocas palabras: cuestionando cualquier autoridad, ya sea moral o literaria o política".

Y ustedes, ¿qué opinan?

jueves, 19 de agosto de 2010

Opiniones de Amy Bellette

"Si yo tuviera un poder como el de Stalin, no lo dilapidaría en silenciar a los escritores imaginativos. Silenciaría a quienes escriben acerca de los escritores imaginativos. Prohibiría todo debate público sobre literatura en periódicos, revistas y publicaciones académicas. Prohibiría la enseñanza de la literatura en las escuelas, los institutos, los colegios mayores y las universidades de todo el país. Declararía ilegales los grupos de lectura y los foros sobre libros en internet, y sometería a control policial las librerías para asegurarme de que ningún empleado hablara jamás con un cliente sobre un libro y de que los clientes no osaran hablar entre ellos. Dejaría a los lectores a solas con los libros, para abordarlos como les pareciese por sí mismos. Haría esto durante tantos siglos como fuese necesario para desintoxicar a la sociedad de sus venenosas majaderías".
Fragmento de la carta que Amy Bellette, personaje de la novela Sale el espectro, de Philip Roth, envía al Times

sábado, 14 de agosto de 2010

El placer de las digresiones


Javier Marías.
Juan Gabriel Vásquez es uno de los lectores más apasionados de la obra de Javier Marías. De él, dice cosas como ésta: "Durante varios años la literatura española después de Franco se redujo para mí a Marías y otros dos nombres", y no es difícil identificarse con la frase. Tan sólo de Tu rostro mañana, esa extraordinaria última novela de Marías, Vásquez ha escrito algunas cosas, y es precisamente esta obra la que motiva la entrevista que encuentro en El Malpensante y que, por su extensión, posteo tan sólo fragmentariamente. Como introducción, dice Vásquez acerca de esta novela:
La traición, ficcionalizada, es uno de los ejes de Tu rostro mañana, la singular meganovela de 1.300 páginas que Marías publicó en tres tomos entre 2001 y 2007. Su narrador, Jaime o Jacques o Jack o Jacobo Deza (su nombre cambia durante la narración, según su interlocutor y otras circunstancias), es un español que ha sido contratado por el Servicio Secreto británico para formar parte de un equipo singular: son personas cuyo talento es interpretar a los otros. Es decir, personas capaces de saber, mediante el estudio de los gestos y las palabras de otro, cómo reaccionará en el futuro, qué probabilidades lleva en su sangre: cómo será su rostro mañana.
Luego le pregunta sobre su manera proceso de escritura: ¿Llegas al final de la novela y entonces vuelves a la primera página para comenzar a corregir?
Y contesta Marías: No, nunca. Cuando hablo de borradores, me refiero a los de cada página. Yo nunca leo todo mi libro seguido, ni siquiera cuando lo he terminado. Cuando mando al editor el manuscrito, lo hago sin haber leído el libro completo. Ni siquiera fragmentos: “Voy a leer las primeras cien páginas, o voy a leer lo que llevo...”. Eso no lo hago. Solo en pruebas llego a leer el libro entero. Antes, voy haciendo página por página, y cada página es definitiva: una vez que la paso a la carpeta, la doy por buena. Así va a ir a la imprenta.
Continúa Vásquez con el asunto de las digresiones, las famosas digresiones de Marías, que dice éste haber aprendido de Sterne, pero antes de Cervantes: ¿Pero cuál es tu intención al manipular el tiempo de esta manera?
No es irritar al lector, desde luego. Habría dos intenciones: cuando abro una digresión, por larga que sea, mi desiderátum es que, aunque en un lector convencional pueda haber un momento de irritación (“pero dígame, ¿le corta o no la cabeza?”), la propia digresión tenga el suficiente valor y la suficiente fuerza como para que también sea interesante. Es lo que sucede en El padrino II, ¿no? Es una película extraordinaria: uno va viendo la parte del presente, con Al Pacino como Michael Corleone, y en determinado momento eso se corta y nos llevan a los comienzos de Vito Corleone, con De Niro. Y luego lo mismo, pero al revés. Cada vez que se hace uno de esos cambios, uno está tan interesado en lo que está viendo que detesta que lo saquen de allí. Yo quisiera que se produjera eso con mis digresiones: que al final resulten tan interesantes como la historia principal, y cueste salir de ellas.
Ésta sería tu primera intención.
Sí. Y la segunda es ésta: yo creo que la novela es el género literario –e incluso el arte– que mejor permite la existencia del tiempo que en la vida real no tiene tiempo de existir. Existe la dimensión objetiva del tiempo: un minuto siempre tiene sesenta segundos. Pero en otra dimensión, las cosas tienen diferente duración subjetiva aunque la duración objetiva sea la misma. Lo que realmente uno recuerda de una larga noche en que abandonó a su pareja, o fue abandonado por ella, puede ser un solo gesto, una frase, una mirada, y a uno le hubiera gustado que el tiempo se detuviera. Eso es lo que permanece en la memoria. Mi intención en las novelas es que las cosas tengan la duración que nunca tienen al suceder pero que siempre tienen después de haber sucedido. En la novela se puede conseguir eso. Hacia el final de la escena de la discoteca, el narrador cifra incluso la duración de la escena: dice que debió durar ocho a diez minutos. Sin embargo, ha ocupado un montón de páginas, porque para mí ésa es la duración real. Claro, Cervantes es más osado: en el capítulo del caballero vizcaíno, la acción se interrumpe con las espadas en alto. Y uno cree que va a volver a la escena, pero no. No vuelve. Esas espadas llevan 400 años en alto y no van a bajar nunca.
Otro de tus rasgos que aparecen llevados al extremo en Tu rostro mañana es ese sistema de resonancias que tienen tus novelas desde Corazón tan blanco, y que se ha vuelto uno de tus sellos característicos. ¿Puedes explicar cuál es el objetivo de esa estrategia?
Son frases que vuelven a aparecer, ligeramente cambiadas o en distinto contexto, varias veces en una novela. Para mí el efecto de las resonancias debe ser sobre todo emotivo: debe suceder lo que sucede cuando uno, escuchando música, se encuentra con la misma melodía... “Esto sonó al principio, pero lo tocaba solo el violín”, te dices, “y ahora lo toca la orquesta entera”. Y cuando funciona, produce una emoción muy intensa, por lo menos a mí me la produce.
Tratándose de una novela que publicaste en varios tomos, con tres años entre ellos, tú podías, igual que Cervantes tras la publicación de la primera parte, asistir a las reacciones que tu ficción provocaba. ¿Modificó eso tu escritura?
Yo he dicho que esta novela no es una trilogía, como se le ha llamado impropiamente. Es una novela publicada en tres volúmenes. Y sin embargo, lo cierto es que para mí, desde el punto de vista de la escritura, funcionaron como tres novelas distintas. Es decir que el esfuerzo que yo he debido hacer al comienzo de cada volumen ha sido equivalente al esfuerzo que uno hace cada vez que empieza una novela nueva. A mí el principio es lo que más me cuesta, y luego llega un momento en el cual uno nota que va cuesta abajo. Y esto no me ha ocurrido al pasar la mitad del total: ha sido como si cada vez tuviera que hacer el esfuerzo de empezar una nueva novela, aunque no fuera nueva. Una de las cosas que hice, sin embargo, fue prevenirme un poco: cuando publiqué el primero –y aún creía que iban a ser solo dos– me planteé si leer o no las críticas que salieran. Si las leo y son buenas, pensé, corro el peligro de pensar que esto está hecho. Y si son muy negativas, eso me puede desalentar, o hacerme cambiar el proyecto. Veía peligro en ambos casos. Y descubrí que se puede estar perfectamente sin leerlas, sin saber. En cuanto a las reacciones de los lectores, no, no creo que me hayan hecho cambiar el proyecto. En fin: si esta novela cuenta con algún mérito, es el de tener las dimensiones de una novela río, siendo todo menos una novela río. A mí me parece muy fácil hacer una novela muy larga cuando hay muchos acontecimientos, muchos personajes, cuando la acción transcurre a lo largo de varias generaciones. Si esta novela se puede leer hasta el final, es sin recurrir a ninguna de esas cosas. La novela transcurre en un plazo de tiempo que nunca se establece con claridad, pero que es de un par de años. Y en realidad esos años se ven reducidos a unas cuantas noches, a un período breve en Madrid, y ya está. Tampoco hay muchos personajes. Alguien me dijo que eran 26; las tres partes suman más de 1.600 páginas. No son muchos personajes por página, ¿verdad?
Muy interesante lo que viene a continuación. Vásquez interroga a Marías acerca de los dos personajes reales que inspiraron a los personajes ficticios Juan Deza y Peter Wheeler: Están ostensiblemente basados en tu propio padre y en uno de tus amigos de Oxford, sir Peter Russell. ¿Cómo fue el proceso de transformar a esos dos modelos originales en personajes de ficción? ¿Los utilizabas como fuentes deliberadamente, ibas a ver a tu padre con la conciencia de que usarías lo que te dijera para la novela?
No, en absoluto. Incluso las conversaciones que hay entre Jacobo y Juan Deza, su padre, no tienen una base real. Son conversaciones que yo habría podido tener con mi padre, y digamos que la tonalidad del padre de Deza es la de mi padre, pero no necesitaba renovarla estando con él. Ni tampoco iba a hablar con él con el propósito de nutrir la novela. No me gusta hacer eso. Pero sí, nunca en mi carrera literaria lo había hecho de manera tan clara y tan abierta. Y además les pedí permiso, lo hice con su consentimiento. En el caso de Russell, le pregunté inicialmente si podía usar para este personaje su biografía somera, solamente lo que uno puede encontrar en el Who’s Who o en una enciclopedia donde esté la entrada P. E. Russell. Lo que no hice fue sonsacarlo, ni intentar que me contara cosas. A partir de los datos que estaban al alcance de cualquiera, yo podía fabular. Él, como el personaje de la novela, sirvió en el Servicio Secreto durante los años de la guerra, el MI5 en su caso. Lo que no hice nunca fue preguntarle qué había hecho, qué pasó... En la novela se cuentan algunas cosas que coinciden con su experiencia, pero no las supe a través de él, sino de textos de terceras personas, cosas que ya eran públicas. No me gusta tratar a las personas con vistas a un aprovechamiento. Los novelistas nos nutrimos de cosas reales, claro. Pero no me gusta que mi trato con las personas sea utilitarista.
¿Crees que el novelista es la persona que se obliga a ver? ¿A abrir los ojos donde los demás los cierran?
Bastante, sí. Frente a esa idea que se ha esgrimido alguna vez de la novela como una forma particular e insustituible de conocimiento, yo la veo como una forma de reconocimiento. Con esos autores que ven, que se atreven a mirar las cosas como son –pienso en Shakespeare, en Conrad, en Proust–, uno a menudo tiene una fuerte sensación de verdad precisamente porque reconoce lo que dicen. Uno dice: “Sí, esto es así, es verdad”. Y no te están haciendo una revelación, no estás accediendo a un conocimiento nuevo. Estás viendo algo que sabías pero que no sabías que sabías. Lo reconoces porque lo has vivido, y a veces son cosas no muy gratas. Proust es quizás uno de los autores más crueles de la historia de la literatura. Cruel en el sentido de que rara vez se engaña: nos dice cosas muy duras, pero quien acepte meterse en esa verdad dirá: “Sí. Así es”. Faulkner comparó la literatura con la cerilla que uno enciende en medio de un campo oscuro, y esa cerilla no sirve para iluminar nada, sino simplemente para ver mejor la enorme cantidad de oscuridad que hay alrededor. Eso es lo que hace la literatura, ¿no? Y es suficiente. Uno trata de entender un poco mejor aquello que la gente rehúye, en lo que rehúye pensar. Esta idea de que la gente quiera saber, quiera entender... no es verdad. Nadie quiere saber nada, nadie quiere ver, y si ven, hacen como que no han visto. Nuestra capacidad de engaño es extraordinaria. El escritor se obliga a mirar un poco más, a no engañarse.
Al final de la entrevista, Marías adelanta algo de lo que habrá en su próxima novela:
Bueno, hay un cuento breve contado por una mujer que está haciendo pruebas para una película porno... En fin, yo he creído darme cuenta de que los hombres y las mujeres se diferencian en muchas cosas pero no tanto en la mente. Lo que sí veo en este nuevo libro es que será muy pesimista. Quizás el más pesimista que he hecho.
Pero no puede terminarse una conversación con Javier Marías si no se habla antes de fútbol: ...Eso me hace pensar en una pequeña tradición de futbolistas “letrados” que hay en España. Yo suelo contar la anécdota de Guardiola: minutos antes de saltar al campo y ganar la final de la Copa de Europa de 1992 terminó Belle du Seigneur, de Albert Cohen. Y decía que la emoción de la novela le ayudó a jugar esa noche.
Sí, no es muy extensa la lista, pero recuerdo a Marcial, del Español y del Barcelona luego, que era muy lector y un gran centrocampista; a Miguel Ángel, portero del Madrid; a Breitner, alemán izquierdista del Madrid, bastante leído. Más recientemente, claro, a Guardiola, a Valdano, a Pardeza (éste escribe, incluso). Y cuando Butragueño leyó Salvajes y sentimentales, se quedó tan encantado que quiso leer todo lo demás que sobre fútbol hubiera escrito (no había más, ay). Lo mismo le pasó al Lobo Carrasco, del Barcelona. Y tengo en mucho una llamada que me hizo Valdano para felicitarme por el artículo que escribí sobre el famoso gol de Zidane en la final de la Copa de Europa contra el Bayer Leverkusen. Me dijo: “Hay que saber mucho de fútbol para escribir lo que has escrito”. Quizás sea uno de los elogios de los que estoy más orgulloso. Y, ahora que caigo, todos los jugadores mencionados son del Madrid o del Barça...

viernes, 13 de agosto de 2010

El arte de no terminar nada


Georg Christoph Lichtenberg.
Enrique Vila-Matas, en sus Relecturas de Babelia, nos trae hoy a un escritor que, según el mito, era tan hipocondriaco que "llegó a imaginar treinta enfermedades en un solo minuto", y "aprendió a escribir de espaldas a la pizarra para disimular su giba ante los alumnos". ¿De quién se trata? Pues de  Georg Christoph Lichtenberg, quizá el más famoso autor de aforismos que se conozca.
Qué es un aforismo? Difícil ser preciso en la respuesta. Uno, en cualquier caso, cree saber qué no es un aforismo. No lo es, por ejemplo, esta frase de Robert Kennedy: "Si un mosquito pica a mi hermano John, el mosquito puede darse por muerto". Y uno cree saber que en cambio estas palabras de Nietzsche pueden pasar por un aforismo: "Lo que no te mata, te hace más fuerte". Del mismo modo que a uno no se le escapa que si fuera Georg Christoph Lichtenberg el que hubiera escrito en sus cuadernos: "Si un mosquito pica a mi hermano Karl, el mosquito puede darse por muerto", consideraríamos la frase como un aforismo, quizás porque Lichtenberg ha pasado principalmente a la historia por ellos, por sus aforismos. Aunque, por raro que parezca, no llegó a enterarse de que los escribía, pues se limitaba a trazar ideas en lo que llamaba "cuadernos borradores": ideas que, con toda la felicidad del mundo, nunca acababa de completar, de cerrar, y menos aún de suponer que un día serían reunidas en volúmenes titulados Aforismos de Lichtenberg.

De todas las definiciones me quedo con la de John Gross: "Una máxima sólo se distingue de un aforismo por ser un pensamiento establecido; el aforismo es siempre disruptivo o, si se quiere, es una máxima subvertida". Examinemos ahora una frase de Lichtenberg que no es ni una máxima ni un aforismo, pero pasa por ser esto último: "Comerciaba con tinieblas en pequeña escala". Aunque, bien mirado, ¿de verdad que no es un aforismo? Lo es si lo relacionamos con esta inspirada definición de Leonid S. Sukhorukov: "Un aforismo es una novela de una línea". De hecho, la propia definición de Sukhorukov ya es ella misma un aforismo. En cuanto a Lichtenberg, no era consciente de su inclinación al aforismo, pero solía escribir muchas novelas de una sola línea: "De su mujer tuvo un hijo que algunos querían considerar apócrifo". Tampoco pudo llegar a saber nunca que escribía greguerías avant la lettre: "Un tornillo sin principio".

Fue el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael quien me mandó en junio de 1989 a Barcelona la muy portátil edición de Aforismos de Lichtenberg que, con selección, traducción, prólogo y notas de Juan Villoro, acababa de publicar en México el Fondo de Cultura Económica. Recuerdo muy bien que, cuando llegó a mi casa ese librito que resultaría tan decisivo en mi vida, no había oído jamás hablar de Lichtenberg, aunque sí mucho de Juan Villoro, que se había convertido con Pitol y Christopher en uno de las tres unidades de la Santísima Trinidad de mis amistades esenciales en México. Y bueno, el prólogo de Villoro resultó ser ingenioso en sumo grado y divertidísimo. Parecía que Lichtenberg -el atractivo jorobado de Gotinga- hubiera escrito toda su obra incompleta para que el joven Villoro descubriera zonas eléctricas de su futuro estilo. De hecho, hoy en día, en muchas ocasiones, la brillante prosa de Villoro está sembrada de relampagueantes frases aforísticas que puntúan sus textos a modo de inspirados latigazos.

Como aprieta el calor y la biblioteca me queda lejos, cito ahora de memoria una de las muchas informaciones que daba aquel prólogo de Villoro: "A Lichtenberg en Gotinga -de donde no se movió en 25 años- la idea de la muerte le obsesionó hasta tal punto que empezó a contar los entierros que veía desde su ventana". Y bien, ¿a qué más, aparte de contabilizar entierros y honrar a los textos incompletos, se dedicó Lichtenberg a lo largo de su prolongada "inmovilidad" en Gotinga en la segunda mitad del siglo XVIII? En primer lugar, a llevar una vida de científico. Hizo descubrimientos casuales, las llamadas "figuras de Lichtenberg", y fue tan buen profesor de su alumno Alessandro Volta que éste acabó inventando la pila voltaica. En segundo lugar, se dedicó a la productiva actividad de sentir nostalgia del tiempo que pasó en Inglaterra. Fue el máximo introductor de Shakespeare, Sterne y Swift en Alemania. Y, además, prendado en el balneario de Margate de la forma que tenían los ingleses de entrar en el agua, copió para su país la idea británica de los carruajes que entraban al agua y desplegaban tiendas de campaña para que la gente pudiera nadar en pequeños grupos, y hasta llegó a inventar "balnearios de aire", lugares donde la gente alemana correría desnuda, "para dilatar sus poros y tal vez ventilar su mente".

Quiso inventar cadalsos con pararrayos. Pero no sólo se dedicó a inventar y a ser científico y a sentir nostalgia de la cultura de Londres, sino también a trabajar en escritos satíricos y ser redactor de un humilde Almanaque de bolsillo (nadie pudo llegar a imaginar que doscientos años después se haría mundialmente famoso como escritor de aforismos, en realidad el conjunto de notas dispersas en sus cuadernos, notas descubiertas por su casero y posteriormente sancionadas con admiración por Goethe, Nietzsche, Freud, Breton, Karl Kraus y Canetti, entre otros). Siempre espoleado por su enérgica curiosidad -es marca de la casa Lichtenberg su inmensa curiosidad por todo y su tendencia a la dispersión de su inteligencia en un permanente fisgoneo enciclopédico-, fue también un gran estudioso de las tormentas de su región y un coleccionista de descripciones de las mismas, además de sempiterno profesor de matemáticas, hipocondriaco hasta límites insospechados (llegó a imaginar treinta enfermedades en un solo minuto), gran bebedor de vino, precursor del psicoanálisis y también del positivismo lógico, del neopositivismo, de la filosofía del lenguaje, del surrealismo y del existencialismo. De ahí la vigencia absoluta de sus cuadernos borradores, hoy llamados Aforismos.

En España, un año después de la edición mexicana, se publicó otra antología de los aforismos, con formidable traducción de Juan del Solar, que en su prólogo dio al mundo las primeras noticias de las posibles conexiones entre Robert Walser y Lichtenberg: "Coinciden ambos, a siglo y medio de distancia, en la menuda idea de homenajear a un botón -Walser el de una camisa, Lichtenberg el de unos pantalones-, y agradecerle los servicios prestados con tanta fidelidad como modestia".

Menos es más, y un botón es casi menos que otro botón, y ya se sabe: "La tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas". El estudio de las minucias le ocupó mucho tiempo a este erudito de saber fragmentado, a este hombre que fue el más agraciado de todos los jorobados de la historia (parece, por cierto, que aprendió a escribir de espaldas a la pizarra para disimular su giba ante los alumnos), un escritor que tendía siempre en sus textos a la abolición de las jerarquías convencionales, como lo demuestran estas líneas, no terminadas del todo, como tantas del autor: "Lo que siempre me ha gustado en el hombre es que, siendo capaz de construir Louvres, pirámides eternas y basílicas de San Pedro, pueda contemplar fascinado la celdilla de un panel de abejas, la concha de un caracol...".

Con Lichtenberg muchos aprenden a pensar, a reír por ellos mismos. Creador de grandes y cómicas miniaturas portadoras de epifanías, fundó, con la ayuda de Sterne, la risa contemporánea: "¿Ha pescado usted algo? Nada más que un río".

Bueno, aún nos estamos partiendo de la risa cuando volvemos a picar en el anzuelo del mínimo río y cae otra nota borradora, otro aforismo: "Quien tenga dos pares de pantalones, que venda uno y se compre este libro". Dicho queda. De hecho, dicho lo dejó ya Canetti: "Que Lichtenberg no quiera redondear nada, que no quiera terminar nada es su felicidad y la nuestra; por eso ha escrito el libro más rico de la literatura universal". El misterio de lo inacabado -que viene a ser a la larga el propio misterio del mundo- es uno de los encantos de Aforismos, libro que produce el efecto que habitualmente producen los buenos libros, pues hace más ingenuos a los ingenuos, más inteligentes a los inteligentes, y los demás, varios miles de millones de seres de todo el mundo, permanecen inmutables, sin activar el cerebro.

Aforismos. Georg Christoph Lichtenberg. Selección, traducción y prólogo de Juan Villoro. Fondo de Cultura Económica. México DF, 1989. Aforismos. Georg Christoph Lichtenberg. Selección, traducción, introducción y notas de Juan del Solar. Edhasa. Barcelona, 1990. Aforismos. Georg Christoph Lichtenberg. Ediciones Cátedra. Madrid, 2009.

jueves, 12 de agosto de 2010

Saludos al mundo exterior

Estar de vacaciones es como quedarse en la cama después de una fiesta hasta el amanecer; cuesta tomar la determinación de levantarse y continuar la vida allá afuera, en el mundo exterior. Sigo de vacaciones, aunque al principio dije que esta condición sólo duraría un mes, y les aseguro que me cuesta pensar en que debo levantarme para continuar la vida más o menos de la misma manera en que la llevaba hace algunos meses. Despierto a veces e intento estirar los brazos, bostezar para cancelar el sueño de una vez por todas y rascarme los guevos para dirigirme después al baño, pero es tan cómoda la cama que al fin y al cabo, pienso, nadie me espera afuera, en el portón de entrada a mi casa. Pero, ¿será esta breve comunicación con el mundo exterior una prueba de que por fin sonó el maldito despertador? Ya veremos. No estén atentos.